LOS PODERES DEL AVERNO
Todos somos capaces de evocar una imagen del diablo en nuestras mentes: piel roja, barbita de chivo, tridente en ristre, cola en forma de flecha y cuernos en la frente.
Son precisamente estas protuberancias astadas las que marcan el poder del rey de las calderas. Atributos que luce orgulloso como distintivo real, pero en cuyo crecimiento tienen mucho que decir los deseos y anhelos de la primera dama del averno; la diablesa que, actuando de vampiresa, sacia su apetito con todo ser viviente que no sea su “cornudo” esposo. El cual, mientras tanto, se deleita ante su espejo de cuerpo entero, ahumado por los siglos de fuego eterno y de marco negro azabache, contemplando como día tras día crecen y retuercen en su frente los frutos de la fidelidad de su reina y su denodado esfuerzo. Porque eso sólo significa una cosa: su poder aumenta. Y lo hace de manera exponencial al tamaño de sus cuernos, extendiéndose incluso más allá de la laguna Estigia y llegando a los confines del mundo de los simples mortales.
Sin embargo todo tiene un final. Y será por la ironía del infierno, el reinado del demonio de turno termina cuando su poder ha llegado a la máxima expansión y el tamaño de sus cuernos le obliga a ir casi reptando por el suelo. Entonces llega el momento en que la fiel diablesa, cuyos desvelos y jadeos han contribuido a expandir los dominios de su marido, deje de actuar de vampiresa y comience a empujar la carretilla, forrada de cojines de negra seda, donde el otrora orgulloso rey del averno apoya ahora su pesada cabeza.
Esta humillación del poderoso, marca el comienzo de la sucesión infernal.
UN CONCILIO ENTRE CALDERAS
Reunidos en el centro de la caldera mayor, cientos de carretillas, que van desde antiguos carros de ruedas cuadradas hasta otras equipadas con motores de vapor, portando a los cornudos abdicados desde tiempo inmemorial y escoltados por sus dedicadas esposas, forman un círculo ceremonial. Es entonces cuando el aún rey, ayudado por palos capaces de soportar el peso de tan colosal cornamenta, se yergue en un último gesto de orgullo y transfiere la corona a su descendiente y sucesor antes de desplomarse de nuevo, y esta vez para siempre, sobre la carretilla de sedosos cojines negros. Es durante esta caída cuando el infierno corrige sus límites. Se ha quedado sin los cuernos que sostenían, como si del cuello de Atlas se tratara, sus confines. A partir de ahora, los cuernos del heredero marcan las lindes y, en esta ocasión, la preocupación de los anteriores demonios gobernantes es manifiesta; la reducción acaecida nunca había sido tan grande desde el comienzo de los tiempos. El día de la sucesión, el nuevo rey, sólo tenía los cuernos de leche con los que todo diablo nace; los necesarios para preservar las calderas del averno. Y ello pese a tener una diablesa consorte desde hace más de diez lustros.
Por parte del último ángel caído, ya no hay más gestos. Por parte de los anteriores tampoco. Sólo esperan que sus fieles diablesas los lleven de regreso a sus moradas cuando finalice el último rito. Un desgastado y ajado libro de pastas negras y cuyo título, “diario íntimo de una diablesa”, apenas legible en la cubierta, es entregado por parte de la antigua esposa real a la nueva reina consorte. En su interior, cada una de sus antecesoras, ha ido anotando las técnicas desarrolladas para contribuir al crecimiento de las protuberancias demoníacas y, por tanto, a cada una de las expansiones del reino del averno.
Pero en esta ocasión la nueva reina actúa de forma diferente. Lo toma con recelo, asiéndolo sólo con dos dedos, y lo guarda bajo su túnica negra, sobre la que destaca una larga melena rubia, casi blanca. Color, que junto al azul de sus ojos, ha sido el motivo de la desconfianza experimentada por su antecesora desde el día en que llegó al averno acompañando a su hijo. De ese gesto sólo se han percatado la recién abdicada diablesa y alguna más de las integrantes del círculo. De los ángeles caídos, ninguno.
