La carretera discurría entre árboles que apenas dejaban pasar los rayos del sol. Sinuosa ascendía por la ladera de la montaña hasta la verja de un antiguo palacio. Al pie de las escalinatas que daban acceso al mismo, un hombre, de baja estatura, se frotaba nervioso las manos mientras veía cómo el coche recorría los últimos metros del camino.
—Bienvenido al sanatorio, doctor —dijo mientras se acercaba hacia el hombre que acababa de salir del coche.
—Gracias. Usted debe de ser el director. Encantado —replicó tendiéndole la mano para saludarlo.
Los dos hombres subieron por la escalinata. Ya en el hall, se dirigieron hacia el ala izquierda donde se encontraba el despacho de dirección.
—Ahora le enseñaré los documentos que mencionaba en mi carta —comentaba el director—. No esperaba que el Ministerio mandara a alguien —se encogió de hombros—, envié la carta por la curiosidad que despertó en mí la situación. Quise compartirla con más gente.
—Le entiendo —dijo el doctor—. En verdad la curiosidad fue lo que hizo que viniera. Tengo que decirle que me encuentro aquí a titulo personal, el Ministerio, como usted pensaba, no iba a mandar a nadie.
Llegaron ante la puerta de dirección y entraron en el despacho, que como todo el edificio, añoraba tiempos mejores. El director le indicó al doctor que tomara asiento mientras abría un archivador metálico, sacaba un viejo expediente y lo depositaba en la mesa. Tomó asiento y por fin habló.
—Como exponía en mi carta tomé posesión como director de este sanatorio hará poco más de medio año. Después de unas semanas aprendiendo el funcionamiento diario del centro, me decidí a revisar los expedientes de los internos y fue entonces cuando me encontré con esto—señalando la vieja carpeta que había depositado sobre la mesa—. Ábrala.
El doctor obedeció. El papel estaba amarilleado por el tiempo y la tinta apenas era visible.
—Es muy antiguo.
—Exactamente cincuenta y seis años —afirmó el director—. Me extrañó que un paciente llevara tanto tiempo internado y pensé en un error al archivarse. Fui a comprobarlo y me encontré con un hombre de unos cuarenta años. En un principio eso me confirmó que estaba mal el archivo, pero a medida que interrogaba al paciente todo lo que decía coincidía punto por punto con lo recogido en el expediente. Pregunté al personal, pero todos decían que, cuando llegaron, ese hombre ya estaba aquí. Ninguno sabía cuanto tiempo llevaba internado —hizo una pausa—. Fue entonces cuando mande la carta.
El doctor leyó el informe.
—Necesito hablar con él.
Salieron del despacho y volvieron al hall de entrada. Esta vez el director tomó la puerta del ala derecha, mucho mayor que la otra a tenor de los pasillos que atravesaron, y llegaron ante una puerta de hierro pintada de blanco con una mirilla en el centro que descorrieron.
A través de ella vieron una habitación completamente acolchada y en el centro un hombre tendido con una camisa de fuerza y unas cadenas que le sujetaban a la pared.
—Déjenos a solas —dijo secamente el doctor.
—Sí, por supuesto —contestó sumisamente el director a la par que abría la puerta e introducía una silla en la celda.
Cuando el director terminó de preparar la celda, el doctor entró, cerró la puerta, tapó la mirilla y se sentó en la silla frente al hombre tendido en el suelo.
Durante más de media hora ninguno de los dos hizo un movimiento. El doctor no habló y el loco no lo miró.
—¡Mentiroso! —gritó el doctor—. Tú no estas loco.
El loco levantó la cabeza y la furia se reflejó en su rostro.
En un mismo movimiento, el loco se levantó y se abalanzó contra el doctor. Las cadenas se tensaron y cayó de espalda sobre el suelo acolchado.
El doctor río.
