A… a veces… veo cosas… pero el resto de las veces hay tanto humo a mi alrededor que no veo nada…
Hace unos días, mientras rebuscaba entre la interminable lista de concursos literarios que un amigo me había enviado, alguno que se adaptara a mis limitaciones y escasez de voluntad, voy y me topo con algo cuando menos… sorprendente:
XXIII PREMIO MUNDIAL FERNANDO RIELO DE POESÍA MÍSTICA
“¡Vaya, poesía mística ni más ni menos! –pensé.” A mi cabeza llegaron imágenes de adolescentes con el karma a flor de piel trazando sobre papel delicados versos de pureza angelical, jóvenes novicias componiendo hosannas gimientes, profundos teólogos, en comunión con el espíritu de Dios, traduciendo al lenguaje del verso sus experiencias más allá de este mundo…
Yo, recordando la frase que aquel cabo chusquero que una vez tuve por vecino solía decir “Cuando veas algo imposible, enfréntate a ello” (y olvidando lo que solía añadir después de “Bueno, o eso o te vas al bar a tomarte unas cañas, que tampoco hay que tomarse la vida tan así”), decidí aceptar el reto y lanzarme al mundo del misticismo poético a pecho descubierto.
Ah, y yo soy encarnizado con los retos, me los tomo como una cuestión de honor al estilo de los caballeros medievales. “Me lo quieren poner difícil –pensé–. Pues que sepan que como me pique, me fumo aquí mismo un trompetón y les escribo poesía mística, estratosférica, e intergaláctica como cargue la cosa más de la cuenta; ¡que esta gente no me conoce a mí!” Y así lo hice.
Ríanse ustedes de la Fragua de Vulcano o los Altos Hornos de Mordor, minucias en comparación con la que yo formé en mi cuarto. En el patio empezaron a escucharse algunos “¡Fuego, fuego!” que, después de un aclarador “No, es el niñato del primero con los porros”, se transformaron en “¡Porrero!”, “¡Golfo!”, que si bien eran igual de molestas que las alarmas de fuego, no llegaban a preocuparme tanto.
Yo no sé cómo pudo orientarse la inspiración en medio de aquella humareda, pero el caso es que llegó a mí y me poseyó. Y los versos fluyeron, versos venidos del fondo del alma o de la cima del colocón, porque no sabría decir si es que estaba a punto de desdoblarme e iniciarme en la moda tibetana del turismo astral, o es que me estaba poniendo malo con tanta resina marroquí surcando, en estado gaseoso, esos canales venecianos que para ella son mis alvéolos.
El caso es que la poesía estaba escrita. ¿Era una joya del espíritu versificado o una cagada de joven intoxicado? Yo no podía saberlo, porque ni me gusta la poesía ni quería reconocer como mío a ese niño pomposo y absurdo que había nacido. Pero al final lo mandé, con dos de esos que debe tener todo aquel que quiera ser llamado macho (y espero no haber molestado con esto a ningún veterano de guerra).
Pasaron los días uno tras otro (y menos mal que fue así, porque si no menudo lío que se podría haber formado) hasta que llegó la fecha del fallo del jurado. Y los muy… eso, fallaron de verdad al no premiar mi magna obra.
–¡Aaaa, gente envidiosa, que no queréis dar al Cesar lo que es del Cesar y a mí lo que es de Dios! –grité desde mi cuarto.
–¡Cállate ya, tarado! –me respondieron desde el patio.
“¡Tongo! –pensé–. ¡Tráfico de influencias! –me puntualicé a mí mismo.” Enseguida me puse a surcar la red en ese purasangre cojo que es mi ADSL 500 (¡menudo chusco!). Al final encontré el poema ganador: “Él y yo” de una tal Santa Teresa de Jesús, una obra póstuma. Estuve investigando a la autora y, ni por fechas, ni por localización geográfica ni por nada de nada, se podía establecer alguna conexión que probara mi teoría del tongo. Aunque sí que era verdad que con la presencia de esa autora la cosa ya no era un concurso para aficionados, como yo pensé al principio. Y esto, al menos en parte, servía de muleta para mi orgullo tullido.
Pero yo no soy como Rick Blaine, que se queda tan pancho pensando en que siempre le quedará París mientras su novia se va con otro dejándolo a él con un policía francés que le tira los tejos. ¡No señor! Me he enterado de que circula por ahí un brazo incorrupto de la tal Santa Teresa, quizá el mismo con el que escribió “Él y yo”. Muy bien, Santa Teresa, tú ganaste el concurso, pero a mí no me va a quitar nadie el gustazo de hacerte sentir en esa mano incorrupta el tacto de una nuez blanda y con pelillos. Jeje, cómo me voy a reír.