miércoles, 11 de mayo de 2011

Tiempos Oscuros (Libro I, Capítulo VI)

Libro I: Sanction
Capítulo 6
The room Below

El cielo de las primeras horas del amanecer tenía un aspecto más gris que de costumbre, si es que eso era posible. Los vapores sulfurosos de los Señores de la Muerte se filtraban a través de las rendijas de las ventanas permanentemente cerradas, pero el calor sofocante que llegaba con ellos no era el problema, el verdadero problema estaba en el sol. El capitán Picard se cubrió la cara con las manos en un intento de evitar que los tenues rayos de luz que conseguían atravesar el manto de nubes le hicieran daño. No era justo, intrusos en el Templo el día que tenía la mayor resaca que había sufrido en todo el año. No, no era justo.

El teniente Kellye, el oficial al mando durante su ausencia, le daba el informe de lo ocurrido aquella noche. Si no fuera por los intrusos le hubieran quedado cinco horas libres antes de reincorporarse a su puesto.

—Eran dos, capitán. Guilht pudo verlos con claridad antes de que lo golpearan. Dice que no eran mercenarios.

—Que ese estúpido no los conozca no significa que no lo sean —bufó el capitán—. Hay mucha gente nueva. ¿Quién si no se atrevería a entrar en este maldito Templo? Desde que Lord Ariakas decidió mandar aquí a todos los mercenarios que le molestaban son muchos los que han intentado entrar para rescatar a un compañero prisionero. Los intrusos buscan a alguien, de eso estoy seguro.

El capitán Picard dio un puñetazo en la mesa para reforzar su opinión. El teniente Kellye continuó con su informe.

—No hemos encontrado rastro alguno de los intrusos en los niveles inferiores, capitán. Hemos visto huellas sospechosas en distintos puntos del nivel superior que estamos investigando. Creemos que los intrusos están dando vueltas por el edificio. Es imposible que hayan salido del Templo sin que los hayamos visto.

—¿Y donde están ahora?

—Los hemos perseguido por la escalera posterior hasta que los acorralamos junto a los aposentos de Guilht pero de pronto… desaparecieron.

El capitán Picard ya conocía el lugar por el que sus oficiales pensaban que los intrusos habían escalado la muralla que rodeaba el Templo de Duerghast. Había inspeccionado la zona personalmente. Se había asomado y había apreciado la considerable altura que había hasta el suelo, las paredes de la muralla eran lisas, no había molduras ni ventanas ni nada a lo que agarrarse para escalarla. El río de lava rugía caudaloso como un foso natural alrededor del Templo.

—No pudieron subir por aquí, es imposible –había exclamado el capitán Picard sin dejar de mirar el vacío a sus pies.

—El soldado Guilht los vio subir, capitán. Está seguro de que este es el sitio por el que accedieron al Templo.

El capitán negó con la cabeza.

—Es imposible. No se puede subir por aquí. A no ser que sean magos. Sólo un mago podría hacer algo así y si después desaparecieron en el aire es porque son magos y los magos suelen hacer esas cosas. No hay otra explicación. De todas formas no estaría de más interrogar a Guilht en profundidad, por si está implicado. Llevadlo a la sala de tortura –el capitán Picard se volvió hacia su subordinado y le indicó que se reuniría con todos los oficiales en su despacho.

Fueron unos minutos de soledad hasta que los hombres invadieron la pequeña estancia y el teniente Kellye se apresuró a dar su informe. Los hombres lo miraban con cara de circunstancias, sin interrumpir al teniente ni dar una solución factible al problema. Nunca antes un intruso había conseguido burlar tanto tiempo a la Guardia del Templo de Duerghast. El capitán Picard los miró uno a uno sin decir nada. Sus hombres le habían fallado y el castigo que les impondría sería terrible, tanto como se merecían por su fatal descuido. Pero antes tenían que atrapar a los intrusos, el que lo consiguiera tendría la oportunidad de enmendar sus errores.

