Libro I: Sanction
Capitulo 10
Gutter hearts
Aquella tarde las antorchas humeaban más que nunca en el húmedo atardecer de Sanction. Entre la soldadesca que frecuentaba las tabernas habitualmente, había ese día un centenar de nuevos individuos recién llegados de los más recónditos rincones de Ansalon, atraídos por las promesas de un nuevo y poderoso ejército que se preparaba para iniciar campaña y dispuestos a unirse a él. Todos ellos habían sido aceptados en las filas de Ariakas, posiblemente no todos llegarían a formar parte de un ejército que se pretendía imbatible pero eran imprescindibles muchos hombres para que al menos una parte de ellos llegara con vida a la guerra.
La lluvia era extraña en Sanction, a pesar de su eterno cielo gris las gotas de lluvia no llegaban a caer al suelo. El calor las evaporaba antes de que se precipitaran sobre las calles de la ciudad y refrescaran el sofocante ambiente. A Kráteros no le importaba. Disfrutaba con ese calor asfixiante tanto como habría disfrutado con las frías gotas de lluvia. Exactamente igual a como había disfrutado con la victoria obtenida sobre su enemigo.
Había sido una pelea extraña. Se habían encontrado en la puerta de la taberna, el Tuerto todavía estaba completamente sobrio, Kráteros acababa de tomar la primera copa y se estaba debatiendo entre marcharse a casa o seguir bebiendo toda la noche. ¿Quién había empezado? Kráteros no estaba seguro. Los gritos y el ambiente sofocante nublaban sus recuerdos. Sólo recordaba haber pisado el charco pegajoso de la sangre del Tuerto.
Después de la pelea el tiempo pareció aminorar su ritmo, Kráteros se dejó llevar a hombros por una pandilla de borrachos que lo aclamaban como a un héroe y levantó sus fornidos brazos hacia el cielo encapotado saludando a los habitantes de la ciudad con los que se cruzaban, inmerso en la euforia de una victoria que todavía no terminaba de digerir.
Kráteros se bañó en la euforia igual que un rato antes se había bañado en la sangre de su oponente. La pelea había sido dura, cruel, despiadada y terrible; una auténtica carnicería de la que Kráteros exhibía las muestras en forma de líneas de sangre que habían cruzado su piel y que, cuando se le hubieran aplicado los ungüentos necesarios y el paso del tiempo hubiera seguido su curso se convertirían en orgullosas cicatrices en las que se leería su victoria sobre sus enemigos. Había otra posibilidad, acudir a uno de los clérigos oscuros que caminaban como sombras negras por la ciudad, ellos podrían rezar a la Reina Oscura y el dolor desaparecía como por arte de magia, la sangre dejaría de manar, la piel se cerraría como si el corte nunca hubiera existido. Kráteros había visto a los clérigos curar heridas terribles con el poder que Takhisis les otorgaba pero nunca se acercaría a ellos para que le aliviaran las cicatrices que prefería mostrar orgulloso, como si las hubiera recibido en una batalla en vez de en una reyerta de taberna.
—Yo elegí estar aquí –pensó Kráteros—, elegí esta profesión peligrosa y sé que puedo jugarme la vida en cada batalla en la que participe. Una batalla es una lucha entre dos hombres que pueden pagar a un ejército para que luchen por ellos. Una batalla es cuando un hombre lucha contra otro porque no pueden pagar a nadie que luche por él. Yo he librado mi batalla esta tarde, una batalla por la que no me han pagado porque ha sido mi guerra. Y he ganado.
