Micro originariamente pensado para las Ecoagendas de la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía 2011)
martes, 31 de mayo de 2011
El Halcón peregrino.
Micro originariamente pensado para las Ecoagendas de la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía 2011)
I Certamen de Escritura "Mejor con un libro"
La Federación Andaluza de Asociaciones Central Ciudadana, en colaboración con la Asociación Mejor con un libro, convoca el
I CERTAMEN DE ESCRITURA “MEJOR CON UN LIBRO”. Se convoca en las modalidades Novela corta y Relato corto.
Bases modalidad “Novela Corta”:
1. Podrán participar escritores de cualquier nacionalidad.
2. Las novelas presentadas estarán escritas en lengua castellana.
3. La temática será libre. Los originales debe ser inéditos, no pueden haber sido publicados anteriormente ni pueden estar pendientes de fallo en otro certamen.
4. La extensión mínima de los textos será de 40 páginas A4 y la máxima de 120. Los originales serán presentados por duplicado, encuadernados, sin ningún tipo de firma o identificación alguna, impresos por una sola cara, con letra Arial, tamaño 12 y espaciado 1,5. Será necesario también presentarlos en soporte informático, en formato OpenOffice. En un sobre cerrado se incluirán nombre y apellidos, domicilio, teléfono, dirección de correo electrónico y currículo del autor. En el exterior del sobre deberá indicarse el título de la obra, haciendo constar que concursa en la modalidad “Novela Corta”.
5. La obra ganadora será publicada por Central Ciudadana dentro de la colección “Mejor con un libro”. El autor recibirá cincuenta ejemplares. Central Ciudadana se reserva el derecho exclusivo de edición de la obra premiada durante TRES años, así como las reediciones y reimpresiones que estime convenientes. Las ediciones de la obra pasada esa fecha deben incluir la leyenda I Premio de novela corta “MEJOR CON UN LIBRO”.
6. Cada escritor puede presentar como máximo 2 obras.
7. Los originales se enviarán por correo certificado a la Federación Andaluza de Asociaciones Central Ciudadana, Cno. de Castillejos nº 6. Centro Social Nueva Málaga, 29010 – Málaga, haciendo constar en el sobre “I Certamen Mejor con un libro”.
8. El plazo de admisión de originales quedará abierto desde la fecha de publicación de estas bases hasta el día 31 de Julio de 2011.
9. El jurado estará compuesto por cuatro escritores y presidido por el presidente de la Asociación Mejor con un libro.
10. El fallo del jurado se dará a conocer en Málaga durante las II Jornadas “Mejor con un libro” (Octubre 2011)
11. La presencia del autor ganador en la entrega del Premio será obligatoria.
12. Los originales no premiados se destruirán
13. La presentación de originales al certamen supone la aceptación de estas bases
Bases modalidad “Relato corto”:
1. Podrán participar escritores de cualquier nacionalidad.
2. Los relatos presentados estarán escritos en lengua castellana.
3. La temática será libre. Los relatos debe ser inéditos, no pueden haber sido publicados anteriormente ni pueden haber sido presentados en otro certamen.
4. La extensión máxima de los relatos será de 8 páginas A4. Los originales serán presentados por triplicado, grapados o encuadernados, sin ningún tipo de firma o identificación alguna, impresos por una sola cara, con letra Arial, tamaño 12 y espaciado 1,5. Será necesario también presentarlos en soporte informático, en formato OpenOffice. En un sobre cerrado se incluirán nombre y apellidos, domicilio, teléfono, dirección de correo electrónico y currículo del autor. En el exterior del sobre deberá indicarse el título de la obra, haciendo constar que concursa en la modalidad “Relato Corto”.
5. La obra ganadora será publicada por Central Ciudadana en formato cuadernillo. El autor recibirá cincuenta ejemplares. Las ediciones del relato en cualquier otro formato, soporte o recopilación, deben incluir la leyenda I Premio de relato corto “MEJOR CON UN LIBRO”.
6. Cada escritor puede presentar como máximo 2 relatos.
7. Los originales se enviarán por correo certificado a la Federación Andaluza de Asociaciones Central Ciudadana, Cno. de Castillejos nº 6. Centro Social Nueva Málaga, 29010 – Málaga, haciendo constar en el sobre “I Certamen Mejor con un libro”.
8. El plazo de admisión de originales quedará abierto desde la fecha de publicación de estas bases hasta el día 31 de Julio de 2011.
9. El jurado estará compuesto por cuatro escritores y presidido por el presidente de la Asociación Mejor con un libro.
10. El fallo del jurado se dará a conocer en Málaga durante las II Jornadas “Mejor con un libro” (Octubre 2011)
11. La presencia del autor ganador en la entrega del Premio será obligatoria.
12. Los relatos no premiados quedarán en poder de Central Ciudadana, que podrá utilizarlos cuando estime oportuno, citando siempre el nombre del autor.
13. La presentación de originales al certamen supone la aceptación de estas bases
Más información: Central Ciudadana – Tfno: 95 207 02 20. E-mail: info@centralciudadana.es
viernes, 27 de mayo de 2011
Cortando el viento.
Micro originariamente pensado para las Ecoagendas de la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía 2011)
Sherlock Holmes de Baker Street (W.S.Baring-Gould)
Título: Sherlock Holmes de Baker Srteet
Título original: Sherlock Holmes of Baker Srteet
Autor: W.S.Baring-Gould
Año: 1962
Páginas: 453 páginas
Editorial: Valdemar, Club Diógenes
Encuadernación: Tapa blanda
Texto de la Contraportada:
"Una de las cosas que más nos atraen de Holmes y Watson es todo lo que no sabemos de ellos. ¿Tuvo padres Sherlock Holmes? Es de suponer que sí: el hecho de que exista un hermano parece confirmarlo. ¿Se casó John H. Watson más de una vez? Si es así, ¿cuántas? ¿Era el buen doctor una versión moderna de Barba Azul? Y ¿qué hizo Holmes en el Tíbet? ¿Por qué no siguió la pista a su contemporáneo, Jack el Destripador, en lugar de quejarse tanto de que «ya no hay grandes crímenes»? ¿Por qué esa debilidad por atender a clientes llamadas «Violet»? ¿Acabó su relación con Irene Adler en ?Un Escándalo en Bohemia?? ¿Por qué Watson muestra esa escandalosa tendencia a equivocarse con las fechas? ¿Tenía acaso buenos motivos para hacerlo? William S. Baring-Gould responderá a todas estas cuestiones en la más documentada biografía del primer e irrepetible «detective consultor» de todos los tiempos."
Teniendo en cuenta que esta es una de tantas biografías posibles de un personaje de ficción:
¿Sabías en qué día tan especial nació Sherlock Holmes? ¿Y en cuál murió? ¿Sabías que, gracias al caprichoso cerebro de Baring-Gould, el día del nacimiento y el de la muerte coinciden?
¿Cuántos años crees que vivió el detective? ¿Murió no muy mayor, o ya anciano?¿A qué se dedicó después de retirarse del ejercicio activo? ¿Sabías que fue un apasionado de la apicultura?
¿Llegó a conocer los casos de Jack el Destripador? ¿Participó en su captura?
¿Qué opinión tenía de su amigo el doctor Watson? ¿El doctor Watson fue en realidad tan simplón y patán como nos lo muestran en algunos pastiches y películas?
¿Dónde murió Sherlock Holmes? ¿Lo hizo apaciblemente o en mitad de alguno de sus más extraordinarios casos?
Estas y otras muchas respuestas tienen cabida en esta biografía. Subrayar especialmente, por supuesto, el “Epílogo. S.Holmes camina hacia el ocaso” donde Baring-Gould narra con detalle la muerte del famoso inquilino de Baker Street, y cómo no el capítulo titulado “Jack, el asesino de prostitutas”. En este capítulo (casi podría decirse que es un relato independiente, y podría ser leído como tal) de unas 15 páginas, se relata la participación de Holmes y Watson en los sucesos de Whitechapell. Simplemente por estos dos capítulos ya merece la pena comprar el libro.
Por lo tanto esta es una obra IMPRESCINDIBLE para cualquier holmesiano, verdadero libro de cabecera, aun cuando interpretaciones de la vida y de la muerte de Holmes haya tantas como admiradores de su peculiar estilo de vida.
martes, 24 de mayo de 2011
Vecinos molestos
(Micro originariamente pensado para las Ecoagendas de la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía 2011)
sábado, 21 de mayo de 2011
Tiempos Oscuros (Libro I, Capítulo VIII)
La espada corta de Thera apenas rozaba la garganta de Velien pero el elfo sentía el frío del acero penetrando tan profundamente en su piel como si la espada ya lo hubiera atravesado. El pulso de la enana era firme y seguro y el clérigo supo ciertamente que si seguía las instrucciones de aquellos ojos pequeños y brillantes nada le ocurriría. A pesar de ello no pudo evitar que gruesas gotas de sudor resbalaran por su frente y apelmazaran sus cabellos. Sus manos se volvieron húmedas de pronto y mojaron las cenizas de la criatura que acababa de destruir.
—Así que te dedicas a incinerar a estos pequeños monstruos –comentó Thera sin mover la espada ni un ápice—. Pues me has fastidiado bien, chico. Este medallón que llevo me dice que estás destruyendo lo que estoy buscando.
—Thera... yo creo que...
—¡Calla Ulric! Este tipo nos ha fastidiado y ahora va a tener que solucionarlo. ¿No crees, elfo?
El compañero de la enana entró en el radio de visión de Velien y éste contempló a un joven alto y nervioso que llevaba un objeto extraño en las manos. Se agachó y lo colocó cuidadosamente en el suelo, sobre una peana, fuera del alcance de los pequeños draconianos.
—¿Qué... qué queréis de mí? –consiguió farfullar el clérigo.