—¿Pero qué estas haciendo? A mí no me engañas. Por muchos gritos que des o gestos que hagas con tu cuerpo o tu cara, te miro los ojos y sé que no estas loco. Además, cincuenta y seis años encerrado y un cuerpo de cuarenta. Tú sabes muy bien lo que haces.
—Te voy a matar —siseó el loco—. Nadie me llama mentiroso.
—Mira que dices tonterías —se levantó de la silla—. Sé lo que eres —se acercó tan solo a un palmo de distancia. Cara a cara—. Eres como yo, ¡un auténtico mentiroso!
—¿Qué dices? —preguntó desconcertado el loco.
—Pues eso, que soy como tú —contestó riendo el doctor—. Llevo representando mi mentira exactamente cuatrocientos diez años. Justo desde que morí. Bueno… —se rascó la cabeza—, eso no es correcto porque no estamos muertos, pero tampoco vivos. Mejor decir desde que la mentira paró nuestro tiempo.
—Pero si me cuentas todo esto —habló nervioso el loco— ya tu mentira no es solo tuya, yo la conozco. Tu tiempo vuelve a correr. Acaso… ¿vas a matarme?
—No hará falta —respondió— esa regla solo es para los mortales. Nosotros estamos fuera de ese orden.
El presunto loco, apoyado en la pared, asimilaba lo que le acababan de decir. Por primera vez, después de cincuenta y seis años, podía compartir su mentira. Ser una persona normal delante de alguien y si, además era verdad lo que le había dicho, no tendría que matarlo después de revelarle su secreto.
Comenzó a hablar.
“No quería morir. La guerra estaba dejando vacía las ciudades y cada vez reclutaban a más gente. El que marchaba no regresaba. Sólo se libraban del frente los tullidos incapaces de usar un arma o los idos. Deserté. Huí de mi ciudad y me hice pasar por loco. Al final me atraparon y me encerraron en un manicomio. Me hicieron pruebas de todo tipo, pero ya no podía dar marcha atrás. Si confesaba me matarían. Hasta que por fin me dejaron tranquilo en una celda.
Pero llegó la hambruna. El ejército languidecía en los campos. Las mujeres se quedaron secas. Los niños morían de hambre. Y a mí, una carga para la sociedad, simplemente dejaron de alimentarme.
Así fue como por mi mentira morí.
Así fue como por mi mentira regresé.
Ya no necesitaba comer. Ni beber. Ni dormir.
Ya no sudaba. No olía. No sangraba.
Fue entonces cuando me di cuenta de que ya no tenía vida. Todo mi ser era pura mentira y en el momento que intentaba olvidarme de ella, me abandonaba y mi vida recobraba su existencia. Pero por desgracia en el momento en que el tiempo se paró. Mi muerte.”
Cuando terminó de hablar, la celda quedó sumida en el silencio. El presunto doctor miraba al presunto loco. El presunto loco miraba al vacío.
—Tu mentira es dura —rompió el silencio el que se hacía pasar por doctor—. Ha sido un milagro que no murieras creyéndotela tu mismo. Volviéndote loco.
—Ha habido veces que en verdad he rayado la locura —dijo el que había vivido como loco—. Pero lo pasado durante tantos años me hacía seguir representándola.
—Te entiendo.
—Sáqueme de aquí —si el cuerpo del presunto ido hubiera tenido fluidos, lo que dijo, lo habría acompañado con lágrimas en los ojos.
—Haré lo que pueda.
Tras varias horas de gestiones, el director, de nuevo al pie de las escalinatas, despedía al doctor y al que había sido durante cincuenta y seis años paciente en su sanatorio.
—¡Ha costado trabajo, pero al final estás libre¡ !Vámonos!
Antes de arrancar el coche, el falso doctor extrajo una caja rectangular del bolsillo de su chaqueta. La abrió, sacó unas gafas, y se las puso. El presunto loco lo miró extrañado.
—Con todos los papeles que he tenido que mirar para sacarte de ahí, la vista se me ha cansado demasiado como para conducir sin gafas —y arrancó el coche.