Algún día podía perder, algún día su contrincante sería más fuerte que él y lo vencería pero en realidad eso le daba igual. Ahora la batalla era su profesión y la muerte su señora. Kráteros sentía a veces que la muerte era una compañera y que ni siquiera esos clérigos que presumían de devolver la vida a los muertos podían entender su relación con ella. La muerte era su amiga, le susurraba al oído los amantes que quería tener y él tenía que luchar para proporcionárselos. Su amiga la muerte no tenía nada que ver con Chemosh, el señor de los muertos. Kráteros no podía identificar al cruel señor de los muertos vivientes con la amiga silenciosa que le aconsejaba por las noches, indicándole el camino a seguir. Nunca se le ocurrió a Kráteros que la compañera que tanto apreciaba no fuera la muerte sino la vida, que el instinto de supervivencia era el que le ayudaba a continuar, que en sus noches más depresivas era la vida la que se había agarrado a su alma con fuerza y no había querido soltarlo.
El cadáver del Tuerto, ajado como un viejo muñeco de trapo, permaneció tendido sobre los sucios adoquines de la calle, delante de la vieja taberna cuyas paredes habían contemplado la pelea. Nadie se había ocupado de retirar el cadáver discretamente antes de que empezara a oler mal, nadie había limpiado las manchas de sangre que habían salpicado el pavimento. El tabernero, tal vez, si las moscas empezaban a ser excesivamente molestas, lo apartaría hacia un rincón de la callejuela, tan lejos como fuera necesario para que no le molestara. Al final terminaría devorado por los perros sarnosos o tal vez por goblins u ogros a los que no les molestara la carne un poco pasada. El espectáculo ha terminado y los hombres que entran en la taberna no saben nada de la pelea que ha tenido lugar, tal vez alguno de ellos haga un comentario casual y alguien note el suelo pegajoso a causa de la sangre coagulada que nadie ha limpiado pero no dirán nada al tabernero. La sangre terminará por resecarse y unirse al resto de manchas descoloridas que pueblan el establecimiento, todo es completamente normal.
Kráteros no volvió a entrar en la taberna, ni en ninguna otra. Cuando al fin los casuales espectadores de la improvisada pelea lo dejaron solo en medio de una plaza Kráteros no los siguió en su peregrinaje hacia otra taberna de mala fama. Esperó pacientemente a que todos se hubieran marchado y se sentó en el quicio de un portal, en las sombras de una oscura callejuela. Las cosas se veían distintas después de la euforia de la victoria y ante sus ojos se desplegaba un espectáculo que no tenía nada de digno. Las heridas de sus brazos le escocían y no eran muy diferentes de las marcas que conservaba de sus tiempos de esclavo. El Tuerto, su gran rival, estaría siendo pisoteado en medio de la calle, o tal vez recogido y arrojado a uno de los ríos de lava que cruzaban la ciudad como si fuera un saco de patatas. Nadie reclamaría su cadáver, nadie lo echaría de menos. Greben y su amigo ya habrían buscado a otro forzudo para sustituirle en su negocio de apuestas. Tal vez su comandante notara su hueco en la fila de su unidad pero no recordaría el nombre del soldado que faltaba ni le importaría si había muerto o desertado. ¿Cómo se llamaba el Tuerto? Kráteros no lo sabía, nadie se lo había dicho, él no lo había preguntado. Había matado a un hombre sin saber su nombre. Eso era la guerra. Pero no estaba en medio de una batalla. ¿O sí lo estaba?
La sangre era imposible de limpiar, se adhería a todas partes y se extendía como las manchas de óxido. En Sanction había sangre reseca por todas partes, en todos los locales de la ciudad, en todas las calles. En los barcos amarrados en el puerto y en las ropas de la mayoría de los ciudadanos. El olor a sangre coagulada lo impregnaba todo, se mezclaba con el olor a azufre que desprendían los Señores de la Muerte formando un perfume dulzón y amargo. Los ríos de lava eran como venas llenas de sangre derramada recorriendo la ciudad.
El hedor de la sangre derramada se volvía insoportable pasados unos días pero a pesar de eso nadie hacía nada para intentar limpiarla, era horrible ver cómo la sangre se volvía cada vez más oscura y fétida, la sangre debería estar siempre fresca y nueva, como vertida en el mismo instante en que se la contemplaba.