—Un chico práctico. Nada de preguntar quienes somos ni qué hacemos aquí. Eso está bien, la curiosidad es muy mala.
Thera acercó aún más la espada a la garganta antes de continuar. La hoja que rozaba su mejilla estaba insoportablemente fría lo que provocó que Velien sudara aún más.
—Lo que quiero –susurró Thera amenazadoramente al oído de Velien, tan cerca que el susurro parecía retumbar en la cabeza del elfo—. Lo que quiero es que te estés quietecito mientras cogemos lo que hemos venido a buscar. Nada de gritos estúpidos. Nada de salir corriendo y nada de acercar las manos a ese precioso medallón que llevas al cuello. Antes de que pronuncies el nombre de esa diosa tuya te habré cercenado la cabeza como a mi querido amigo Astkainteroth.
La enana señaló el objeto que con tanto cuidado el joven humano había depositado en el suelo.
¡Era una cabeza! ¡La cabeza de un elfo! Los ojos almendrados le miraban con curiosidad y la boca se entreabrió en una sonrisa burlona al ver el desconcierto del clérigo. Velien no pudo evitar que un intenso escalofrío recorriera su espalda.
—Muy bien, elfo. Creo que lo has entendido. Recuerda que mi espada siempre será más rápida que tus pensamientos así que pórtate bien y no te pasará nada –Thera hizo una pausa para hacer más teatral su amenaza—. Pórtate mal y mi amigo Astkainteroth tendrá a un compañero de juegos. ¿De acuerdo, elfo?
Velien asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra. Thera lo obligó a levantarse y a sentarse en un rincón, le ató las manos a la espalda y se dispuso a vendarle los ojos cuando lo pensó mejor y decidió que la contemplación de la cabeza de Astkainteroth podía resultar más efectiva que la oscuridad a la hora de disuadir al prisionero de dar la alarma.
—Astkainteroth te vigilará, elfo. Así que cuidadito con hacer tonterías. Ahí donde lo ves, es un hechicero muy poderoso.
Velien volvió a asentir con la cabeza, única señal de que escuchaba las palabras de Thera porque su mirada no se apartaba de la mordaz sonrisa de Astkainteroth, que le sostenía la mirada con la burla bailando en sus ojos.
—¿Y ahora qué? –pensó Ulric pero no dijo una palabra. Se quedó junto a la puerta, temiendo y esperando el momento en que Thera dejara de amenazar al clérigo y se dirigiera a él. Las miradas de sus compañeros estaban concentradas en el clérigo elfo y parecían haberse olvidado completamente de la presencia de Ulric en la celda. A él en realidad no le importaba. Hubiera deseado estar muy lejos en ese momento, lejos en las montañas cazando goblins y ogros y lejos de Templos malditos y magos sin cuerpo. El horror que veía reflejado en el rostro del joven elfo al contemplar lo que quedaba del hechicero no era muy distinto del que sentía él mismo. Y el clérigo no había tenido que tocarlo ni cargar con él durante todo el camino. Ulric había evitado todo lo posible tocar el muñón que había sido parte del cuello del hechicero, temeroso de que la repugnancia que le causaba fuera mayor que su tarea de cargar con él.
A pesar de la repulsión que le causaba, tenía que reconocer que, en el fondo, también había sentido lástima hacia ese hombre que había tenido cuerpo alguna vez y no había sido capaz de llevarlo boca abajo como si fuera un objeto cualquiera en vez de una persona viva. Thera no se había dado cuenta de eso. Ahora Thera parecía haberse convertido en otra persona. Tan decidida y tan dura que Ulric no la reconocía. No parecía muy distinta a esos ogros que se llamaban a sí mismo hijos del Mal. Cruel y despiadada, disfrutando al máximo del terror que provocaba en el joven clérigo elfo.
—¡Venga, Ulric! No tenemos todo el día –la enana no envainó la espada y se mantenía siempre cerca del clérigo por si el joven elfo cambiaba de planes y decidía emprender una fuga suicida.
—¿Qué se supone que tengo que hacer? –preguntó Ulric mirando por primera vez a su alrededor.
La celda en la que se encontraban era prácticamente igual a la que acababan de abandonar sólo que ésta no se encontraba vacía. Había al menos una veintena de monstruos que gritaban y se revolvían intentando liberarse de algo invisible que los mantenía alejados de ellos. Ulric miró el medallón que colgaba de su cuello, la piedra de ámbar había empezado a brillar intensamente desde que habían entrado en la celda y su resplandor anaranjado parecía buscar directamente a aquellas pequeñas criaturas monstruosas.
—¿Se supone que tenemos que llevarnos uno de esos bichos? –preguntó Ulric sin terminar de creérselo.
—Por la descripción de la bruja, pensé que el objeto que buscamos sería algo así como una bola mágica. Tal vez fueran... huevos lo que buscamos –contestó Thera mirando a su alrededor—. Parece que los pollitos han salido del nido. ¿Qué hacemos, mago?
Si Astkainteroth hubiera podido señalar habría extendido la mano hacia la más pequeña de las criaturas. Si hubiera podido andar se habría acercado él mismo hasta ella y la hubiera cogido entre sus brazos. Si hubiera podido hablar, con sus palabras habría formado los versos arcanos que habrían liberado las mágicas ataduras de la criatura. Pero no podía hacerlo así que dirigió su mirada hacia el ejemplar elegido y levantó las cejas.
Thera entendió la señal y señaló al pequeño draconiano.
—Ese de ahí –la enana miró de nuevo al mago y, a un gesto de asentimiento, indicó a Ulric que se acercara a la criatura.
—¿Por qué tengo que hacerlo... –el gesto duro de Thera acalló la protesta que empezaba a acudir a sus labios y Ulric obedeció aunque no le apetecía nada tocar aquellas horribles criaturas.
El bicho tenía ojos protuberantes que se clavaron en el medallón que Ulric llevaba al cuello, instantáneamente se quedó quieto, esperando que el caballero se acercara a él, tal vez hipnotizado por el resplandor anaranjado que emitía la piedra de ámbar. Cuando Ulric llegó hasta él extendió la mano y rozó con sus dedos la cabeza de la criatura. Estaba fría al tacto, fría y viscosa como la piel de una serpiente.
Sus dedos notaron algo más, una corriente que parecía ir de la cabeza del animal hasta el medallón que colgaba de su cuello. ¡Magia! —rezongó Ulric, pero teniendo cuidado de que ninguno de sus compañeros lo oyera.
—¿Es este? –preguntó volviendo su mirada hacia el mago. La sonrisa de Astkainteroth le indicó que era ese el animal elegido. Sus manos intentaron coger a la criatura, no era más grande que la cabeza de Astkainteroth pero sus dedos tropezaron con las ataduras mágicas que atrapaban al animal. Sorprendido, se volvió de nuevo hacia el mago.
Las miradas de ambos se encontraron por un momento. La de Ulric oscura y cálida, la de Astkainteroth brillante y fría. Sin poder evitarlo, Ulric se sintió atrapado por aquellos ojos astutos y sintió su muda burla.
—No tan deprisa, joven caballero –Astkainteroth formaba las palabras en sus labios muy lentamente, para que Ulric pudiera leerlas bien—. Yo no puedo hablar. Tú tendrás que realizar el hechizo que libere a la criatura.
—¡No! –exclamó Ulric antes de que el mago terminara de deletrear.
—No soy mago, Thera, no puedo hacer ningún hechizo.
—Pues Astkainteroth tampoco puede hacerlo y yo tengo que vigilar a nuestro amigo de orejas puntiagudas así que te ha tocado, querido. Esto es más divertido que correr por las montañas ¿eh?
—Pienso volver a las montañas en cuanto salga de aquí –pensó Ulric—, y espero no volver a ver a ningún estúpido enano en lo que me queda de vida.
Ulric cogió al animal y tiró de él con todas sus fuerzas, el animal se mantuvo tranquilo mientras el caballero tiraba de él pero las ataduras mágicas no cedieron y Ulric cayó al suelo por el impulso. Su mirada se cruzó con la de Velien.
—¿Y el elfo? ¡Es clérigo, eso es casi como ser mago!
Thera lo consideró.
—No sé qué decirte. ¿Podrías hacerlo, elfo? Cuidadito con hacer tonterías.
Velien se levantó y se acercó lentamente a la criatura. La espada de Thera no se había movido ni un ápice de su garganta y el clérigo estaba demasiado asustado para pensar así que se limitó a obedecer. Murmuró unas palabras apresuradas y suspiró de alivio cuando Takhisis respondió a su oración y liberó al pequeño draconiano.
—Muy bien –dijo Thera—. Al final el elfo nos ha servido para algo. Coge al bicho, Ulric.
El animal, hipnotizado por el resplandor naranja que desprendía el medallón se dejó coger por Ulric que lo llevó hasta el mago y lo colocó junto a él.
—Aquí lo tienes, mago. ¿Y ahora qué?
—Ahora transformaremos a este pequeño animal en lo que debería ser –dijeron los labios carnosos de Astkainteroth—. ¿Estás preparado?
Ulric se volvió hacia Thera.
—¿Y por qué no le decimos la verdad a la hechicera? Que esta criatura es lo que hemos encontrado, que es hasta ellas a donde nos han llevado los medallones.
—No intentes escaquearte, Ulric. Parece mentira lo quejica que eres. Si Ewan estuviera aquí el hechizo ese ya se habría realizado.
—Ewan nunca habría cometido la estupidez de entrar en este maldito templo contigo –pensó Ulric pero no lo dijo en voz alta. Se volvió de nuevo hacia Astkainteroth.
—¿Qué tengo que hacer? –dijo resignado.
