El globo
rojo trataba de esquivar aquella multitud sobre la acera como si fuera
un frágil barquito zarandeado por las horas de un mar embravecido.
Aprovechó
un soplo de aire y escapó de aquella marea humana, de todas aquellas
prisas que ni se detenían a contemplar su color ni parecían reparar en
su vulnerabilidad.
Continuó su búsqueda. Atisbó por encima de los parques, de los árboles, del bullicio del tráfico y del murmullo de las plazas.
Tembló
sintiendo su integridad amenazada cuando las antenas trataron de
acariciarle, cuando el humo de las fábricas empañó su brillo y algún
perro vagabundo saltó para agarrar su cordón.
El crepúsculo le hizo temblar de frío y en vez del miedo a la oscuridad sintió sobre él el miedo a la soledad.
Había
perdido a su niño y ahora la noche le negaba la oportunidad de seguir
buscándolo. ¿Su niño lo extrañaría? ¿Le echaría de menos como él?
Lo
imaginó una vez más, abrazándolo suavemente, paseándolo sobre su cabeza…
sus pensamientos distrajeron su vuelo y un árbol de ramas secas enredó
su cordón para tenerlo cerca y no dormir solo.
Atrapado,
se conformó con seguir imaginando y se durmió soñando que encontraba a
su niño y que, más preocupado que enfadado, le regañaba por haberse
escapado.
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