Allí, desde la distancia que lo separaba de la próxima taberna, los parduscos charcos de sangre se veían como pequeñas manchas de color marrón oscuro, como tierra mojada después de la lluvia. Desde aquella distancia, las personas que entraban y salían se veían como diminutos puntos oscuros que se movían rápidamente, las espadas que llevaban colgadas al cinto aparecían diminutas ante sus ojos. A veces alguien la desenvainaba. Un alfiler clavándose en el torso de un muñeco de tela.
—No puedo más —pensó Kráteros—. Simplemente no puedo más.
Dirigió su mirada al cielo encapotado, preguntándose si Takhisis contemplaba todo aquel desorden con ojos complacidos y disfrutaba con él o si realmente se revolvía furiosa ante aquel despilfarro de sangre.
—Señor ¿me dejáis pasar? —una anciana con un enorme fardo de leña al hombro intentaba atravesar el portal en el que Kráteros había intentado ocultarse de sus fantasmas. El soldado se levantó inmediatamente y dejo pasar a la anciana.
—Sí, por supuesto. Ya me iba.
Kráteros podría haber decidido quedarse allí contemplando las últimas luces del atardecer, la anciana no se habría atrevido a impedírselo pero se había quedado detrás de él, cargada con el fardo de leña, mirándolo con una mezcla de curiosidad y burla que Kráteros simplemente no soportaba así que se levantó y se alejó apresuradamente por la oscura calleja antes de que la anciana, sonriendo, murmurara para sí mientras cerraba la puerta: Otro borracho.
Resistió la tentación de acercarse a la concurrida taberna que veía a lo lejos, pero sus pasos apresurados no se dirigieron a su austera habitación, no quería encerrarse entre aquellas agobiantes paredes de adobe esa noche, tenía que seguir en las calles, recorrerlas, buscar la soledad en medio de la gente que lo rodearía como todas las noches, mirándole sin conocerle. Hablándole pero sin oírle. Riéndose a su lado sin notar que sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—Podría marcharme, salir de aquí de una vez. Abandonar esta ciudad maldita y empezar una nueva vida en otro lugar. Podría hacerlo... ¿Y qué haría? No sé hacer nada, no sé vivir. Lo único que sé hacer bien es matar. Podría convertirme en asesino pero no es muy distinto de ser soldado, mi vida no cambiaría. Sería peor porque ahora al menos sé que las personas a las que me enfrentaré en el campo de batalla son conscientes de que pueden morir a mis manos y están dispuestas a aceptar el riesgo. No me odian cuando mi espada las atraviesa y yo no los odiaré si son sus espadas las que atraviesan mi cuerpo. No quiero volver a asesinar por la espalda. Ya no tengo amos caprichosos que me obliguen a hacerlo.
Kráteros buscó calles solitarias en las que adentrarse sin tropezarse con nadie pero conforme avanzaba la tarde las calles se iban llenando de más y más gente, evitó las tabernas más concurridas pero la gente se agolpaba en las calles como si estuviera dentro de ellas. Paseó durante horas hasta que llegó al sitio que había estado presente en sus pensamientos desde el principio.
—Si hubiera aceptado la oferta de Thera hubiera conseguido suficiente dinero para comprar una pequeña granja o una taberna, o tal vez una herrería. Tengo fuerza suficiente para ser herrero. ¡Qué estupidez! Soñando con fabricar argollas para los esclavos... ¿Y qué se yo de cuentas, de tratar con clientes, de labrar la tierra? Y de todas formas estaría solo, seguiría estando solo. Vaya donde vaya, haga lo que haga no puedo huir de mí mismo.
Se detuvo cuando llegó hasta las enormes puertas de hierro. El Templo de Duerghast tenía dos puertas, nunca estaban abiertas al mismo tiempo. En una de ellas un clérigo de oscura túnica hablaba con los soldados que la custodiaban y les señalaba vehementemente el interior del templo. La otra permanecía cerrada, dos soldados hacían guardia frente a ella, más interesados en la conversación que el clérigo mantenía con sus compañeros que en custodiar las pesadas puertas.
—Buenas tardes.