Astkainteroth entreabrió los labios en una sonrisa de placer. Evidentemente, el joven nunca podría llegar a realizar ningún hechizo. Desconocía las palabras adecuadas y, aunque pudiera enseñárselas, le llevaría años aprender a pronunciarlas correctamente en el hipotético caso de que le hubiera interesado hacerlo. Pero eso daba igual, el hechicero sentía un intenso placer al ver la presión a la que estaba sometiendo al joven caballero. Astkainteroth había permanecido demasiado tiempo solo y aburrido, encerrado en su laboratorio. Ahora era razonable divertirse un poco y descubrir hasta donde podía utilizar a ese joven.
—Necesitaremos dos cosas, una es el medallón que llevas colgado al cuello.
—¿Qué más?
—Sangre, caballero, tu sangre.
Los almendrados ojos de Astkainteroth se clavaron en los de Ulric con una mirada burlona, sus labios se entreabrieron en una sonrisa. El caballero no parecía entender lo que tenía que hacer y permanecía mudo, intentando comprenderlo, mientras la extraña criatura permanecía tranquila entre sus manos.
—¿Qué? –la voz de Ulric sonó demasiado aguda al hacer la pregunta. ¿Qué demonios le estaba pidiendo aquel mago?
—Tranquilo, Ulric. ¿No podemos utilizar la sangre del elfo? –preguntó Thera acercando aún más la espada al cuello del clérigo.
Astkainteroth negó haciendo girar la cabeza todo lo que el muñón que había sido su cuello le permitía. Sus labios volvieron a deletrear las frases que haría que aquella criatura fuera exactamente el objeto que la hechicera esperaba que fuera.
—La criatura tiene en su interior la esencia de lo que buscamos. El alma del conjuro. Eso es lo que nos está diciendo el medallón al brillar de esa manera. Tu sangre y tus palabras, caballero, le darán la forma adecuada a esa esencia. No tienes que tener miedo. Unas gotas de tu sangre sobre la cabeza de la criatura bastarán.
Astkainteroth sostuvo la mirada del caballero durante todo el tiempo que éste permaneció en silencio, dudando si hacer o no caso al mago.
—¡Venga, Ulric, que no tenemos todo el día! –le apremió Thera—, no te va a pasar nada por una gota de sangre. Si lo prefieres te rompo la nariz de un puñetazo.
—Y sería capaz de hacerlo –pensó Ulric mientras se hacía un pequeño corte en el dedo, tan pequeño que tuvo que presionar un poco para que saliera la sangre.
—Ya está.
—Deja caer la sangre sobre la criatura –continuó el hechicero.
Ulric obedeció y volvió a mirar a Astkainteroth esperando más instrucciones. Los labios del mago deletrearon reverentemente una sola palabra.
—S—h—o—d—u—a—d.
—Chodat. –intentó repetir Ulric.
—No, Shoduad.
—Choduat.
—Shoduad
—Chuduat.
—Shoduad.
—Cho—duat.
—Cierra los ojos, caballero, concéntrate en la palabra, siéntela en tu interior y después deja que ella salga por sí sola.
Ulric cerró los ojos y frunció el ceño. Se concentró en la palabra todo lo que pudo, intentó reproducir las letras en su cabeza, la imagen de la pálida boca de Astkainteroth formando las letras una a una con sus mudos labios. De pronto Ulric sintió que la palabra cobraba vida dentro de su ser. Algo nuevo y no del todo desagradable parecía acelerar la sangre que corría por sus venas. Respiró hondo y, entreabriendo los labios, dejó que la palabra fluyera tal y como el mago le había indicado.
—Shodat.
Si Astkainteroth hubiera podido resoplar el sonido habría llegado hasta la lejana Tarsis. Como no podía, el hechicero se limitó a cerrar los ojos para luego abrirlos y mirar a Ulric amenazadoramente.
—¡Ulric! ¡Esfuérzate más!
—Soy un excaballero de Solamnia, Thera, ¡no un maldito mago! –protestó el caballero.
Ulric apartó su mirada del hechicero y concentró su atención en la débil criatura que permanecía tranquila entre sus manos. El animal lo miró con sus enormes ojos de reptil y entreabrió los labios mostrando una larga hilera de dientes afilados. El caballero cerró los ojos de nuevo y, tragando saliva, volvió a intentarlo.
—Shoodat
El reptil se movió nervioso pero no intentó desasirse. Ulric había fallado de nuevo.
—Terminad ya, chicos –los apremió Thera—. Esto está durando demasiado.
—¡Pues haz tú el hechizo! –se revolvió Ulric soltando a la criatura—. ¡O haber contratado a un mago para que te ayudara en vez de a un caballero fracasado que es lo que soy yo!
—¡Dejad de discutir! –si Astkainteroth hubiera podido gritar en ese momento lo habría hecho con gusto, aunque hubiera atraído sobre ellos la atención de todos los soldados del Templo. Los movimientos de sus labios atrajeron de nuevo la atención de Ulric que volvió a agacharse junto al pequeño draconiano.
—Caballero –ordenó Astkainteroth—, quítate el medallón y colócalo sobre la cabeza del animal, allí donde tu sangre ha rozado la piel de la criatura.
Ulric obedeció sin pensárselo dos veces, nada le gustó más que arrancarse aquel horrible medallón y alejarlo de su piel. Se sintió más libre una vez que se hubo librado del colgante, la carga que parecía llevar al cuello había desaparecido y sobre las manos la piedra anaranjada parecía no pesar tanto como cuando colgaba de su garganta.
Rápidamente puso la lágrima de ámbar sobre la cabeza de la criatura. El animal se mantuvo quieto, mirando fijamente el medallón hasta que lo sintió sobre su cabeza.
—Así, muy bien, caballero –Astkainteroth continuó con sus instrucciones—. Ahora, pon el dedo pulgar sobre la piedra de ámbar y aprieta, aprieta hasta que notes que el medallón quema.
La piedra de ámbar ya estaba caliente al tacto y sus miles de facetas talladas se clavaron en su dedo pero Ulric no se quejó, apretó con toda la fuerza de la que fue capaz, deseando terminar con todo aquello de una vez y maldiciendo a todos los magos del mundo mientras su dedo se hundía en la cabeza del animal.
—Cierra los ojos, caballero, y concéntrate en estas palabras, recuerdan a la lengua solámnica así que te resultarán más fáciles de pronunciar. Esfuérzate todo lo que puedas: M—A—T—H—E—A—S A—S—T P—HE— R—A—A—N
Ulric cerró los ojos y se imaginó recitando las interminables líneas del código y la medida solámnica, los lejanos ecos de su lengua natal se despertaron en su memoria y pronunció las palabras con ese acento.
—Matheas ast pehraan.
Una extraña sensación de euforia se apoderó del caballero mientras pronunciaba las palabras pero Ulric no tuvo tiempo de pensar en ello. Apenas un segundo después dejó de notar resistencia a la presión de su dedo y abrió los ojos. De la piedra de ámbar salió un fulgor amarillo que se extendió por su mano y rodeó a la criatura que tenía debajo en un suave abrazo. Ulric no demostró sorpresa y continuó presionando hasta que el calor fue tan fuerte que tuvo que alejar la mano. Ahora el medallón estaba completamente incrustado en la cabeza del animal pero este no parecía herido ni que hubiera sufrido daño alguno. La mirada del caballero volvió a cruzarse con la del mago.
—Levanta la mano –ordenó Astkainteroth.
Ulric levantó la mano y contempló cómo la piedra se elevaba en el aire hasta volver de nuevo a posarse en su garganta. A sus pies, la criatura envuelta en luz ambarina empezó a retorcerse y debatirse como si los miles de rayos de luz tiraran de él hacia todas partes. Un segundo después había desaparecido y, en su lugar, se veía lo que parecía ser un huevo.
—Ya está –deletreó Astkainteroth, satisfecho—. Eso es lo que la hechicera os mandó a buscar, la magia que hemos utilizado, aunque canalizada magníficamente por el caballero, ha sido la propia magia del medallón por lo que es imposible que descubra el engaño.
—¿Estás seguro?
—Por supuesto, caballero. La hechicera no lo descubrirá. Ella en realidad no sabe qué es lo que está buscando.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¡Seréis idiotas! ¡No es el momento de ponerse a charlar! –Thera se había acercado hecha una furia y contemplaba el huevo con prudencia— ¿Está listo?
—Sí –contestó Ulric recogiendo el huevo que había aparecido delante de él—. Está listo. El mago piensa que no habrá ningún problema.
—Vale, pues guárdalo que nos vamos. El elfo nos sacará de aquí.
Ulric guardó el huevo cuidadosamente en su zurrón. Después su mirada se volvió hacia Astkainteroth.
—¿Y qué hacemos con el mago?
Thera ya había levantado a Velien de un empellón y lo empujaba hacia la puerta.
—¿Qué quieres hacer con él? –contestó, divertida— ¿Quieres llevarlo contigo?
—No.
—Pues déjalo ahí mismo. Aquí al menos tendrá compañía.
Ulric miró la docena de criaturas iguales a la que había tenido en sus manos, los pequeños draconianos chillaban y se retorcían, se peleaban por cada trozo de comida que conseguían arrastrar hasta el alcance de sus bocas.
—¡No! ¡No podéis dejarme aquí! –Astkainteroth se puso a gesticular tan vehementemente que no podían entender lo que decía, cuando el mago vio que había atraído la atención de los dos cambió el ritmo y los movimientos de su rostro se hicieron más lentos—. ¡Debéis llevarme con vosotros! ¡Me necesitareis!
—No lo creo –contestó Thera con seguridad y, dándose la vuelta, sacó al elfo de la celda de un empujón.
Ulric no se movió, se sentía atrapado por los ojos almendrados del mago y, sin pensarlo ni consultarlo con su socia cogió a Astkainteroth y lo metió en una bolsa que ató a su cinturón.
—No estarás muy cómodo –comentó—. Pero me temo que va a ser la única forma de que salgas de aquí.
—Vaya, nunca creí que llegaría a ver esto. Un ex—caballero de Solamnia preocupándose por la comodidad de un mago –se burló Thera.
