El
impacto de ver a ese señor que parecía un abuelo, de los que dan aguinaldo a
sus nietos, al lado de Rubén fue mayúsculo. De repente toda la euforia cayó en
picado. Debido al cansancio emocional y físico estuvo a punto de derrumbarse en
el umbral, menos mal que aún tenía las reservas de energía justas para
agarrarse al quicio y no caer. La extrema palidez de su piel alertó a Rubén que
de un salto logró agarrarlo y conducirlo a un asiento.
El profesor le acercó algo que había sacado
del bolsillo de su chaqueta a la nariz. El nauseabundo olor lo sacó del estado
en que se encontraba devolviéndolo a la realidad. Allí le seguían mirando con
cara de preocupación Rubén y el abuelito.
—¿Estás
bien? —preguntó Rubén.
—Sí.
—Observó al hombre durante unos segundos y después preguntó—: ¿Y éste quién es?
—Don
Aurelio —dijo tendiéndole la mano.
—¿Y
pretendes que este carcamal nos ayude en el proyecto de los viajes temporales?
Aurelio
dirigió una mirada dura a Rubén al tiempo que retirando la mano se dirigía a su
mesa. Empezó a recoger todos los papeles y carpetas guardándolos en su maletín
mientras maldecía su exceso de confianza respecto a su alumno. Por su parte
Rubén lo siguió tratando de tranquilizarlo sin éxito.
—Sabía
que no podía fiarme de ti. Ya te reíste bastante cuando dije en clase que los
viajes temporales existían. Nunca debí aceptar tu petición. Mañana ya
hablaremos del castigo. Que descanses.
—No,
por favor no sea así. No ve que se encuentra enfermo. Seguro que esa respuesta
es fruto de ello. Por favor.
Si
alguien ajeno a ellos tres hubiese visto la escena se frotaría los ojos un par
de veces y después de abrir y cerrar los párpados fuertemente se daría media
vuelta alejándose lo más rápido posible. Un alumno impidiendo la salida del
aula a un profesor, este mundo se está volviendo loco.
—Don
Aurelio por favor, escúchelo –rogó.
—No
hay nada que escuchar —dijo mientras iba de izquierda a derecha tratando de
esquivar la marca que le hacía Rubén—. ¿Te quieres quitar de en medio?
Manolo,
que poco a poco iba recobrando color y recuperando el olfato, se levantó y con
la agilidad de un caracol, agarró el brazo del profesor y le miró a los ojos.
—¿De
verdad podría usted ayudarme? —inquirió.
—Solo
sirvo de hazmerreír de alumnos como él —señaló a Rubén—. Todos se mofan de mí.
Dicen que vivo con un extraterrestre en mi casa y que por eso sé que existen
los viajes en el tiempo. ¿Quieres reírte? Adelante hazlo. No serás ni el
primero ni el último.
La
cara del profesor era un poema. Hacía unos veinte años en las últimas clases del
curso se le ocurrió hacer una encuesta para saber la opinión que tenían sus
alumnos respecto a algunos temas. Él escribía en la pizarra unas cuatro o cinco
preguntas y debatían entre los que estaban a favor o en contra. Algunas eran
realmente estúpidas como: ¿quién llegó antes si la gallina o el huevo? Y otras
eran más interesantes como: Dios no juega a los dados ¿a favor o en contra? En
algunas el alumnado estuvo a punto de llegar a las manos. En otras realmente no
había aliciente alguno para la discusión. Hasta que llegó el día de los extraterrestres.
Ahí fue donde empezó su calvario. Desde entonces era conocido como Aureliano el
marciano. Pasaron los años y el origen del mote se fue olvidando. Pero ningún
alumno lo olvidó a él y cada vez que entregaba un examen suspenso o regañaba a
alguien se oía entre dientes un jódete Aureliano el marciano.
—Perdón
—dijo Manolo con la cabeza gacha rompiendo el prolongado silencio.
—Sé
que me voy a arrepentir de esto. —Aurelio se giró y colocó su maletín encima de
la mesa—. Venga, no tenemos mucho tiempo, Cierran la puerta a las cinco.
Manolo
y Rubén se miraron con cara de satisfacción. Habían conseguido lo más difícil,
convencer al profesor para prestar su ayuda, ahora solo quedaba ponerse manos a
la obra. Se acercaron al escritorio y Manolo se tambaleó un poco. Rubén lo
agarró y lo sentó en la silla. Respiró profundamente un par de veces tratando
de recobrar fuerzas y los restos de ese olor repugnante bailaron por sus
orificios nasales.
—¿Qué
es lo que me dio a oler antes? —preguntó.
—¿Quieres
más?
—No
por favor. Solo dígame que es. Huele asqueroso.
—Peyote.
—Los dos alumnos miraron atónitos al profesor mientras éste mostraba una
sonrisa picarona—. ¿Ves? Ahora mismo después de mi comentario ha sido el momento
que más has abierto los ojos desde que llegaste. Funciona, te estás
espabilando. Y no te preocupes, era broma, te he dado un linimento que uso para
desparasitar a mi perro. Las pulgas y las chinches no se le acercan. Ni
siquiera otros perros. En fin ¿qué queréis saber de los viajes en el tiempo?
—Todo
—añadió Manolo.
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