El padre Ernesto, a sus sesenta y cuatro años, tenía esa mirada venerable que lucen los ancianos; su boca desdentada sonreía de un modo casi automático, como si no existiera otra postura para sus labios arrugados. Sus alumnos, sus compañeros, todos le recordaban siempre con los ojillos brillantes y una amplia a la vez que cálida sonrisa.
Una sombra oscura se revuelve entre las rocas de la playa. Ha pasado la noche al raso, está empapado y el frío le hace crujir los huesos cada vez que intenta moverse. La raída sotana que viste está húmeda, tiene los puños apretados y los ojos cerrados con tanta fuerza que se diría que la pesadilla debe ser aterradora... No, no sueña, solo está recordando el día de ayer.
Quince horas antes, los cinco sacerdotes y casi cuarenta alumnos del Colegio Nuestra Señora del Mar de Ceuta habían embarcado en el ferri hacia Algeciras, los casos de esa extraña epidemia se extendían cada vez más por África y el Gobierno español desbordado por los millones de refugiados que se lanzaban contra la frontera decidió abandonar Ceuta y Melilla con la esperanza de que el océano se convirtiese en una barrera infranqueable. Pero el virus corría más que los planes de Madrid, el virus ya estaba en el barco y durante el trayecto hacia la península un baño de sangre inundó los camarotes. El padre Ernesto había saltado en uno de los botes salvavidas, pero sólo tenía un remo así que no pudo controlarlo y quedó a merced de las corrientes; éstas lo habían arrastrado hasta que llegó al islote de Perejil poco antes del anochecer.
Mientras su subconsciente revivía una y otra vez el horror del ferri, su mente racional analizaba la situación. La isla estaba habitada por cabras, eso le aseguraba comida y bebida; seguía conservando su bote y estaba cerca del Estrecho de Gibraltar que es una ruta comercial muy usada, estaba convencido de que pronto lo rescatarían así que subió a un promontorio desde el que pronto divisó otro bote que se dirigía hacia allí.
Corrió hacia la playa gritando y agitando sus manos, en el bote había un sólo hombre pero estaba de espaldas y miraba en la dirección contraria. Al oír sus gritos se volvió y lanzó un gruñido de satisfacción que encogió el corazón del padre Ernesto. Mientras esa criatura se acercaba más y más arrastrada por la corriente, el sacerdote con el remo que conservaba luchaba por alejarlo del islote. Fue una hora interminable hasta que logró que la corriente lo alejara, cuando el bote se perdió en dirección a mar abierto, se volvió para comprobar con horror que otros cinco botes se acercaban traídos por la corriente... La sonrisa se borró de su rostro, bajó los brazos y lloró esperando su fatal destino.
Una sombra oscura se revuelve entre las rocas de la playa. Ha pasado la noche al raso, está empapado y el frío le hace crujir los huesos cada vez que intenta moverse. La raída sotana que viste está húmeda, tiene los puños apretados y los ojos cerrados con tanta fuerza que se diría que la pesadilla debe ser aterradora... No, no sueña, solo está recordando el día de ayer.
Quince horas antes, los cinco sacerdotes y casi cuarenta alumnos del Colegio Nuestra Señora del Mar de Ceuta habían embarcado en el ferri hacia Algeciras, los casos de esa extraña epidemia se extendían cada vez más por África y el Gobierno español desbordado por los millones de refugiados que se lanzaban contra la frontera decidió abandonar Ceuta y Melilla con la esperanza de que el océano se convirtiese en una barrera infranqueable. Pero el virus corría más que los planes de Madrid, el virus ya estaba en el barco y durante el trayecto hacia la península un baño de sangre inundó los camarotes. El padre Ernesto había saltado en uno de los botes salvavidas, pero sólo tenía un remo así que no pudo controlarlo y quedó a merced de las corrientes; éstas lo habían arrastrado hasta que llegó al islote de Perejil poco antes del anochecer.
Mientras su subconsciente revivía una y otra vez el horror del ferri, su mente racional analizaba la situación. La isla estaba habitada por cabras, eso le aseguraba comida y bebida; seguía conservando su bote y estaba cerca del Estrecho de Gibraltar que es una ruta comercial muy usada, estaba convencido de que pronto lo rescatarían así que subió a un promontorio desde el que pronto divisó otro bote que se dirigía hacia allí.
Corrió hacia la playa gritando y agitando sus manos, en el bote había un sólo hombre pero estaba de espaldas y miraba en la dirección contraria. Al oír sus gritos se volvió y lanzó un gruñido de satisfacción que encogió el corazón del padre Ernesto. Mientras esa criatura se acercaba más y más arrastrada por la corriente, el sacerdote con el remo que conservaba luchaba por alejarlo del islote. Fue una hora interminable hasta que logró que la corriente lo alejara, cuando el bote se perdió en dirección a mar abierto, se volvió para comprobar con horror que otros cinco botes se acercaban traídos por la corriente... La sonrisa se borró de su rostro, bajó los brazos y lloró esperando su fatal destino.
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