—Lo destrozarán –dijo Ulric señalando a las criaturas que poblaban la celda—, y es posible que, a pesar de ello, continúe vivo. No podemos dejarlo aquí.
—Ya... es lo que tenéis los caballeros. Defender a los débiles y todo eso. Veo que no lo has dejado todo atrás, Ulric.
Ulric suspiró y esta vez no le dijo que ya no era un caballero. Era cierto. Había cosas que nunca podría dejar atrás.
—¿Y el clérigo? –preguntó de pronto—. ¿Lo has dejado fuera solo?
—Está demasiado asustado para salir corriendo –se rió Thera—. ¿Nos vamos ya o quieres cargar con alguien más?
miércoles, 18 de mayo de 2011
De mayor quiero ser..
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domingo, 15 de mayo de 2011
Tiempos Oscuros (Libro I, Capítulo VII)
El desánimo que se había apoderado de Velien durante los últimos días se había acentuado en las últimas horas. Mientras había podido discutir sus dudas y temores con Marus había sobrellevado su desagradable trabajo como un pesado fardo que cargara permanentemente sobre sus espaldas, era extenuante pero no terminaba de aplastarlo. Ahora, el consuelo de olvidar el dolor agudo que sentía en las manos realizando sus pequeñas tareas diarias junto a Marus había desaparecido. La única ocupación que llenaba sus noches era contemplar las molduras del techo cuando no podía dormir.
—Marus no puede pasarse tantas horas solo y tú debes descansar más –le habían dicho sus superiores—, tu trabajo en el Templo de Duerghast es más importante que atender a nuestro anciano hermano. Naturalmente, puedes visitar a Marus siempre que lo desees.
Velien lo había hecho, pero ya no era lo mismo. El nuevo acólito de Marus era un joven humano, solícito, serio y ambicioso que le miraba impávidamente cuando iba a visitar al anciano clérigo. El humano no intervenía nunca en la conversación, ni siquiera parecía interesarle remotamente pero su muda presencia rompía totalmente la sensación de tranquilidad que le transmitía Marus.
El anciano clérigo había cambiado en esos pocos días; parecía inquieto y nervioso con la aparición de su nuevo acólito, hablaba en susurros y divagaba más de lo normal. Por mucho que le preocupara, Velien no podía quejarse del comportamiento del joven clérigo. El humano desempeñaba sus tareas a la perfección, no dejaba a Marus a solas ni un segundo, atendía solícito todos sus deseos y adivinaba sus necesidades. No se le podía reprochar que no escuchara las interminables divagaciones del anciano. La impaciencia humana, se dijo Velien. Posiblemente Marus, humano también, no se daba cuenta de ello. Los días transcurrían a un ritmo distinto para esa raza inquieta.
Las manos de Velien estaban llenas de pústulas que no terminaban de curar y cualquier humano se hubiera quejado dolorosamente del tiempo que llevaba sufriendo esa tortura pero para Velien ese tiempo aún no existía. La intensidad del dolor persistía diariamente pero aún no había pasado suficiente tiempo para que ese dolor se convirtiera en una constante en su vida, tendría que pasar al menos un año sufriendo la misma tortura para que sintiera que el sufrimiento era prolongado.
Aquel día las llagas no le dolían demasiado, o al menos no más que el día anterior. El auténtico malestar estaba en su alma, la carga que soportaba sobre sus hombros se había multiplicado por mil y ante él se abría de nuevo la maldita celda llena de criaturas pervertidas mágicamente que tenía que destruir.
Los seres eran cada vez más pequeños y más débiles pero su trabajo continuaba siendo igual de duro. Los recién nacidos tenían unas enormes ganas de vivir y una increíble pasión que no estaba debilitada por las interminables noches de la prisión. El elfo suspiró. Velien se preguntaba cada día cuantos quedarían pero le resultaba imposible contarlos. ¿De dónde salían tantas criaturas si cada día conseguía exterminar casi a media docena de ellos? La celda debería empezar a mostrar claros, lugares vacíos donde las criaturas ya se habían convertido en humo pero no era así. Todo el espacio continuaba ocupado y los pequeños continuaban gritando y revolviéndose como el primer día.
El clérigo miró a los pequeños draconianos con ojos cansados. ¿A cuántos podría eliminar esa tarde? El trabajo le requería cada vez más tiempo y cada vez era más agotador. Velien había pasado toda la mañana rezando en el Templo de Luerkhisis, se había postrado a los pies de la Reina Oscura y le había pedido las fuerzas que le faltaban pero la diosa parecía burlarse de él. Takhisis se complacía en su sufrimiento y no le había concedido su gracia. Sus fuerzas estaban al mínimo y los gritos desesperados de las criaturas no contribuían a relajar sus nervios.
Se arrodilló junto a una de ellas. Cada vez le resultaba más fácil su camino a través del Templo de Duerghast. Se iba acostumbrando a aquella sensación extraña que se apoderaba de él cada vez que se adentraba en aquellos oscuros pasillos. Los gritos de los prisioneros en la sala de tortura comenzaban a parecerle una dulce música.
—Oigo los susurros de los muertos –pensó—, y me voy acostumbrando al sonido de sus voces. No son tan terribles.
Sin embargo, aquel día la sensación que inquietaba su alma era distinta, algo había cambiado. Velien sentía un soplo de aire fresco que no provenía de aquellas paredes cálidas ni del aliento de aquellos engendros que chillaban a su alrededor. Era como si alguien se hubiera dejado una ventana abierta. Qué absurdo. No había ventanas en aquel sótano oscuro. Y si las hubiera por ellas entraría el calor asfixiante del río de lava que circundaba el Templo.
Las negras paredes de la celda en la que se encontraba estaban recalentadas, seguramente un brazo subterráneo del río de lava conseguía rozarlas y propagar su calor por los bloques de piedra. Los sólidos muros de granito no le dejaban entrar pero el fuego carcomía los cimientos y esparcía su calor por el edificio para recordarles que estaba allí, que los Señores de la Muerte podían invadir aquella construcción humana en cuanto lo desearan. ¿De dónde, pues, provenía aquella corriente de aire?
Estuvo a punto de salir pero desistió de decir nada y se arrodilló en el suelo, intentando concentrarse en su tarea. Los pasos del soldado que lo había acompañado se alejaron por el pasillo. Ya estaba solo. Miró fijamente a los ojos de la criatura que intentaba morder sus manos.
Velien ignoró el ataque del animal y puso sus manos sobre su cabeza, la criatura se debatió rabiosamente al sentir el contacto de sus dedos. El clérigo cerró los ojos. No quería pensar en corrientes de aire ni en ríos de lava. Había oído rumores sobre túneles en el subsuelo, por supuesto, pero los túneles, si existían, corrían por las entrañas de la tierra y por ellos no circulaban las corrientes de aire.
Aspiró deseando que ese frescor extraño invadiera sus pulmones y se encontró lleno de algo que no le resultaba del todo desconocido. Magia.
La relación entre los clérigos de Takhisis y los Túnicas Negras nunca había sido buena pero aún así Velien sabía reconocer la magia cuando actuaba cerca de él. Intentaba evitarla en todo lo posible y nunca se acercaba a un Túnica Negra a no ser que no tuviera más remedio. Él mismo se había sorprendido muchas veces contemplando a los magos oscuros a través de la distancia que la misma Reina de la Oscuridad ponía entre sus servidores. A Velien le fascinaban y al mismo tiempo sentía una extraña repugnancia ante aquellos hombres y mujeres que anteponían la magia a los deseos de su diosa.
En aquel momento volvió a sentir el halo mágico que rodeaba a los hechiceros. La magia se había adueñado de cada poro de aquellas criaturas malditas, de cada grieta de aquellos firmes muros que los custodiaban. La sentía palpitando a su alrededor y sólo su fe en Takhisis podía ayudarlo a soportar el tormento al que estaba siendo sometido. Sus plegarias volaron hasta los oídos de su diosa que sonrió complacida. Él era su mano en el mundo, él extendería su poder y su gloria por todo Krynn. La magia acabaría muriendo, sus fantasmas terminarían supeditados a ella, la más poderosa entre los poderosos dioses. Takhisis extendió sus dedos protectores sobre su sacerdote y la magia que lo oprimía se retiró de su alma aunque permanecía flotando a su alrededor. Las manos de la magia lo rodeaban pero no podían verlo, no podían tocarlo. Velien volvió a abrir los ojos y, dando gracias a su Reina, se concentró de nuevo en su tarea.
Por muy poco que le gustara, por mucho sufrimiento que le causara, su deber era acabar con aquellas extrañas criaturas que no eran del agrado de Su Oscura Majestad. Ante él se extendía toda una celda llena de ellas. Gritaban, chillaban y pataleaban. Algunas incluso podían extender sus deformes alas coriáceas y volar, se elevaban todo lo que podían hasta que las cadenas invisibles que los ataban tiraban de ellos. Era el momento de dejar de contemplarlos y ponerse a trabajar.
Su mirada se concentró de nuevo en el pequeño ser que se debatía bajo sus manos, sin pensarlo más presionó sus dedos contra el cerebro de la débil criatura y rezó. Al instante se sintió reconfortado, la fuerza de Takhisis que le había sido negada durante sus rezos matutinos estaba ahora con él, latiendo en su interior. El poder de la Reina Oscura le daría fuerzas para realizar su tarea, su oscuridad le invadiría disipando las fuerzas mágicas que amenazaban con perturbar su deber. Velien cerró de nuevo los ojos para concentrarse aún más en la comunión con su diosa, ya no sentía el frío mágico rozando su nuca, ya no sentía nada.
Fue entonces cuando sintió un escalofrío que le recorrió la espina dorsal. Algo duro y muy, muy frío se apoyaba en su garganta. Oyó pasos apresurados y murmullos. Y una voz estridente gritó en su oído.