El soldado saludó a Kráteros reconociéndole inmediatamente, había sido uno de los jóvenes que Greben le había presentado la tarde anterior y el prestigio del antiguo esclavo era tan grande entre los soldados como lo había sido en la mansión de su antiguo amo. Kráteros no conocía a nadie y Greben, a pesar de que llevaba menos tiempo en el ejército que él, conocía a todo el mundo. Kráteros no hablaba con nadie y Greben hablaba con todo el mundo.
—Buenas tardes —Kráteros saludó al soldado amigablemente. Si hubiera aceptado la oferta de Thera ahora no estaría allí, la noche anterior habría atravesado aquellos muros y habría entrado en el sombrío edificio que ahora se cernía sobre él, habría dejado su vida atrás y la pelea de esa tarde jamás se habría producido. La mirada del soldado se desviaba hacia la otra puerta y Kráteros sintió curiosidad.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Uf, Anoche entraron intrusos en el templo —contestó el soldado—, magos perversos y poderosos. Aún no han conseguido atraparlos.
—Menos mal que a nosotros nos ha tocado aquí fuera —añadió el otro soldado.
—Vaya —se lamentó Kráteros—, entonces no podréis dejar vuestra guardia un rato y acercaros conmigo a ver la última apuesta de Greben.
Los soldados se miraron. El capitán Picard estaba muy entretenido con los intrusos...
—Lo siento chico, no debemos, estamos de guardia —dijo el soldado de más edad.
—Claro que podríamos ir a ver si alguien puede cubrirnos un rato, después de todo los magos no van a intentar salir por la puerta —comentó el otro—. ¿Por qué no vas a preguntar a Brima si nos cubre?
El soldado veterano dudó un momento, miró de nuevo a la otra puerta donde el clérigo oscuro aún discutía con los guardias y tiró del mecanismo que abría la puerta.
—Ahora vuelvo.
—Os esperamos aquí —contestó Kráteros.
—¡Será capullo! ¡Pues no está de cháchara con los soldados en vez de intentar ayudarnos!
—¿Quién es?
—Es Kráteros, un viejo amigo. Bueno. ERA un viejo amigo.
—El soldado ha dejado la puerta abierta. Tal vez sería un buen momento para salir de aquí.
—Y darle una buena paliza a ese imbécil.
Thera y Ulric estaban escondidos detrás de un enorme saco de harina que alguien había dejado cerca de la puerta, esperando una oportunidad para salir del templo. Dejaron pasar al soldado que se dirigía con pasos apresurados al interior del edificio central y corrieron hacia la puerta entreabierta.
Kráteros estaba de espaldas a ellos y la raída capa que llevaba sobre los hombros estaba abierta en toda su longitud, como si supiera que había algo detrás de él que era preferible ocultar. Al llegar a su altura, Thera desenfundó el hacha con la intención de darle un buen susto pero Kráteros estaba preparado e instintivamente se apartó a un lado para esquivar el golpe, arrastrando consigo al soldado que cayó al suelo.
—¡Thera, qué sorpresa! ¿No habíamos quedado en vernos en la taberna? —exclamó Kráteros poniéndose en pie de un salto—. ¿Quién es tu amigo?
—Sir Ulric uth Winfrend, excaballero de Solamnia y mi nuevo socio. Kráteros es exesclavo —presentó la enana mientras se guardaba el hacha y escondía el medallón de la hechicera debajo de su camisa para que el guardia, que ya se había levantado, no lo viera. Se encontraban en la calle y, aunque Ulric parecía deseoso de echar a correr antes de que el soldado cayera en la cuenta de que no venían de la calle sino del interior del templo, Thera no parecía tener ninguna prisa.
—Encantando de conoceros, Sir Ulric —saludó Kráteros—. Thera me ha hablado mucho de usted.
—Sí, esto... ¿No sería mejor que nos fuéramos?
—Mi compañero ha ido a ver si alguien puede sustituirnos para ir a ver a Greben —dijo el soldado.