—No creo que hayan logrado su objetivo, fuera cual fuera –dijo el capitán con confianza levantándose de la mesa—. Posiblemente están asustados, escondidos esperando a que vuelva a hacerse de noche para intentar evitarnos. Debemos estar preparados, esta vez tenemos que cogerles. Doblad la guardia en todos los puestos y sobre todo en los accesos a las celdas de los mercenarios detenidos.

—Sí, capitán –contestaron sus oficiales antes de retirarse.

El capitán Picard los despidió con un gesto y se asomó un momento a la pequeña ventana de su despacho. Desde allí sólo veía el río de lava bajando por la ladera de la montaña. El aire cargado de azufre no le aliviaba en nada el dolor de cabeza. Cerró los ojos un instante y pensó en echarse una siestecita antes de empezar a trabajar. Se lo merecía, había llegado cinco horas antes. La voz aguda del teniente Kellye lo sacó de su adormecimiento.

—Capitán –se atrevió a decir el teniente Kellye—. Si me acompañáis, puedo enseñaros el camino que creemos que tomaron los asaltantes.

El capitán Picard asintió con la cabeza, su siesta tendría que esperar. Sin pensárselo más salió de la habitación.

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Cuando el teniente Kellye hubo desaparecido tras el capitán y la puerta estuvo de nuevo cerrada, dos figuras se atrevieron a asomar la cabeza del hueco de la chimenea en el que se habían escondido.

Estaban en una habitación pequeña, evidentemente había sido el estudio de algún clérigo del falso dios al que había estado dedicado el Templo de Duerghast y que había sido adaptada apresuradamente a las necesidades del capitán de la Guardia del Templo. Sólo así se explicaba la existencia de una chimenea que el calor permanente de Sanction impedía encender. Había restos del antiguo ocupante esparcidos por la sala, algunos libros ajados, algunas redomas sucias, un gallo disecado que se alzaba majestuoso desde una de las estanterías aunque este último también podría haber pertenecido al capitán Picard.

—Se han ido. Estupendo, aquí no nos buscarán –Thera salió de entre las sombras de la chimenea y se asomó a la ventana con disimulo, no había posibilidad de escapar por allí.

Examinó rápidamente todo lo que había a su alrededor. Los papeles se amontonaban desordenadamente en la mesa del capitán pero ninguno de ellos tenía aparentemente ningún valor. Docenas de llaves colgaban de una repisa pero era imposible saber cuáles podrían ser útiles y cuales no. La pluma y el tintero parecían ser las únicas cosas de valor que había en la habitación, al menos para ellos.

—¿Habías entrado antes en una prisión? –le preguntó Ulric que vigilaba la puerta mientras ella registraba la habitación.

—¿Como “asaltante” quieres decir? No, es la primera vez.

—Tengo la sensación de que entrar a robar en las casas tampoco es lo tuyo –comentó el caballero con sorna al ver cómo la enana se movía ruidosamente por la estancia.

—Robar es un trabajo difícil y tampoco te creas que deja tantos beneficios –contestó Thera sin darse cuenta del tono del comentario.

—Aquí no te lo discuto, pero si hubiésemos entrado en la habitación de un noble podríamos haber cogido un buen botín y sería un lugar más agradable que éste.

—¿Un botín? Posiblemente oro y joyas porque el ganado es complicado de llevarse y las joyas también son algo complicado, difíciles de vender si no se tienen buenos contactos. En Palanthas conozco a algunos artesanos que compran oro para fundirlo y hacen maravillas con las piedras pero aquí… Tendríamos suerte si consiguiéramos un comprador decente y aun así el beneficio sería reducido, no hay buenos artesanos en Sanction. Ni siquiera los herreros trabajan en condiciones.

—Supongo que las armas para el ejército las traerán de fuera.

—No lo sé. Pero ahora que lo dices deberíamos averiguarlo. El mejor negocio al que te puedes dedicar es el contrabando. Con armas nunca he trabajado pero sí con especias, se consigue un dineral en un solo viaje y apenas hay riesgos. Y el aguardiente enano también da buenos beneficios aunque es más complicado de pasar, al final termino perdiendo la mitad de la carga por el camino. Por cierto ¿Desde cuando un Caballero de Solamnia habla de robar?