—¡Ni te muevas, elfo!
Velien obedeció más por instinto que porque hubiera entendido el significado de las palabras. La concentración que tanto le había costado obtener se rompió y lentamente sintió cómo la mano de la diosa se alejaba de él y se perdía entre las brumas del infinito. Abrió los ojos y se encontró con unos iris de color gris acerado que lo miraban amenazadoramente.
—Aquí no hay nada.
Thera ya no se molestaba en guardar silencio. Sus botas claveteadas habían resonado con fuerza mientras subían escaleras y volvían a adentrarse en una maraña de pasillos oscuros. Su hacha tintineaba al chocar contra una de las hebillas que la sujetaban a su espalda. Sus bufidos habían sido cada vez más sonoros y, al final, cuando siguiendo las indicaciones de la cabeza del mago maldito que habían encontrado se adentraron en pasillos llenos de celdas de prisioneros torturados, ya eran imprecaciones las que salían de su garganta. Astkainteroth los guió hasta el más oscuro de los pasillos y hasta la más oscura de las celdas y los instó a entrar. El medallón que llevaban al cuello brillaba cada vez con más fuerza pero allí no había nada.
Thera se volvió amenazadora hacia la cabeza que Ulric había depositado cuidadosamente en el suelo antes de empezar a inspeccionar la estancia.
—¿Y bien? –la voz de la enana se elevó más de lo que era conveniente—. Aquí no hay nada. No hace falta que busques, Ulric. Si ni siquiera la puerta estaba cerrada.
La cabeza que anteriormente había sido un poderoso archimago miró a su alrededor con la sorpresa reflejada en sus rasgados ojos.
—¡Debía estar aquí! ¡Os lo juro! Puedo sentir su esencia aún latiendo entre estas paredes y el medallón también la siente –dijo en su lenguaje mudo.
—Estará la esencia pero no creo que la hechicera nos pague por ella –resopló Thera—. Estoy empezando a perder la paciencia, mago.
—¡Tienen que haberlos destruido! ¡Estoy seguro! ¡Esos malditos clérigos los han destruido! ¡No es culpa mía! –volvió a deletrear la cabeza.
—Tampoco es culpa nuestra, Thera –comentó Ulric volviéndose hacia la enana—. Si los clérigos los han destruido no podemos hacer nada. Hemos hecho todo lo posible, hemos llegado hasta aquí. La hechicera no se enfadará.
—¿De veras crees que la bruja no va a enfadarse? Era una Túnica Negra –contestó Thera señalando la cabeza de Astkainteroth—. ¿De verdad lo crees?
—Bueno –Ulric dudó—, no he tratado con muchos magos...
—Yo tampoco. ¿Y sabes por qué? –Thera comenzó a levantar peligrosamente la voz—. Porque SIEMPRE se enfadan. Y las cosas nunca salen como ellos quieren a pesar de que sigues sus instrucciones al pie de la letra. Si trabajo para un mago siempre le cobro el doble. Por muy fácil que parezca el trabajo. Ellos siempre terminan complicándolo todo. Nunca trabajes para magos, Ulric. Evítalos todo lo posible. Son más traicioneros que los enanos gully y más fastidiosos que un centenar de kenders.
—¿No podríamos llevarle algo? –sugirió Ulric mirando a su alrededor—. Alguna prueba de que hemos estado aquí y de que esto es lo que hemos encontrado.
—¿Y qué podríamos llevarle? Aquí no hay nada.
Thera clavó su enfurecida mirada en Astkainteroth pero el mago no se encogió ante ella. De todas formas el hechicero no tenía la culpa. El medallón de ámbar de la hechicera brillaba como no lo había hecho desde que entraron en el Templo, aquella celda lóbrega y maloliente era su destino.
—¿Alguna sugerencia, cabeza hueca?
Astkainteroth no contestó, parecía estar pensando. ¿Podría pensar por su cuenta? ¿Recordaba lo que había sido antes de quedar reducido a ser una cabeza muda? ¿Permanecían en su interior los conocimientos que había adquirido cuando aún poseía un cuerpo y una voz que podían realizar hechizos?
—Le llevaremos la cabeza del brujo –concluyó Thera—, así sabrá que nos hemos recorrido este maldito templo de punta a punta.
La amenaza hizo más efecto que la mirada enfurecida de la enana. Astkainteroth se puso más blanco de lo que ya estaba, sus pupilas se dilataron del terror. Su boca se entreabrió en un grito mudo.
—¡NO!
—Acepto sugerencias, brujo.
—El medallón brilla, por lo tanto tiene que haber algo cerca de aquí que contenga parte de la esencia, sigamos buscando.
Thera se quedó pensando un momento. Se oían pasos avanzando por el corredor, pasos fuertes que llevaban consigo el tintineo de la espada al chocar contra las piernas de un soldado y pasos débiles que arrastraban el susurro de una túnica al rozar el suelo. Ulric cerró la puerta de golpe y se asomó sigilosamente al ventanuco de la puerta.
—Es un clérigo –susurró Ulric—. Lo acompaña un soldado.
El sonido de los pasos era cada vez más fuerte, el clérigo se acercaba, ya podían oír su respiración acompasada, el murmullo de una plegaria rondando en sus labios. Se decía que los clérigos oscuros caminaban a su antojo por el Templo de Luerkhisis pero no esperaban que también lo hicieran entre los muros de la prisión. El guardia que lo acompañaba vigilaba las sombras detrás de él. Thera contuvo la respiración.
Los pasos continuaron durante unos interminables minutos hasta que se detuvieron junto a una de las celdas.
—Han entrado en la celda de la izquierda –anunció Ulric levantándose de nuevo—. El clérigo no tenía echada la capucha, era un elfo.
—Descríbelo –ordenó Thera.
—Joven, aparenta unos veinte años humanos, pelo rubio y parecía estar pensando en algo.
—¿Qué quieres decir?
Ulric dudó un momento antes de contestar.
—Pues... que no parecía notar nada de lo que sucedía a su alrededor.
—Vamos, quieres decir que estaba en las nubes.
Ulric no replicó.
—¿Y el soldado?
Los pasos enérgicos del soldado se acercaron de nuevo y pasaron de largo.
—Se marcha –informó Ulric—. El clérigo se ha quedado en la celda.
Thera concentró de nuevo su atención en Astkainteroth.
—¿Podríamos hacerlo?
—¿Hacer el qué? –preguntó Ulric.
—Hacer pasar otra cosa por el objeto que tenemos que encontrar y que ha sido destruido.
Los ojos de Ulric se abrieron de par en par, las aletas de su nariz se ensancharon y sus bigotes se habrían erizado si los hubiera tenido. Le hubiera gustado gritar: ¡Estas chiflada! ¡Estás haciendo planes para engañar a una de las hechiceras más poderosas de Krynn! ¡Y estás haciendo tratos con una cabeza viviente! Pero no pudo hacerlo, las palabras se negaron a salir de su garganta. Ulric no pudo evitarlo. Sentía el terror más intenso que había sentido en toda su vida.
—No será difícil –estaba diciendo la cabeza que un día fue Astkainteroth—. Ladonna no sabe realmente qué es lo que está buscando, toda la información que ella ha obtenido la ha imbuido en esos medallones que cuelgan de vuestros cuellos y que mira a dónde os han conducido. Para cuando se diera cuenta del engaño ya estaríais muy lejos de aquí.
—Por supuesto –rezongó Ulric—. Algo nos habrá matado antes.
—Cállate Ulric. Pero ella tendrá alguna idea del aspecto de esa cosa, aunque realmente no la haya visto nunca.
—Una idea... Es posible. No importa, lo disfrazaremos. Os enseñaré un hechizo que transformará cualquier cosa que tenga un mínimo de esencia en el objeto que estáis buscando. No habrá ningún problema.
A Thera no parecía gustarle mucho la propuesta del mago pero no tenía muchas más opciones. Astkainteroth continuó hablando.
—El medallón nos dirá cual es el objeto más adecuado. Ladonna no sospechará nada, el hechizo podrá engañarla completamente. Vosotros no sois magos y ella no sabe que os estoy ayudando por lo tanto no os creerá capaces de ningún engaño.
—Es cierto. Vamos.
A Ulric le hubiera gustado decirle que precisamente ellos no eran magos y que no serían capaces de realizar ningún hechizo por muchas indicaciones que les diera la cabeza de Astkainteroth. Le hubiera gustado decirle que, a pesar de todo, siempre cabía la posibilidad de que la hechicera descubriera el engaño. Que la guardia del templo todavía podía atraparles y que aún no habían encontrado la manera de escapar del templo. También podría haberle dicho que a lo mejor no sería aconsejable fiarse de la primera cabeza viviente que encontraban. ¿Quién había sido ese Astkainteroth? ¿Por qué iba a ayudarles? ¿Qué pensaba sacar de todo aquello?
La cabeza de Astkainteroth le miraba burlonamente desde su base, como si estuviera leyendo sus pensamientos. ¿Habría todavía poder en aquel despojo elfo? ¿Había sido su poder lo que los atrajo hasta aquella especie de tumba donde había estado recluido? Venciendo su repugnancia tomó la cabeza del mago de nuevo en las manos y siguió a Thera que ya estaba de nuevo en el pasillo.
—¿Qué pasa?
Thera se había detenido en la puerta de la celda de la izquierda.
—Schisssssssst. Es el elfo –susurró Thera.
—¿Qué está haciendo?
—Parece que está rezando. Mira tú, yo no llego.
Ulric se asomó al ventanuco y espió el interior de la celda, vio al clérigo elfo arrodillado en el suelo delante de algo que cubría con sus manos. Había cerrado los ojos y su apariencia era de gran concentración. Una extraña sombra empezaba a cernirse sobre él.
—¡Sale humo de sus manos!