—Creo que Ulric se refiere a que a lo mejor no deberíamos estar hablando con alguien que está de servicio —comentó Thera.
—Oh, no os preocupéis, los superiores de estos chicos están hoy muy ocupados buscando a unos magos que se introdujeron anoche en el templo, ni se darán cuenta de nuestra presencia, incluso creo que si os venís con nosotros tampoco se darán cuenta —replicó Kráteros mirando al joven soldado.
—La verdad, creo que prefiero no arriesgarme —contesto éste.
—Sí, claro, y hace bien —Thera miró de reojo al clérigo oscuro que seguía señalando el interior del templo—. Pero creo que Ulric tiene razón, sería mejor que nos fuéramos. ¡Vamos, Kráteros, ya os veréis cuando el niño termine su turno!
Kráteros se dejó arrastrar por Thera sin oponer resistencia. Se introdujeron en una de las calles que llevaban hacia el puerto y se perdieron entre el laberinto de chabolas que formaban el centro de Sanction.
—¿Sabéis algo de esos magos que están buscando? —preguntó Kráteros cuando el paso de sus compañeros se hizo más lento.
Thera miró de reojo el fardo que Ulric llevaba consigo.
—Sí, bueno. Es una larga historia.
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Empezaba a oscurecer cuando Velien enjugó su llanto. La habitación se había llenado de sombras y él se agazapaba bajo la más oscura de ellas; encogido sobre sí mismo en posición fetal, rodeándose el cuerpo con los brazos y ocultando el húmedo rostro de la curiosidad ajena. Después de abandonar el maldito Templo de Duerghast sin haber conseguido que los soldados de la puerta le hicieran caso había echado a correr y no había parado hasta llegar a su habitación y ocultarse en el rincón para llorar amargamente lágrimas de frustración y miedo.
No buscó el consuelo de la diosa a la que servía en esos momentos duros, no quiso recriminarle la dura prueba que había tenido que soportar ni escuchar la burla cruel que le inspiraría su comportamiento. Velien sólo quería desahogarse, expulsar el nerviosismo que lo hacía temblar como una hoja envuelto en llanto.
No tenía nada que recriminarse, se decía a sí mismo, había intentado hablar con los guardianes de la puerta del templo, había intentado obligarles a que corrieran en pos de los intrusos y acabaran con ellos. No era culpa suya que no lo hubieran escuchado, que sus amenazas no hubieran sido tomadas en serio. Podría haber hecho algo más, haber luchado contra ellos, haber llamado al poder de la Reina Oscura para vengarse de su desprecio y dejarlos sucumbir ante su magnificencia.
Pero enfrentarse a alguien no era tan sencillo.
Velien nunca había tenido que enfrentarse a nada en su vida, su infancia y primera juventud habían sido años tranquilos en el interior del hogar paterno, cuando cada rayo de sol y cada hoja de los árboles le recordaban la infinita belleza de la naturaleza y la vida. Su vida entonces no estaba dirigida por ningún dios, los dioses habían abandonado el mundo y estaban solos, tenían que arreglárselas solos.
Velien nunca lo había creído del todo, el joven elfo había buscado vestigios de los dioses en aquellos bosques de su infancia. Las historias sobre E’li y Astra le parecían falsas y llenas de mentiras y a pesar de su búsqueda nunca sintió el aliento de los dioses en su oído. Sin embargo, un día oyó una voz melodiosa que le prometió respuestas, un dulce canto en su oído que supo al instante que provenía de la voz de un dios. No habló con nadie de ello, era su descubrimiento y quería que fuera solo para él. Eso complació a la diosa que lo conminó a viajar a Sanction. Velien no lo dudó un instante y se marchó de sus amados bosques sin despedirse de nadie. Lo dejó todo por cumplir los deseos de su diosa y nunca se había arrepentido de ello.