Ulric se atrevió a abrir la puerta y se asomó al exterior con precaución. ¿Cómo demonios iban a salir de allí?

—Ya no soy caballero ¿recuerdas? –le contestó volviendo a meter la cabeza en la habitación.

Thera lo miró con el ceño fruncido.

—Me estabas tomando el pelo… No soy tonta. Y tú siempre serás un caballero, hagas lo que hagas, por mucho bigote que te afeites. Es tu sangre. No se puede ir en contra de la sangre.

Lo que le faltaba, acorralado dentro de una prisión y con una enana al lado dándole lecciones morales.

—¿Qué vamos a hacer? –preguntó, ignorando el comentario de la enana.

—Thera se acercó a la puerta que Ulric mantenía entreabierta.

—Lo que tenemos que hacer. Buscar esa maldita cosa. Ya sabemos donde no está. Aquí. Nos queda el resto del Templo.

—¿Y los guardias?

—Será mejor evitarlos, si descubren que estamos aquí no nos dejarán tranquilos. ¿Eso de ahí no es una puerta?

—Parece un armario.

Ulric se acercó a la estrecha puerta que le señalaba su compañera mientras ella tomaba el relevo en la entrada de la habitación. La madera se incrustaba en un saliente de la pared y no parecía tener más fondo que ese, Ulric intentó abrirlo con cuidado pero los goznes oxidados emitieron un quedo chirrido. El interior parecía estar lleno únicamente de telarañas, una intrincada red de finos hilos plateados atravesaban todo el espacio del armario.

—Sólo es un armario –comentó Ulric sin demasiadas ganas de investigar el interior del mueble.

Thera no le contestó. Parecía estar muy atenta a algo que sucedía fuera de la habitación. El rumor de unas voces que se acercaban, el sonido de unas botas que se pararon en la entrada.

—¡Cuidado Ulric! ¡Que vienen! –Thera salió corriendo y Ulric se escondió como pudo antes de que girara el pomo de la puerta y el capitán Picard, despidiendo con un gesto a su subordinado, volviera a entrar en su despacho.

Ajeno totalmente a lo que había estado sucediendo en la habitación, el capitán Picard cerró la puerta y entornó los ojos un momento, apoyándose contra ella. La búsqueda de los intrusos había resultado infructuosa, sus hombres habían registrado todas y cada una de las dependencias del Templo y no habían encontrado ni rastro de los asaltantes. Todo parecía estar como siempre y los clérigos de Takhisis a los que habían consultado afirmaban que no percibían nada extraño, según ellos ningún mago había intentado entrar en el Templo.

Delegando el mando en el teniente Kellye, el capitán Picard había decidido hacer un alto en el trabajo y volver a su despacho a descansar un rato. Allí, entre las calurosas paredes de su despacho, se sentía mejor. Era una habitación pequeña y acogedora, la única habitación que había encontrado acogedora en todo aquel maldito lugar. Los clérigos de Takhisis habían bendecido todas y cada una de las estancias pero a pesar de sus esfuerzos quedaba algo en ese Templo que no provenía de la Reina de la Oscuridad. Le habían dicho que el anterior dios al que había estado consagrado el Templo de Duerghast era un falso dios, una mentira destinada a los crédulos que no podría hacerle nada ni a él ni a sus hombres y posiblemente fuera cierto. Pero las promesas de los clérigos de Takhisis eran tan engañosas como la deidad a la que servían y nunca podía uno estar seguro de si decían la verdad o no. El capitán Picard miraba a sus hombres y los veía temblar y mirar de reojo a su alrededor como esperando que los fantasmas de los anteriores moradores del Templo aparecieran de pronto y acabaran con ellos de forma cruel y espantosa.