Thera dio un respingo, asombrada. Ulric estaba horrorizado. Astkainteroth fue el único que intuyó lo que el clérigo estaba haciendo.
—¡Detenedlo! ¡Tenéis que detenedlo! –quiso gritar el mago pero sus compañeros no le miraban y no leyeron las palabras en sus labios. Astkainteroth mordió con fuerza la mano de Ulric que lo sujetaba, el joven se sacudió involuntariamente y la cabeza del hechicero cayó pesadamente al suelo. El mago intentó tomar impulso para rodar hasta la puerta de la celda pero su pronunciada nariz le impedía dar la vuelta completa. Ulric intentó recuperar la cabeza.
—¡Queréis estaros quietos! –Thera los regañó a ambos en un sonoro susurro—. Esto nos va a venir muy bien. Creo que ya tenemos la forma de salir de aquí.
La pluma ganadora de un economista
'Le Bonbon Chatelain' es el título de su relato corto, obra ganadora de la última edición del certamen literario madrileño Vallecas Cuenta.
Licenciado en Dirección y Administración de Empresas, este nazareno de 34 años se ha alzado con el primer premio del Certamen de Relato Corto Vallecas Cuenta, convocado por el distrito madrileño Villa de Vallecas. Le Bonbon Chatelain, título del texto,superó a 80 obras escritas por autores procedentes de distintos puntos del mundo. A pesar de haber estudiado una carrera de números, lo suyo siempre fue el periodismo, "pero lo descarté por su incierto futuro profesional, pensé que la economía tendría más salidas". Sin embargo, en 2004 participó en la creación de la revista Punto Cultural, una publicación quincenal que se publicó durante varias ediciones en Dos Hermanas: "El problema fue que no era muy rentable y teníamos que compaginarlo con otros trabajos". Hasta hace dos años Ernesto no se ha desprendido totalmente de su faceta económica para dedicarse en cuerpo y alma a la escritura. Autor partícipe en varias antologías literarias, el año pasado ya se presentó al concurso madrileño, consiguiendo el primer accésit. Le Bonbon Chatelain es la historia de un aristócrata francés repostero, una trama victoriana en torno a concursos de pastelería donde el chocolate es el gran protagonista. "Creo que el jurado valoró la originalidad del tema, nada trillado como puede ser el amor, y la elegancia del texto, su estilo". Ernesto Fernández-Weiss tiene entre manos una novela histórica y, como él mismo anuncia, busca editor.
miércoles, 11 de mayo de 2011
Tiempos Oscuros (Libro I, Capítulo VI)
El cielo de las primeras horas del amanecer tenía un aspecto más gris que de costumbre, si es que eso era posible. Los vapores sulfurosos de los Señores de la Muerte se filtraban a través de las rendijas de las ventanas permanentemente cerradas, pero el calor sofocante que llegaba con ellos no era el problema, el verdadero problema estaba en el sol. El capitán Picard se cubrió la cara con las manos en un intento de evitar que los tenues rayos de luz que conseguían atravesar el manto de nubes le hicieran daño. No era justo, intrusos en el Templo el día que tenía la mayor resaca que había sufrido en todo el año. No, no era justo.
El teniente Kellye, el oficial al mando durante su ausencia, le daba el informe de lo ocurrido aquella noche. Si no fuera por los intrusos le hubieran quedado cinco horas libres antes de reincorporarse a su puesto.
—Eran dos, capitán. Guilht pudo verlos con claridad antes de que lo golpearan. Dice que no eran mercenarios.
—Que ese estúpido no los conozca no significa que no lo sean —bufó el capitán—. Hay mucha gente nueva. ¿Quién si no se atrevería a entrar en este maldito Templo? Desde que Lord Ariakas decidió mandar aquí a todos los mercenarios que le molestaban son muchos los que han intentado entrar para rescatar a un compañero prisionero. Los intrusos buscan a alguien, de eso estoy seguro.
El capitán Picard dio un puñetazo en la mesa para reforzar su opinión. El teniente Kellye continuó con su informe.
—No hemos encontrado rastro alguno de los intrusos en los niveles inferiores, capitán. Hemos visto huellas sospechosas en distintos puntos del nivel superior que estamos investigando. Creemos que los intrusos están dando vueltas por el edificio. Es imposible que hayan salido del Templo sin que los hayamos visto.
—¿Y donde están ahora?
—Los hemos perseguido por la escalera posterior hasta que los acorralamos junto a los aposentos de Guilht pero de pronto… desaparecieron.
El capitán Picard ya conocía el lugar por el que sus oficiales pensaban que los intrusos habían escalado la muralla que rodeaba el Templo de Duerghast. Había inspeccionado la zona personalmente. Se había asomado y había apreciado la considerable altura que había hasta el suelo, las paredes de la muralla eran lisas, no había molduras ni ventanas ni nada a lo que agarrarse para escalarla. El río de lava rugía caudaloso como un foso natural alrededor del Templo.
—No pudieron subir por aquí, es imposible –había exclamado el capitán Picard sin dejar de mirar el vacío a sus pies.
—El soldado Guilht los vio subir, capitán. Está seguro de que este es el sitio por el que accedieron al Templo.
El capitán negó con la cabeza.
—Es imposible. No se puede subir por aquí. A no ser que sean magos. Sólo un mago podría hacer algo así y si después desaparecieron en el aire es porque son magos y los magos suelen hacer esas cosas. No hay otra explicación. De todas formas no estaría de más interrogar a Guilht en profundidad, por si está implicado. Llevadlo a la sala de tortura –el capitán Picard se volvió hacia su subordinado y le indicó que se reuniría con todos los oficiales en su despacho.
Fueron unos minutos de soledad hasta que los hombres invadieron la pequeña estancia y el teniente Kellye se apresuró a dar su informe. Los hombres lo miraban con cara de circunstancias, sin interrumpir al teniente ni dar una solución factible al problema. Nunca antes un intruso había conseguido burlar tanto tiempo a la Guardia del Templo de Duerghast. El capitán Picard los miró uno a uno sin decir nada. Sus hombres le habían fallado y el castigo que les impondría sería terrible, tanto como se merecían por su fatal descuido. Pero antes tenían que atrapar a los intrusos, el que lo consiguiera tendría la oportunidad de enmendar sus errores.
—No creo que hayan logrado su objetivo, fuera cual fuera –dijo el capitán con confianza levantándose de la mesa—. Posiblemente están asustados, escondidos esperando a que vuelva a hacerse de noche para intentar evitarnos. Debemos estar preparados, esta vez tenemos que cogerles. Doblad la guardia en todos los puestos y sobre todo en los accesos a las celdas de los mercenarios detenidos.
—Sí, capitán –contestaron sus oficiales antes de retirarse.
El capitán Picard los despidió con un gesto y se asomó un momento a la pequeña ventana de su despacho. Desde allí sólo veía el río de lava bajando por la ladera de la montaña. El aire cargado de azufre no le aliviaba en nada el dolor de cabeza. Cerró los ojos un instante y pensó en echarse una siestecita antes de empezar a trabajar. Se lo merecía, había llegado cinco horas antes. La voz aguda del teniente Kellye lo sacó de su adormecimiento.
—Capitán –se atrevió a decir el teniente Kellye—. Si me acompañáis, puedo enseñaros el camino que creemos que tomaron los asaltantes.
El capitán Picard asintió con la cabeza, su siesta tendría que esperar. Sin pensárselo más salió de la habitación.
Cuando el teniente Kellye hubo desaparecido tras el capitán y la puerta estuvo de nuevo cerrada, dos figuras se atrevieron a asomar la cabeza del hueco de la chimenea en el que se habían escondido.
Estaban en una habitación pequeña, evidentemente había sido el estudio de algún clérigo del falso dios al que había estado dedicado el Templo de Duerghast y que había sido adaptada apresuradamente a las necesidades del capitán de la Guardia del Templo. Sólo así se explicaba la existencia de una chimenea que el calor permanente de Sanction impedía encender. Había restos del antiguo ocupante esparcidos por la sala, algunos libros ajados, algunas redomas sucias, un gallo disecado que se alzaba majestuoso desde una de las estanterías aunque este último también podría haber pertenecido al capitán Picard.
—Se han ido. Estupendo, aquí no nos buscarán –Thera salió de entre las sombras de la chimenea y se asomó a la ventana con disimulo, no había posibilidad de escapar por allí.
Examinó rápidamente todo lo que había a su alrededor. Los papeles se amontonaban desordenadamente en la mesa del capitán pero ninguno de ellos tenía aparentemente ningún valor. Docenas de llaves colgaban de una repisa pero era imposible saber cuáles podrían ser útiles y cuales no. La pluma y el tintero parecían ser las únicas cosas de valor que había en la habitación, al menos para ellos.
—¿Habías entrado antes en una prisión? –le preguntó Ulric que vigilaba la puerta mientras ella registraba la habitación.
—¿Como “asaltante” quieres decir? No, es la primera vez.
—Tengo la sensación de que entrar a robar en las casas tampoco es lo tuyo –comentó el caballero con sorna al ver cómo la enana se movía ruidosamente por la estancia.
—Robar es un trabajo difícil y tampoco te creas que deja tantos beneficios –contestó Thera sin darse cuenta del tono del comentario.
—Aquí no te lo discuto, pero si hubiésemos entrado en la habitación de un noble podríamos haber cogido un buen botín y sería un lugar más agradable que éste.
—¿Un botín? Posiblemente oro y joyas porque el ganado es complicado de llevarse y las joyas también son algo complicado, difíciles de vender si no se tienen buenos contactos. En Palanthas conozco a algunos artesanos que compran oro para fundirlo y hacen maravillas con las piedras pero aquí… Tendríamos suerte si consiguiéramos un comprador decente y aun así el beneficio sería reducido, no hay buenos artesanos en Sanction. Ni siquiera los herreros trabajan en condiciones.
