Recuerdo la primera vez que leí sobre los “escritores cinematográficos” (o algo parecido, no le hagas mucho caso a mi memoria), aquello se refería a todos los que, nacidos en fechas posteriores a los inicios del cine (o de la televisión, si me apuras) tenían una forma cinematográfica de plantear sus historias, algo así como que imaginaban una película en sus mentes y escribían lo que “veían”; una película, con todos sus elementos cinematográficos, no un relato escrito o hablado. Leer la definición me resultó muy estimulante y, como todo aficionado, traté de buscar ese deje prosístico en mis escritos cual hipocondríaco literario que busca síntomas con los que sentirse un enfermo más de esta bendita dolencia.
Hoy
aún me río de eso, y lo hago porque trataba de buscar la marca por diferencia
con mis amigos, la mayoría de ellos más cinematográficos que la cara de Jack
Nicholson asomando por una puerta rota a hachazos. Pero no es por recordar
viejos tiempos, confesar mis reflexiones intoxicadas o brindarme la oportunidad
del símil con el bueno de Jack que saco esto a colación, sino por una razón aceptable:
creo que el modelo trae un defecto de fábrica que hace que muchos no terminen
de contar lo que quieren contar, y como el cine y la televisión tienen ya tantos
años… Sí, tú tampoco te libras de poder caer. Lo siento, socio.