Tras varios kilómetros de baches, charcos y árboles, el silencio de los pasajeros por fin fue roto.
—¿Podrías parar? —preguntó el falso loco.
—¡Claro!
El falso doctor paró en mitad del camino y ambos se bajaron del vehículo. El presunto loco se dirigió hacia el arcén. Mientras andaba, no dejaba de tocarse las manos y la cabeza. Ninguno habló. Solo escuchaban los ruidos del bosque acompañados por el motor encendido del coche.
—¿Por qué, doctor? —preguntó con lágrimas en los ojos el falso loco.
—No te entiendo —respondió el aludido—. ¿Qué quieres?
El presunto ido se giró y anduvo hasta situarse delante del doctor.
—¿Por qué huele el aire? —seguía preguntando con más lágrimas en los ojos.
—Te has llevado muchos años encerrado —rió el doctor—. Esa es una pregunta tonta.
—¿Usted cree? —Y mientras un río de lágrimas corría por sus mejillas, sus manos se cerraron sobre el cuello del doctor —. ¿Por qué se ha creído su mentira, ¡doctor!?
Y mientras el doctor sentía como le faltaba el aire para respirar, se dio cuenta de que ya estaba muerto antes de que le estrujaran el cuello. En el momento que cayó muerto, las lágrimas desaparecieron de los ojos del presunto loco.
—Bienvenido al sanatorio, doctor —dijo mientras se acercaba hacia el hombre que acababa de salir del coche.
—Gracias. Usted debe de ser el director. Encantado —replicó tendiéndole la mano para saludarlo.
Los dos hombres subieron por la escalinata. Ya en el hall, se dirigieron hacia el ala izquierda donde se encontraba el despacho de dirección.
—Ahora le enseñaré los documentos que mencionaba en mi carta —comentaba el director—. No esperaba que el Ministerio mandara a alguien —se encogió de hombros—, envié la carta por la curiosidad que despertó en mí la situación. Quise compartirla con más gente.
—Le entiendo —dijo el doctor—. En verdad la curiosidad fue lo que hizo que viniera. Tengo que decirle que me encuentro aquí a titulo personal, el Ministerio, como usted pensaba, no iba a mandar a nadie.
Llegaron ante la puerta de dirección y entraron en el despacho, que como todo el edificio, añoraba tiempos mejores. El director le indicó al doctor que tomara asiento mientras abría un archivador metálico, sacaba un viejo expediente y lo depositaba en la mesa. Tomó asiento y por fin habló.
—Como exponía en mi carta tomé posesión como director de este sanatorio hará poco más de medio año. Después de unas semanas aprendiendo el funcionamiento diario del centro, me decidí a revisar los expedientes de los internos y fue entonces cuando me encontré con esto—señalando la vieja carpeta que había depositado sobre la mesa—. Ábrala.
El doctor obedeció. El papel estaba amarilleado por el tiempo y la tinta apenas era visible.
—Es muy antiguo.
—Exactamente cincuenta y seis años —afirmó el director—. Me extrañó que un paciente llevara tanto tiempo internado y pensé en un error al archivarse. Fui a comprobarlo y me encontré con un hombre de unos cuarenta años. En un principio eso me confirmó que estaba mal el archivo, pero a medida que interrogaba al paciente todo lo que decía coincidía punto por punto con lo recogido en el expediente. Pregunté al personal, pero todos decían que, cuando llegaron, ese hombre ya estaba aquí. Ninguno sabía cuanto tiempo llevaba internado —hizo una pausa—. Fue entonces cuando mande la carta.
El doctor leyó el informe.
—Necesito hablar con él.
Salieron del despacho y volvieron al hall de entrada. Esta vez el director tomó la puerta del ala derecha, mucho mayor que la otra a tenor de los pasillos que atravesaron, y llegaron ante una puerta de hierro pintada de blanco con una mirilla en el centro que descorrieron.