Sus primeros meses en la ciudad habían sido agradables. El contacto con seres de otras razas que tanto le había repugnado al principio no había sido tan terrible como imaginaba en sus peores pesadillas y precisamente en un ser de otra raza, en un humano, Marus, había encontrado la amistad y la confianza que le habían faltado entre sus compatriotas elfos. La vida de Velien había sido una sucesión de plegarias y tranquilidad, de deseos hechos realidad al momento, sus ojos almendrados destilaban una paz que tranquilizaba los corazones de los que lo miraban y translucían el poder de una diosa verdadera detrás de ellos. Pero esa paz que tanto lo consolaba en los momentos tristes había desaparecido en el mismo momento en que puso sus manos sobre aquellas criaturas malditas.
Con aquellos seres se terminó su paz, su serenidad, su compostura. La túnica negra que lucía orgulloso se había llenado de vergüenza y oprobio. Todos sus actos habían resultado ser nefastos y equivocados. Acumulaba error tras error hasta que la montaña de errores se había desmoronado sobre su cabeza.
¿Qué otro mal podría ocurrirle ahora? Se lo merecía, se merecía cualquier castigo que ella quisiera imponerle, su diosa tenía que estar furiosa por sus errores, por su incapacidad de reaccionar como hubiera debido pero Velien no se atrevía a intentar la comunión con ella, no quería escuchar sus reproches y, aunque lo deseaba, sus manos no acariciaron la negra superficie del medallón que llevaba colgado al cuello, sus plegarias no se volvieron hacia su diosa.
Tenía que tomar una decisión y actuar, tenía que tomarla él solo y demostrarle a Su Oscura Majestad que merecía toda la confianza que había puesto en él. La enana estaba esperando una respuesta y en sus manos estaba cambiar el destino del mundo. Pero no podía hacerlo, no podía tomar una decisión, no era capaz de aceptar la responsabilidad que eso significaba. Sólo podía derramar lágrimas de pesar que resbalaban por sus mejillas ardientes como los ríos de lava que corrían por la ciudad.
Era noche cerrada cuando consiguió serenarse, cuando sus lágrimas se secaron y su cuerpo entumecido se relajó. Se levantó de su incómoda postura y encendió una vela, sus manos sostuvieron con delicadeza el medallón que tanto significaba para él, el dragón de cinco cabezas parecía mirarlo con simpatía, como si le estuviera diciendo que estaba dispuesta a darle otra oportunidad. Estaba bien, estaba a salvo. Estaba en el hogar de su diosa, allí nada malo podía sucederle mientras ella sonriera para él. El peligro que esa hechicera desconocida representaba era una sombra nefasta que se cernía sobre ellos pero en sus manos estaba el poder para detenerla, tal vez no la sabiduría, ni la presencia de ánimo, ni siquiera el valor pero sí el poder, la posibilidad. No podía quedarse tumbado en su habitación lamentándose por su suerte, tenía que actuar y, si no era capaz de tomar decisiones él solo pediría ayuda a sus mayores. Marus le aconsejaría, lo ayudaría a buscar en su interior la respuesta que él no conseguía encontrar. Iría a verle inmediatamente.
Velien no se detuvo a pensar en la hora que era, necesitaba que el consejo fuera inmediato, antes de que tuviera tiempo de pensarlo mejor y arrepentirse de su decisión. Caminó deprisa por los amplios pasillos del Templo de Luerkhisis y no se sorprendió por la cantidad de gente que se cruzaba en su camino a horas tan altas de la noche, casi todos iban en su misma dirección y caminaban cabizbajos, sin hablar, mirando a su alrededor con suspicacia. La puerta de la habitación de Marus estaba llena de gente y el joven acólito que ahora lo servía les pedía amablemente que se marcharan, cuando vio acercarse a Velien la cara del joven humano se puso roja. En sus ojos se leía que hubiera deseado impedirle pasar pero que no tenía coraje para hacerlo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Velien con un hilo de voz, entrando en la habitación sin pedir permiso.
El joven le siguió y cerró la puerta tras él. Había muchos sacerdotes en la estancia, Marus estaba en su cama, tumbado boca arriba, con los ojos piadosamente cerrados y una expresión de paz en el rostro.
—Marus ha muerto.