Habían sufrido ya algunos asaltos en otras ocasiones. Algunos mercenarios recién llegados no estaban contentos con la política de prisiones de Ariakas y habían intentado rescatar a algunos de sus compañeros sin demasiada suerte. Hasta ahora todos los intrusos habían sido neutralizados inmediatamente y llevados ante los oficiales superiores del ejército que habían dictado la sentencia adecuada a su atrevimiento. ¿Qué les sucedía a esos hombres? Alguno llegaba a probar la sala de tortura del Templo de Duerghast pero la mayoría no llegaba a entrar en sus celdas. La ejecución debía ser inmediata. Sus hombres comentaban muchas cosas pero realmente ninguno de ellos sabía nada. El capitán Picard habría podido enterarse de la suerte de esos hombres si hubiera querido gracias a sus contactos en la élite del ejército pero prefería no saber nada. Se rumoreaba que algunos eran entregados a los clérigos oscuros y a los Túnicas Negras para sus experimentos y el capitán Picard prefería no estar informado de nada que tuviera que ver con ellos. Él servía a Lord Ariakas, el general era su señor y sólo tenía que preocuparse por cumplir sus órdenes. Bastante tenía con su ocupación actual de capitán de la guardia permanente del Templo de Duerghast para preocuparse por el destino de los prisioneros que no llegaban a sus celdas.

El capitán Picard se dejó caer en su butaca, junto a la chimenea. Muchas habitaciones de ese extraño templo tenían chimeneas aunque no se utilizaban, alguien le había dicho que en realidad eran huecos de ventilación, para que el aire llegara directamente desde arriba y no subieran las emanaciones de la lava por las escasas ventanas del edificio. El capitán Picard no estaba de acuerdo, él pensaba que usaban las chimeneas para calentar las extrañas hierbas que los clérigos anteriores empleaban en el culto al falso dios. El olor aún perduraba en las paredes y tal vez era lo que molestaba a sus sentidos. Lo que le sugería la presencia de alguien que no pertenecía al culto a Takhisis.

Aquel día le dolía terriblemente la cabeza y toda la culpa no podía achacársela a lo poco que había dormido. Se atusó las plateadas sienes y puso su mano en la amplia frente que se continuaba en una calva cada vez más pronunciada. No debería haberse pasado por la taberna la noche anterior; no sabiendo que tendría que levantarse temprano, que no podría pasarse la mañana durmiendo cómodamente en su litera, sabiendo que los efectos de la resaca siempre le duraban demasiado. El capitán Picard echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

Era como si un millar de enanos martillearan dentro de su cabeza. Oía las voces de sus hombres a lo lejos, sumergidas en aquel desagradable ruido que no pararía hasta que durmiera un poco. Martillos enanos, botas enanas corriendo por encima de su cabeza, incrustando enorme clavos en su frente desnuda. Pasos de botas enanas corriendo a su alrededor. Abrió los ojos de pronto y le pareció ver a uno de aquellos malditos enanos desaparecer entre las sombras. El aguardiente de la noche anterior había sido demasiado fuerte, por una vez el tabernero no le había timado.

Unos golpes en la puerta lo sacaron de su estupor. Se había incorporado ya cuando el joven teniente Kellye entró en la habitación.

—Capitán. Ha llegado el clérigo elfo. ¿Lo dejo entrar o le digo que tenemos intrusos en el Templo?

El capitán Picard dudó un momento.

—Hazle esperar un momento. Quiero que sitúes guardias en todo el recorrido y que alguien lo acompañe discretamente, no quiero problemas.

Lo normal hubiera sido negarle la entrada en el Templo hasta que todo el asunto de los intrusos se hubiera solucionado. No sabía quienes podrían ser ni qué pretendían. Si un clérigo de Takhisis corría peligro en un lugar que él custodiaba ya podía darse por degradado o algo peor. Pero no dejarle entrar significaba que todos se enterarían de que algo andaba mal y eso tampoco era conveniente. Ya se habían alzado voces contra su labor al mando de la prisión del Templo de Duerghast. El capitán Picard no pretendía quedarse toda su vida allí. Cuando la guerra comenzara tendría un puesto importante en el nuevo ejército. Se rumoreaba que las tropas de la oscuridad caerían como una sombra fúnebre sobre todo Ansalon y él iba a formar parte de la élite del ejército, por supuesto que sí.