—Supongo que las armas para el ejército las traerán de fuera.
—No lo sé. Pero ahora que lo dices deberíamos averiguarlo. El mejor negocio al que te puedes dedicar es el contrabando. Con armas nunca he trabajado pero sí con especias, se consigue un dineral en un solo viaje y apenas hay riesgos. Y el aguardiente enano también da buenos beneficios aunque es más complicado de pasar, al final termino perdiendo la mitad de la carga por el camino. Por cierto ¿Desde cuando un Caballero de Solamnia habla de robar?
Ulric se atrevió a abrir la puerta y se asomó al exterior con precaución. ¿Cómo demonios iban a salir de allí?
—Ya no soy caballero ¿recuerdas? –le contestó volviendo a meter la cabeza en la habitación.
Thera lo miró con el ceño fruncido.
—Me estabas tomando el pelo… No soy tonta. Y tú siempre serás un caballero, hagas lo que hagas, por mucho bigote que te afeites. Es tu sangre. No se puede ir en contra de la sangre.
Lo que le faltaba, acorralado dentro de una prisión y con una enana al lado dándole lecciones morales.
—¿Qué vamos a hacer? –preguntó, ignorando el comentario de la enana.
—Thera se acercó a la puerta que Ulric mantenía entreabierta.
—Lo que tenemos que hacer. Buscar esa maldita cosa. Ya sabemos donde no está. Aquí. Nos queda el resto del Templo.
—¿Y los guardias?
—Será mejor evitarlos, si descubren que estamos aquí no nos dejarán tranquilos. ¿Eso de ahí no es una puerta?
—Parece un armario.
Ulric se acercó a la estrecha puerta que le señalaba su compañera mientras ella tomaba el relevo en la entrada de la habitación. La madera se incrustaba en un saliente de la pared y no parecía tener más fondo que ese, Ulric intentó abrirlo con cuidado pero los goznes oxidados emitieron un quedo chirrido. El interior parecía estar lleno únicamente de telarañas, una intrincada red de finos hilos plateados atravesaban todo el espacio del armario.
—Sólo es un armario –comentó Ulric sin demasiadas ganas de investigar el interior del mueble.
Thera no le contestó. Parecía estar muy atenta a algo que sucedía fuera de la habitación. El rumor de unas voces que se acercaban, el sonido de unas botas que se pararon en la entrada.
—¡Cuidado Ulric! ¡Que vienen! –Thera salió corriendo y Ulric se escondió como pudo antes de que girara el pomo de la puerta y el capitán Picard, despidiendo con un gesto a su subordinado, volviera a entrar en su despacho.
Ajeno totalmente a lo que había estado sucediendo en la habitación, el capitán Picard cerró la puerta y entornó los ojos un momento, apoyándose contra ella. La búsqueda de los intrusos había resultado infructuosa, sus hombres habían registrado todas y cada una de las dependencias del Templo y no habían encontrado ni rastro de los asaltantes. Todo parecía estar como siempre y los clérigos de Takhisis a los que habían consultado afirmaban que no percibían nada extraño, según ellos ningún mago había intentado entrar en el Templo.
Delegando el mando en el teniente Kellye, el capitán Picard había decidido hacer un alto en el trabajo y volver a su despacho a descansar un rato. Allí, entre las calurosas paredes de su despacho, se sentía mejor. Era una habitación pequeña y acogedora, la única habitación que había encontrado acogedora en todo aquel maldito lugar. Los clérigos de Takhisis habían bendecido todas y cada una de las estancias pero a pesar de sus esfuerzos quedaba algo en ese Templo que no provenía de la Reina de la Oscuridad. Le habían dicho que el anterior dios al que había estado consagrado el Templo de Duerghast era un falso dios, una mentira destinada a los crédulos que no podría hacerle nada ni a él ni a sus hombres y posiblemente fuera cierto. Pero las promesas de los clérigos de Takhisis eran tan engañosas como la deidad a la que servían y nunca podía uno estar seguro de si decían la verdad o no. El capitán Picard miraba a sus hombres y los veía temblar y mirar de reojo a su alrededor como esperando que los fantasmas de los anteriores moradores del Templo aparecieran de pronto y acabaran con ellos de forma cruel y espantosa.
Habían sufrido ya algunos asaltos en otras ocasiones. Algunos mercenarios recién llegados no estaban contentos con la política de prisiones de Ariakas y habían intentado rescatar a algunos de sus compañeros sin demasiada suerte. Hasta ahora todos los intrusos habían sido neutralizados inmediatamente y llevados ante los oficiales superiores del ejército que habían dictado la sentencia adecuada a su atrevimiento. ¿Qué les sucedía a esos hombres? Alguno llegaba a probar la sala de tortura del Templo de Duerghast pero la mayoría no llegaba a entrar en sus celdas. La ejecución debía ser inmediata. Sus hombres comentaban muchas cosas pero realmente ninguno de ellos sabía nada. El capitán Picard habría podido enterarse de la suerte de esos hombres si hubiera querido gracias a sus contactos en la élite del ejército pero prefería no saber nada. Se rumoreaba que algunos eran entregados a los clérigos oscuros y a los Túnicas Negras para sus experimentos y el capitán Picard prefería no estar informado de nada que tuviera que ver con ellos. Él servía a Lord Ariakas, el general era su señor y sólo tenía que preocuparse por cumplir sus órdenes. Bastante tenía con su ocupación actual de capitán de la guardia permanente del Templo de Duerghast para preocuparse por el destino de los prisioneros que no llegaban a sus celdas.
El capitán Picard se dejó caer en su butaca, junto a la chimenea. Muchas habitaciones de ese extraño templo tenían chimeneas aunque no se utilizaban, alguien le había dicho que en realidad eran huecos de ventilación, para que el aire llegara directamente desde arriba y no subieran las emanaciones de la lava por las escasas ventanas del edificio. El capitán Picard no estaba de acuerdo, él pensaba que usaban las chimeneas para calentar las extrañas hierbas que los clérigos anteriores empleaban en el culto al falso dios. El olor aún perduraba en las paredes y tal vez era lo que molestaba a sus sentidos. Lo que le sugería la presencia de alguien que no pertenecía al culto a Takhisis.
Aquel día le dolía terriblemente la cabeza y toda la culpa no podía achacársela a lo poco que había dormido. Se atusó las plateadas sienes y puso su mano en la amplia frente que se continuaba en una calva cada vez más pronunciada. No debería haberse pasado por la taberna la noche anterior; no sabiendo que tendría que levantarse temprano, que no podría pasarse la mañana durmiendo cómodamente en su litera, sabiendo que los efectos de la resaca siempre le duraban demasiado. El capitán Picard echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
Era como si un millar de enanos martillearan dentro de su cabeza. Oía las voces de sus hombres a lo lejos, sumergidas en aquel desagradable ruido que no pararía hasta que durmiera un poco. Martillos enanos, botas enanas corriendo por encima de su cabeza, incrustando enorme clavos en su frente desnuda. Pasos de botas enanas corriendo a su alrededor. Abrió los ojos de pronto y le pareció ver a uno de aquellos malditos enanos desaparecer entre las sombras. El aguardiente de la noche anterior había sido demasiado fuerte, por una vez el tabernero no le había timado.
Unos golpes en la puerta lo sacaron de su estupor. Se había incorporado ya cuando el joven teniente Kellye entró en la habitación.
—Capitán. Ha llegado el clérigo elfo. ¿Lo dejo entrar o le digo que tenemos intrusos en el Templo?
El capitán Picard dudó un momento.
—Hazle esperar un momento. Quiero que sitúes guardias en todo el recorrido y que alguien lo acompañe discretamente, no quiero problemas.
Lo normal hubiera sido negarle la entrada en el Templo hasta que todo el asunto de los intrusos se hubiera solucionado. No sabía quienes podrían ser ni qué pretendían. Si un clérigo de Takhisis corría peligro en un lugar que él custodiaba ya podía darse por degradado o algo peor. Pero no dejarle entrar significaba que todos se enterarían de que algo andaba mal y eso tampoco era conveniente. Ya se habían alzado voces contra su labor al mando de la prisión del Templo de Duerghast. El capitán Picard no pretendía quedarse toda su vida allí. Cuando la guerra comenzara tendría un puesto importante en el nuevo ejército. Se rumoreaba que las tropas de la oscuridad caerían como una sombra fúnebre sobre todo Ansalon y él iba a formar parte de la élite del ejército, por supuesto que sí.
Desde luego, ese día la siesta estaba descartada.
La puerta conducía, como Ulric ya había observado, a un estrecho armario donde pudieron esconderse de la mirada vidriosa del capitán Picard. Thera inspeccionó todas y cada una de las paredes del mueble hasta que encontró una madera suelta por la que se introdujo con facilidad. Ulric la siguió a regañadientes, preguntándose a dónde iba a llevarlos todo aquello. El hueco era lo suficientemente grande para que pudieran ponerse de pie. La oscuridad era casi total. De pronto, el medallón que llevaba al cuello empezó a resplandecer con un tenue brillo.
—Thera...
—Chisst. Hay un pasillo. ¡Vamos!
El suelo se inclinaba hacia abajo, las paredes eran tan estrechas que no podían mover los brazos y el techo quedaba demasiado cerca de la cabeza de Ulric. A pesar de todo se adentraron en el oscuro pasillo que parecía llevar a las entrañas mismas de la tierra. Descendieron hasta que tropezaron con una escalera de caracol que se hundía en las profundidades del templo. Los peldaños crujían a cada paso que daban. La humedad parecía filtrarse por todas partes, rezumaba de las paredes y se concentraba en pequeños charcos calientes que hacían resbaladizo el camino. El aire estaba enrarecido, lleno de humedad evaporada que formaba nubes asfixiantes que se pegaban a su piel y se hacía difícil respirar. Sobre sus cabezas se oía el rumor de las voces de los soldados que les buscaban y sus pasos apresurados por todo el edificio. Ulric optó por desenvainar la espada, un nerviosismo creciente se estaba apoderando de él y sentía el peligro rodeándolo como una de aquellas nubes vaporosas. Thera le regañó al verlo.