A través de ella vieron una habitación completamente acolchada y en el centro un hombre tendido con una camisa de fuerza y unas cadenas que le sujetaban a la pared.
—Déjenos a solas —dijo secamente el doctor.
—Sí, por supuesto —contestó sumisamente el director a la par que abría la puerta e introducía una silla en la celda.
Cuando el director terminó de preparar la celda, el doctor entró, cerró la puerta, tapó la mirilla y se sentó en la silla frente al hombre tendido en el suelo.
Durante más de media hora ninguno de los dos hizo un movimiento. El doctor no habló y el loco no lo miró.
—¡Mentiroso! —gritó el doctor—. Tú no estas loco.
El loco levantó la cabeza y la furia se reflejó en su rostro.
En un mismo movimiento, el loco se levantó y se abalanzó contra el doctor. Las cadenas se tensaron y cayó de espalda sobre el suelo acolchado.
El doctor río.
—¿Pero qué estas haciendo? A mí no me engañas. Por muchos gritos que des o gestos que hagas con tu cuerpo o tu cara, te miro los ojos y sé que no estas loco. Además, cincuenta y seis años encerrado y un cuerpo de cuarenta. Tú sabes muy bien lo que haces.
—Te voy a matar —siseó el loco—. Nadie me llama mentiroso.
—Mira que dices tonterías —se levantó de la silla—. Sé lo que eres —se acercó tan solo a un palmo de distancia. Cara a cara—. Eres como yo, ¡un auténtico mentiroso!
—¿Qué dices? —preguntó desconcertado el loco.
—Pues eso, que soy como tú —contestó riendo el doctor—. Llevo representando mi mentira exactamente cuatrocientos diez años. Justo desde que morí. Bueno… —se rascó la cabeza—, eso no es correcto porque no estamos muertos, pero tampoco vivos. Mejor decir desde que la mentira paró nuestro tiempo.
—Pero si me cuentas todo esto —habló nervioso el loco— ya tu mentira no es solo tuya, yo la conozco. Tu tiempo vuelve a correr. Acaso… ¿vas a matarme?
—No hará falta —respondió— esa regla solo es para los mortales. Nosotros estamos fuera de ese orden.
El presunto loco, apoyado en la pared, asimilaba lo que le acababan de decir. Por primera vez, después de cincuenta y seis años, podía compartir su mentira. Ser una persona normal delante de alguien y si, además era verdad lo que le había dicho, no tendría que matarlo después de revelarle su secreto.
Comenzó a hablar.
“No quería morir. La guerra estaba dejando vacía las ciudades y cada vez reclutaban a más gente. El que marchaba no regresaba. Sólo se libraban del frente los tullidos incapaces de usar un arma o los idos. Deserté. Huí de mi ciudad y me hice pasar por loco. Al final me atraparon y me encerraron en un manicomio. Me hicieron pruebas de todo tipo, pero ya no podía dar marcha atrás. Si confesaba me matarían. Hasta que por fin me dejaron tranquilo en una celda.
Pero llegó la hambruna. El ejército languidecía en los campos. Las mujeres se quedaron secas. Los niños morían de hambre. Y a mí, una carga para la sociedad, simplemente dejaron de alimentarme.
Así fue como por mi mentira morí.
Así fue como por mi mentira regresé.
Ya no necesitaba comer. Ni beber. Ni dormir.
Ya no sudaba. No olía. No sangraba.
Fue entonces cuando me di cuenta de que ya no tenía vida. Todo mi ser era pura mentira y en el momento que intentaba olvidarme de ella, me abandonaba y mi vida recobraba su existencia. Pero por desgracia en el momento en que el tiempo se paró. Mi muerte.”
Cuando terminó de hablar, la celda quedó sumida en el silencio. El presunto doctor miraba al presunto loco. El presunto loco miraba al vacío.
—Tu mentira es dura —rompió el silencio el que se hacía pasar por doctor—. Ha sido un milagro que no murieras creyéndotela tu mismo. Volviéndote loco.