Desde luego, ese día la siesta estaba descartada.

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La puerta conducía, como Ulric ya había observado, a un estrecho armario donde pudieron esconderse de la mirada vidriosa del capitán Picard. Thera inspeccionó todas y cada una de las paredes del mueble hasta que encontró una madera suelta por la que se introdujo con facilidad. Ulric la siguió a regañadientes, preguntándose a dónde iba a llevarlos todo aquello. El hueco era lo suficientemente grande para que pudieran ponerse de pie. La oscuridad era casi total. De pronto, el medallón que llevaba al cuello empezó a resplandecer con un tenue brillo.

—Thera...

—Chisst. Hay un pasillo. ¡Vamos!

El suelo se inclinaba hacia abajo, las paredes eran tan estrechas que no podían mover los brazos y el techo quedaba demasiado cerca de la cabeza de Ulric. A pesar de todo se adentraron en el oscuro pasillo que parecía llevar a las entrañas mismas de la tierra. Descendieron hasta que tropezaron con una escalera de caracol que se hundía en las profundidades del templo. Los peldaños crujían a cada paso que daban. La humedad parecía filtrarse por todas partes, rezumaba de las paredes y se concentraba en pequeños charcos calientes que hacían resbaladizo el camino. El aire estaba enrarecido, lleno de humedad evaporada que formaba nubes asfixiantes que se pegaban a su piel y se hacía difícil respirar. Sobre sus cabezas se oía el rumor de las voces de los soldados que les buscaban y sus pasos apresurados por todo el edificio. Ulric optó por desenvainar la espada, un nerviosismo creciente se estaba apoderando de él y sentía el peligro rodeándolo como una de aquellas nubes vaporosas. Thera le regañó al verlo.

—¡Ahí abajo no hay nada a lo que puedas atacar con esa espada, caballero! Esperemos que el medallón de la hechicera nos proteja.

—Ya no soy un caballero –rezongó Ulric por lo bajo mientras envainaba de nuevo la espada.

La oscuridad se hacía cada vez más profunda y sólo el leve resplandor anaranjado del medallón que llevaban en el cuello les alumbraba el camino. Ulric distinguía apenas la espalda de Thera envuelta en sombras. El ex-caballero (como ahora Thera lo llamaba con sorna) se guiaba más por el sonido que hacía la enana al caminar que por lo que veían sus ojos que parecían cubiertos por una extraña niebla.

—Thera. ¿Seguro que aquí abajo hay algo?

—El medallón resplandece ¿no? Por lo tanto quiere que bajemos por aquí. ¿Tienes miedo, ex-caballero?

Ulric no respondió. Por supuesto que tenía miedo. No estaba acostumbrado a tratar con magos, no le gustaban y desconfiaba de ellos y de sus artilugios mágicos. Si antes de comprometerse con Thera hubiera sabido para quién iban a trabajar se lo habría pensado dos veces antes de aceptar el trabajo. Pero ya era tarde. No podía incumplir la palabra dada ni dejar a Thera para que se las arreglara ella sola. ¿Por qué no podía hacerlo? Ya no era un caballero, no le debía nada a nadie, no tenía que cumplir las promesas. ¿Por qué no podía ser frío y calculador como era ella? No preocuparse por nada ni por nadie, no pensar que había jurado, una vez, defender a los débiles. Ulric sentía que necesitaba ser egoísta, necesitaba pensar en él mismo por una vez en su vida, en sus necesidades y en sus deseos. Thera ya lo había puesto antes en situaciones comprometidas y había escapado a duras penas de ellas. ¿Por qué no se marchaba de allí? Sólo tenía que darse la vuelta y volver sobre sus pasos. Encontraría la manera de salir del Templo. Volvería a las montañas, a cazar goblins, y nunca más se acercaría a enanos gruñones que lo arrastraban hasta escaleras oscuras y polvorientas en viejos templos, con las pisadas de un centenar de soldados sobre sus cabezas y quién sabe qué horrores acechando bajo sus pies.

