El día 6 de enero es un día
muy especial para todos los niños. Es complicado imaginar alguno durmiendo durante
la noche entera. Hay unos que sienten la llamada de Morfeo y para evitar caer
en sus brazos beben cinco o seis vasos de agua para despertarse en mitad de la
noche y ver a los Reyes Magos. Otros con los ojos como platos recurren a contar
ovejas para conciliar el sueño avisados por sus padres de que los niños que no
duerman no recibirán la visita de sus majestades.
Y después está Manolo que no es un niño esperando
regalos pero como si lo fuera. Eran las tres de la madrugada y allí seguía él,
tumbado con los ojos apretados obligándose a dormir, y no podía sino recordar
cuando esperaba impaciente la llegada de los Reyes Magos. Ahora no eran las
ansias de ver los regalos que le dejaban lo que le impedía dormir, era su
inagotable imaginación la que lo mantenía despierto. Lo veía como a Emmet Brown
de Regreso al futuro, Rubén dijo que era un poco flipado y ése personaje lo
estaba. También pensó que quizás fuera como Indiana Jones pero él era
arqueólogo y no físico por lo que esa imagen duró poco en su cabeza. Lo
personificó en multitud de personalidades, Stephen Hawking, aunque ése duro
poco ya que su instituto carecía de accesos para minusválidos, algo
verdaderamente jodido si te rompes una pierna como le pasó a un compañero el
año pasado. Siguió con Neil deGrasse Tyson, e incluso llegó a imaginarse a
Isaac Asimov y a Newton. Se giró para ver la hora, las cinco y cuarto. Se
desesperó pero al momento trató de relajarse al darse cuenta de que mientras
más nervioso estuviera peor. Cerró los ojos, respiró profundamente y se puso a
contar ovejas. La última oveja que contó fue la 1736.
Un pitido chirriante resonó en
su oído derecho. Extendió la mano y con un movimiento torpe consiguió apagar el
despertador. Con los ojos rojos se incorporó a duras penas. Miró como pudo el
reloj que marcaba las ocho menos cuarto. Se vistió y bajó a la cocina. Pegada
al frigorífico había una nota de su madre que decía: “la mejor ayuda no se
pide, se necesita”. Su madre era así, siempre le dejaba una nota con una frase
para animarlo o para hacerle pensar. Se la llevó. Tomó un croissant con un vaso
de leche caliente, agarró su mochila y salió. Cerca de la puerta le esperaba
Rubén, le entregó la nota con un guiño de ojo. Rubén se ruborizó con el simple
hecho de saber que la madre se había acordado de él.
—Creo que pensó en ti al
escribirla.
Avanzaron hasta el instituto
sin hablar. Uno por la emoción de la nota, el otro por la falta de sueño. Al
entrar, cada uno se fue a su aula. El reloj que siempre avanzaban lentamente,
ese día se regocijaba ante Manolo fijando el minutero en un número e
inmovilizándolo como si estuviera atado con cuerdas invisibles. La primera hora
fue latín. Lengua muerta cuya profesora debería también de estarlo, dada su
edad avanzada, y con una parsimonia letal se sucedía un verbo tras otro. Si
sumamos profesora mayor que debería estar jubilada, más el insomnio de la noche
anterior, más lo aburrido que le resultaba, se obtiene a un chaval que está a
punto de graparse los párpados para evitar que el sueño entre en él. El timbre
del cambio de clase lo sacó de esa especie de letargo que estaba viviendo. El
dinosaurio, como llamaban a la profesora, inició su tranquila salida del aula.
Ahora llegaba geografía. La pequeña y menuda señorita se sentó en la silla,
abrió su libro y comenzó a impartir la clase. El agobio era notorio pero Manolo
respiró profundamente un par de veces y abriendo los ojos hasta lo máximo
posible consiguió sobrevivir esa hora que para él parecieron tres. La piojito,
que no levantaba más de metro y medio del suelo, salió con sus andares
tranquilos con el timbre de fondo. Era la única profesora que recogía antes de
que sonara. Después llegó filosofía con Don Andrés, recién salido de la
facultad y demasiado alelado. No sabía realmente si la parsimonia al hablar era
producto de las drogas o de la edad. Apuntaba más a las drogas. Al terminar
Platón llegó el recreo. Necesitaba respirar pero la mala suerte se cebó con él,
estaba lloviendo.
Durante esa media hora metido en el aula intentó hacer una
lista con las preguntas que le haría al profesor. Solo concretó dos. ¿Usted ha
viajado en el tiempo? ¿Cómo lo hizo? Era consciente de que el cansancio estaba
haciendo mella en su mente. La siguiente clase fue inglés. Fue la más amena de
todas. Gracias a las letras de las canciones de grupos como Muse, Iron Maiden,
Queen, Radiohead o Skunk Anansie, dominaba con bastante habilidad el idioma de
Shakespeare. Después le tocó el turno al francés. Siempre aprobaba esa
asignatura sin estudiar demasiado, tenía una habilidad innata en los idiomas,
en todas las lenguas vivas. Odiaba griego y latín. Aunque lo mejor de esa hora
no era su facilidad al aprender idiomas sino la joven profesora que lo daba.
Dada su constitución física le pegaba más dar geografía. La última hora era la
peor, la temida historia hacía acto de presencia. Fueron sesenta minutos
agotadores. En cuanto sonó la campana de final de día recogió sus cosas a toda
carrera y salió en dirección al aula de Rubén. Solo un largo pasillo lo
separaba de resolver sus dudas sobre los viajes temporales.
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