—¡Ahí abajo no hay nada a lo que puedas atacar con esa espada, caballero! Esperemos que el medallón de la hechicera nos proteja.
—Ya no soy un caballero –rezongó Ulric por lo bajo mientras envainaba de nuevo la espada.
La oscuridad se hacía cada vez más profunda y sólo el leve resplandor anaranjado del medallón que llevaban en el cuello les alumbraba el camino. Ulric distinguía apenas la espalda de Thera envuelta en sombras. El ex-caballero (como ahora Thera lo llamaba con sorna) se guiaba más por el sonido que hacía la enana al caminar que por lo que veían sus ojos que parecían cubiertos por una extraña niebla.
—Thera. ¿Seguro que aquí abajo hay algo?
—El medallón resplandece ¿no? Por lo tanto quiere que bajemos por aquí. ¿Tienes miedo, ex-caballero?
Ulric no respondió. Por supuesto que tenía miedo. No estaba acostumbrado a tratar con magos, no le gustaban y desconfiaba de ellos y de sus artilugios mágicos. Si antes de comprometerse con Thera hubiera sabido para quién iban a trabajar se lo habría pensado dos veces antes de aceptar el trabajo. Pero ya era tarde. No podía incumplir la palabra dada ni dejar a Thera para que se las arreglara ella sola. ¿Por qué no podía hacerlo? Ya no era un caballero, no le debía nada a nadie, no tenía que cumplir las promesas. ¿Por qué no podía ser frío y calculador como era ella? No preocuparse por nada ni por nadie, no pensar que había jurado, una vez, defender a los débiles. Ulric sentía que necesitaba ser egoísta, necesitaba pensar en él mismo por una vez en su vida, en sus necesidades y en sus deseos. Thera ya lo había puesto antes en situaciones comprometidas y había escapado a duras penas de ellas. ¿Por qué no se marchaba de allí? Sólo tenía que darse la vuelta y volver sobre sus pasos. Encontraría la manera de salir del Templo. Volvería a las montañas, a cazar goblins, y nunca más se acercaría a enanos gruñones que lo arrastraban hasta escaleras oscuras y polvorientas en viejos templos, con las pisadas de un centenar de soldados sobre sus cabezas y quién sabe qué horrores acechando bajo sus pies.
Pero eso no era lo que sus padres le habían inculcado durante toda su vida, no eran las tradiciones con las que había crecido y que, muy dentro de él, consideraba su ideal de vida. Le había dicho a sus compañeros, a sus amigos, a su familia que él no era como ellos, que era distinto y que tenía que marcharse para descubrir quién era. ¿Y si al final resultaba que él era como todos los demás? Había deseado poder elegir, tener la fortaleza suficiente para poder elegir y no seguir el camino que le habían marcado desde pequeño. ¿Había luchado tanto por salir de allí para descubrir que lo que en realidad quería era volver?
No, —se dijo—, no quiero volver, este ambiente enrarecido me hace pensar tonterías. He dado mi palabra y tengo que cumplirla, no porque haya sido una vez un Caballero de Solamnia sino porque es mi oportunidad para adentrarme en... en el mundo de los ladrones de tumbas.
No era una comparación muy afortunada, la escalera parecía descender directamente sobre una tumba y Ulric casi podía sentir el aliento de los espíritus rozando su piel. Thera se detuvo, la escalera terminaba frente a una pared basta de ladrillo y argamasa, extraña en un lugar donde todo había sido hecho de granito negro. La enana cogió su hacha y dio pequeños golpecitos sobre la pared con el mango. Sonaba a macizo.
—Ya la hemos hecho. Dos horas bajando para nada –rezongó Ulric aunque en su interior se alegraba de poder dar marcha atrás.
—Tal vez había algo ahí que han tapado –aventuró Ulric.
—O tal vez hay una puerta secreta –replicó Thera.
La enana continuó insistiendo, dando pequeños golpecitos a cada milímetro de pared mientras Ulric se sentaba sobre los húmedos escalones e intentaba escrutar las sombras sin saber muy bien si había algo flotando en ellas. El resplandor del medallón iluminaba sólo hacia el lugar donde se dirigía su mirada y dejaba el resto del espacio envuelto en la opresiva oscuridad que los rodeaba. Sus pies tamborilearon sobre el suelo intentando reproducir una melodía popular sin que pudiera hacer nada por evitarlo. De inmediato se detuvo y se dio cuenta de lo que estaba haciendo inconscientemente. Sus pies expresaban su nerviosismo pero no era eso lo importante, ni que alguien pudiera escucharlo y reconocer el ritmo en el piso de arriba.
—Thera.
—Chissst. Estoy intentando encontrar una puerta.
Ulric dudó un momento entre dejarla buscar durante horas o contarle lo que había descubierto.
—Creo que está aquí –insistió Ulric mirando el suelo—, bajo mis pies.
Thera se volvió de un salto y observó la gastada madera que Ulric había usado como tambor, era un cuadrado de madera perfectamente encajado en el negro granito del suelo.
—¡Lo ves! ¡Hay una puerta secreta! –inmediatamente y sin esperar las quejas de Ulric, Thera agarró la argolla que sobresalía en el centro de la madera y tiró de ella con todas sus fuerzas. La pieza de madera crujió un poco y se desencajó del hueco en el que estaba incrustada. La tumba se abría bajo sus pies.
Doce altos escalones llevaban hasta lo que debía haber sido un pequeño laboratorio. Todo estaba en desorden como si todos los demonios del Abismo se hubieran desatado en la diminuta habitación. Las paredes estaban cubiertas por una sustancia viscosa y fosforescente que iluminaba tenuemente la estancia y daba reflejos fantasmales a los objetos tirados por el suelo. De las redomas derribadas habían salido líquidos que formaban charcos de extraños y nauseabundos aromas. Ulric se tapó la nariz con la mano mientras se preguntaba cómo demonios iban a encontrar la maldita cosa que buscaban entre tanta porquería. ¡Y el estado en el que estaría! Thera recogió algunos objetos pero el medallón no resplandeció reconociéndolos. Ulric observó a su alrededor, el líquido había corroído todo lo que había encontrado a su paso convirtiéndolo en una masa informe. Sobre la mesa aún quedaban algunos libros y objetos que pronto fueron desechados por la enana.
—¡Venga Ulric! ¡Muévete! ¡Que luego también querrás cobrar!
Pero Ulric se había quedado inmóvil y contemplaba paralizado cómo sobre una estantería, al fondo de la habitación, unos ojos almendrados de largas pestañas los observaban.
—¡Thera! ¡Allí! –consiguió exclamar después de un segundo. La enana no esperó a que Ulric desenvainara la espada, distinguió el brillo de los ojos en la oscuridad y dio un certero golpe a la cabeza elfa con el canto del hacha. Los ojos se cerraron con un gesto de dolor y la cabeza salió despedida desde su pedestal en la estantería y rodó por el suelo hasta pararse justo a los pies de Ulric.
El caballero intentó concentrarse en la mirada de aquellos ojos suplicantes y no mirar el ennegrecido muñón en el que se había transformado lo que indudablemente había sido la garganta de un ser vivo.
—¡Ahhhhhhhh! –Thera se abalanzó sobre la cabeza y comenzó a darle patadas como si fuera una enorme cucaracha. Hasta que las muecas de dolor del elfo fueron tan evidentes que Ulric la detuvo.
—¡Basta, Thera! –dijo con autoridad y contuvo la respiración al recoger la magullada cabeza; con cuidado, introdujo el muñón en el pedestal que lo había sostenido y lo colocó sobre la mesa.
—Es espantoso –comentó Thera, sorprendida de que Ulric pudiera vencer su repugnancia para tocar aquella cosa. El chico tenía más estómago del que parecía.
—¿Qué crees que es? –la cabeza volvió a abrir los ojos. En alguna ocasión había tenido un cuerpo, eso era evidente. Ahora era una cabeza viviente.
—No parece un fantasma –comentó Ulric—. Ni un demonio del Abismo. Si hubiera querido matarnos ha tenido oportunidad para hacerlo.
—Tal vez no pueda.
Thera se acercó y sostuvo la mirada de aquellos ojos penetrantes. Tal vez fuera un monstruo pero parecía un monstruo inteligente.
—¿Cómo te llamas, monstruo del Abismo? –preguntó la enana.
Sorprendentemente, la cabeza intentó hablar. Sus labios se movieron intentando formar palabras pero estas no salían de su garganta. Solo consiguió emitir un ronco silbido que no se parecía a ninguna de las palabras que conocían.
—No puede hablar, Thera. No tiene garganta.
—Ya veo.
—Podríamos intentar leer sus labios. –sugirió Ulric y dirigiéndose al elfo—. ¿Puedes hacerlo?
Los ojos parpadearon repetidamente y la boca se ensanchó en una sonrisa. El monstruo estaba diciendo que sí.
—No puede hablar pero evidentemente sí puede oírnos, y vernos –comentó Thera.
—A—S—T—K—A—I—N—T—E—R—O—T—H
—Astkainteroth –leyó Ulric y se volvió hacia Thera—, ese debe ser su nombre.
—He visto ese nombre antes... —Thera comenzó a coger y volver a tirar libros y pergaminos al suelo.— Ah, aquí está. Astkainteroth, Túnica negra y Señor de Duerghast, disposiciones elementales y bla, bla, bla. Era un pez gordo, Ulric. Tenemos a un pez gordo.
Ulric echó un vistazo al libro ajado que Thera sostenía en las manos.
—¿Qué pudo haberle pasado? –preguntó.
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