Pero eso no era lo que sus padres le habían inculcado durante toda su vida, no eran las tradiciones con las que había crecido y que, muy dentro de él, consideraba su ideal de vida. Le había dicho a sus compañeros, a sus amigos, a su familia que él no era como ellos, que era distinto y que tenía que marcharse para descubrir quién era. ¿Y si al final resultaba que él era como todos los demás? Había deseado poder elegir, tener la fortaleza suficiente para poder elegir y no seguir el camino que le habían marcado desde pequeño. ¿Había luchado tanto por salir de allí para descubrir que lo que en realidad quería era volver?

No, —se dijo—, no quiero volver, este ambiente enrarecido me hace pensar tonterías. He dado mi palabra y tengo que cumplirla, no porque haya sido una vez un Caballero de Solamnia sino porque es mi oportunidad para adentrarme en... en el mundo de los ladrones de tumbas.

No era una comparación muy afortunada, la escalera parecía descender directamente sobre una tumba y Ulric casi podía sentir el aliento de los espíritus rozando su piel. Thera se detuvo, la escalera terminaba frente a una pared basta de ladrillo y argamasa, extraña en un lugar donde todo había sido hecho de granito negro. La enana cogió su hacha y dio pequeños golpecitos sobre la pared con el mango. Sonaba a macizo.

—Ya la hemos hecho. Dos horas bajando para nada –rezongó Ulric aunque en su interior se alegraba de poder dar marcha atrás.
—Los humanos sois muy torpes construyendo –comentó Thera mientras inspeccionaba la pared de ladrillo—, pero no tanto como para perder el tiempo construyendo una escalera que no lleva a ningún sitio.

—Tal vez había algo ahí que han tapado –aventuró Ulric.

—O tal vez hay una puerta secreta –replicó Thera.

La enana continuó insistiendo, dando pequeños golpecitos a cada milímetro de pared mientras Ulric se sentaba sobre los húmedos escalones e intentaba escrutar las sombras sin saber muy bien si había algo flotando en ellas. El resplandor del medallón iluminaba sólo hacia el lugar donde se dirigía su mirada y dejaba el resto del espacio envuelto en la opresiva oscuridad que los rodeaba. Sus pies tamborilearon sobre el suelo intentando reproducir una melodía popular sin que pudiera hacer nada por evitarlo. De inmediato se detuvo y se dio cuenta de lo que estaba haciendo inconscientemente. Sus pies expresaban su nerviosismo pero no era eso lo importante, ni que alguien pudiera escucharlo y reconocer el ritmo en el piso de arriba.

—Thera.

—Chissst. Estoy intentando encontrar una puerta.

Ulric dudó un momento entre dejarla buscar durante horas o contarle lo que había descubierto.

—Creo que está aquí –insistió Ulric mirando el suelo—, bajo mis pies.

Thera se volvió de un salto y observó la gastada madera que Ulric había usado como tambor, era un cuadrado de madera perfectamente encajado en el negro granito del suelo.

—¡Lo ves! ¡Hay una puerta secreta! –inmediatamente y sin esperar las quejas de Ulric, Thera agarró la argolla que sobresalía en el centro de la madera y tiró de ella con todas sus fuerzas. La pieza de madera crujió un poco y se desencajó del hueco en el que estaba incrustada. La tumba se abría bajo sus pies.