—Ha habido veces que en verdad he rayado la locura —dijo el que había vivido como loco—. Pero lo pasado durante tantos años me hacía seguir representándola.
—Te entiendo.
—Sáqueme de aquí —si el cuerpo del presunto ido hubiera tenido fluidos, lo que dijo, lo habría acompañado con lágrimas en los ojos.
—Haré lo que pueda.
Tras varias horas de gestiones, el director, de nuevo al pie de las escalinatas, despedía al doctor y al que había sido durante cincuenta y seis años paciente en su sanatorio.
—¡Ha costado trabajo, pero al final estás libre¡ !Vámonos!
Antes de arrancar el coche, el falso doctor extrajo una caja rectangular del bolsillo de su chaqueta. La abrió, sacó unas gafas, y se las puso. El presunto loco lo miró extrañado.
—Con todos los papeles que he tenido que mirar para sacarte de ahí, la vista se me ha cansado demasiado como para conducir sin gafas —y arrancó el coche.
Tras varios kilómetros de baches, charcos y árboles, el silencio de los pasajeros por fin fue roto.
—¿Podrías parar? —preguntó el falso loco.
—¡Claro!
El falso doctor paró en mitad del camino y ambos se bajaron del vehículo. El presunto loco se dirigió hacia el arcén. Mientras andaba, no dejaba de tocarse las manos y la cabeza. Ninguno habló. Solo escuchaban los ruidos del bosque acompañados por el motor encendido del coche.
—¿Por qué, doctor? —preguntó con lágrimas en los ojos el falso loco.
—No te entiendo —respondió el aludido—. ¿Qué quieres?
El presunto ido se giró y anduvo hasta situarse delante del doctor.
—¿Por qué huele el aire? —seguía preguntando con más lágrimas en los ojos.
—Te has llevado muchos años encerrado —rió el doctor—. Esa es una pregunta tonta.
—¿Usted cree? —Y mientras un río de lágrimas corría por sus mejillas, sus manos se cerraron sobre el cuello del doctor —. ¿Por qué se ha creído su mentira, ¡doctor!?
Y mientras el doctor sentía como le faltaba el aire para respirar, se dio cuenta de que ya estaba muerto antes de que le estrujaran el cuello. En el momento que cayó muerto, las lágrimas desaparecieron de los ojos del presunto loco.
Autor: F. Jesus Franco Díaz (francoix)
Correo electrónico: francoix10(arroba)hotmail.com
6 comentarios:
Te arreglé un poco la maquetación, a ver si saco un rato y paso a leerlo ;)
Bueno, yo ya lo terminé de maquetar, aunque la programación a posteriori no salió. Pero bueno, con que la de la noticia funcione no pasa nada.
Y hablando del texto... Pues ahora le pillo más el punto que cuando lo leí en el TDL, pero al final sigo sin terminar de cogerlo del todo, no sé... De todas formas me parece bien en general y la idea especialmente chula.
Como ha dicho canijo, este relato lo presenté al TDL 6 y no se comió una rosca.
Los temas elegidos fueron mentira y eternidad. Pero me parece que fui muy sutil marcando las pautas de conexión entre los significados de ambos.
Hay que estar muy atento en el texto a solo dos notas o frases que te explican el motivo de la muerte. si quereis, luego las cuento!!!
Buen relato en general, de interesante tema y agilmente contado. Echo en falta depurarlo un poco, ejemplo verbo llevar por estar, y alguna repetición muy próxima restando nivel.
Saludos.
gracias victor por los cometarios. Respecto a depurarlo no te digo que no tengas razón, pero en mi defensa solo podré decir que el concurso para el que lo escribí tenía un limite máximo de palabras y había que recortar.
hasta luego!!
Ojetillo explícalo porque creo que lo he pillado pero creo que no es como lo he pillado, entiendes? jejeje, en el fondo me ha gustado un abrazo
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