Doce altos escalones llevaban hasta lo que debía haber sido un pequeño laboratorio. Todo estaba en desorden como si todos los demonios del Abismo se hubieran desatado en la diminuta habitación. Las paredes estaban cubiertas por una sustancia viscosa y fosforescente que iluminaba tenuemente la estancia y daba reflejos fantasmales a los objetos tirados por el suelo. De las redomas derribadas habían salido líquidos que formaban charcos de extraños y nauseabundos aromas. Ulric se tapó la nariz con la mano mientras se preguntaba cómo demonios iban a encontrar la maldita cosa que buscaban entre tanta porquería. ¡Y el estado en el que estaría! Thera recogió algunos objetos pero el medallón no resplandeció reconociéndolos. Ulric observó a su alrededor, el líquido había corroído todo lo que había encontrado a su paso convirtiéndolo en una masa informe. Sobre la mesa aún quedaban algunos libros y objetos que pronto fueron desechados por la enana.

—¡Venga Ulric! ¡Muévete! ¡Que luego también querrás cobrar!

Pero Ulric se había quedado inmóvil y contemplaba paralizado cómo sobre una estantería, al fondo de la habitación, unos ojos almendrados de largas pestañas los observaban.

—¡Thera! ¡Allí! –consiguió exclamar después de un segundo. La enana no esperó a que Ulric desenvainara la espada, distinguió el brillo de los ojos en la oscuridad y dio un certero golpe a la cabeza elfa con el canto del hacha. Los ojos se cerraron con un gesto de dolor y la cabeza salió despedida desde su pedestal en la estantería y rodó por el suelo hasta pararse justo a los pies de Ulric.

El caballero intentó concentrarse en la mirada de aquellos ojos suplicantes y no mirar el ennegrecido muñón en el que se había transformado lo que indudablemente había sido la garganta de un ser vivo.

—¡Ahhhhhhhh! –Thera se abalanzó sobre la cabeza y comenzó a darle patadas como si fuera una enorme cucaracha. Hasta que las muecas de dolor del elfo fueron tan evidentes que Ulric la detuvo.

—¡Basta, Thera! –dijo con autoridad y contuvo la respiración al recoger la magullada cabeza; con cuidado, introdujo el muñón en el pedestal que lo había sostenido y lo colocó sobre la mesa.

—Es espantoso –comentó Thera, sorprendida de que Ulric pudiera vencer su repugnancia para tocar aquella cosa. El chico tenía más estómago del que parecía.

—¿Qué crees que es? –la cabeza volvió a abrir los ojos. En alguna ocasión había tenido un cuerpo, eso era evidente. Ahora era una cabeza viviente.

—No parece un fantasma –comentó Ulric—. Ni un demonio del Abismo. Si hubiera querido matarnos ha tenido oportunidad para hacerlo.

—Tal vez no pueda.

Thera se acercó y sostuvo la mirada de aquellos ojos penetrantes. Tal vez fuera un monstruo pero parecía un monstruo inteligente.

—¿Cómo te llamas, monstruo del Abismo? –preguntó la enana.

Sorprendentemente, la cabeza intentó hablar. Sus labios se movieron intentando formar palabras pero estas no salían de su garganta. Solo consiguió emitir un ronco silbido que no se parecía a ninguna de las palabras que conocían.

—No puede hablar, Thera. No tiene garganta.

—Ya veo.

—Podríamos intentar leer sus labios. –sugirió Ulric y dirigiéndose al elfo—. ¿Puedes hacerlo?

Los ojos parpadearon repetidamente y la boca se ensanchó en una sonrisa. El monstruo estaba diciendo que sí.

—No puede hablar pero evidentemente sí puede oírnos, y vernos –comentó Thera.

—A—S—T—K—A—I—N—T—E—R—O—T—H

—Astkainteroth –leyó Ulric y se volvió hacia Thera—, ese debe ser su nombre.

—He visto ese nombre antes... —Thera comenzó a coger y volver a tirar libros y pergaminos al suelo.— Ah, aquí está. Astkainteroth, Túnica negra y Señor de Duerghast, disposiciones elementales y bla, bla, bla. Era un pez gordo, Ulric. Tenemos a un pez gordo.

Ulric echó un vistazo al libro ajado que Thera sostenía en las manos.

—¿Qué pudo haberle pasado? –preguntó.

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