Tras dos lustros de reinado, la primera diablesa no ha vuelto a tocar el legado de sus antecesoras y menos aún lo ha ojeado. Y esa conducta no ha pasado desapercibida para las diablesas más aviesas, entre las que destaca la anterior primera dama; cuyo odio es superior al de todas las demás tras ver como los esfuerzos realizados durante siglos para expandir el reino, han quedado reducido a la nada por culpa de la mujer de su hijo. Por eso fue ella quien instauró el comité de crisis tras buscar entre las anteriores reinas a las más descontentas para unirlas a su causa. Fue ella quien nombró a los espías que seguirían noche y día los pasos de su odiada nuera. Y también es ella la que se ha hartado de esperar el crecimiento de los cuernos del rey del tártaro, decidiendo volver a participar de manera directa en la expansión del infierno.Tras convencer a los consejeros de su hijo con lisonjas y promesas que encienden la codicia de cualquier ser del averno, se pone en funcionamiento su maquiavélico ardid. Una revisión de los hornos mayores, situados en lo más profundo del infierno, y cuyo descenso implica varias horas de ausencia, será la excusa empleada para alejar al rey de su amada diablesa.Es el momento en el que la vieja arpía recupera sus antiguas dotes vampiresas y, tras aguantar estoicamente las manifestaciones de amor realizadas por su nuera, pone su mejor cara de embaucadora y se acerca junto con su cohorte de cómplices a consolar a la afligida esposa. No es más que una parte del plan; necesita ganarse aunque sólo sea un poco de su confianza. Acercándosele, pasa su brazo alrededor de los hombros de la rubia muchacha, y con melodiosa voz comienza su actuación.
Sin prisa, pero sin pausa, aunque más rápido de lo esperado, va venciendo los recelos que hacia ella siente la reina del averno. Pronto están todas sentadas en una de las terrazas de palacio contando y riéndose de las aventuras vividas durante los años de poder. Hasta la muchacha rubia de ojos azules, que destaca entre sus antecesoras como una llama en medio de la noche, ríe con alguna que otra historia. Creyéndola con la guardia baja, la suegra, que no ha dejado de observarla, decide dar el siguiente paso en su engaño y, como quien no quiere la cosa, pregunta por el libro legado el día de la coronación. Una sombra de duda recorre el rostro de la nuera, un pellizco atenaza el estomago de la suegra. Pero ambas sensaciones sólo duran un momento. Les confiesa que está guardado en el fondo de su baúl y que nunca lo abrió. Ninguna de las diablesas que la acompañan se escandalizan, tienen la lección bien aprendida, y una por una pasa a narrar algún pasaje de los anotados en los libros. Siempre son tretas y engaños para embaucar a los hombres, e incluso a alguna que otra mujer, y conseguir ampliar los dominios del infierno y por ende el poder de su diablo. En los ojos de todas, salvo en una, se pueden apreciar los brillos producidos por la lujuria. Sin percatarse, entornan sus bocas y humedecen sus labios. Está claro que echan de menos aquellos esfuerzos de antaño y en su interior se maldicen por tener que empujar las carreterillas de sus ángeles caídos.
Ahora o nunca, piensa la instigadora. Y tras mirar una por una a todas las diablesas que componen la tertulia, se levanta del sillón y con voz libidinosa, solicita que la sigan.
LOS FOGONEROS DEL INFIERNO
La comitiva se dirige
Cuando llegan al salón, en cuyo suelo se abren las bocas de los calderos, no se detienen y entran por una pequeña puerta oculta tras una de las columnas de la sala. Descienden por una escalera en forma de espiral, iluminada con una danzarina luz producida por el fuego que calienta las calderas, y por fin desembocan en la sala de hornos.
Las veteranas arpías contienen el aliento al ver la escena que se muestra ante ellas: sudorosos hombres y mujeres, de atléticos cuerpos manchados de hollín y con apenas unos jirones de cuero negro cubriendo sus partes nobles, arrojan paladas de carbón a los fogones. Los pectorales se endurecen y los pechos vibran, las nalgas se marcan y las piernas se endurecen al agacharse para cargar la pala. Al vaciarla, los cuerpos se relajan y el fuego y el sudor los hace brillar. Un jadeo se escapa del grupo de conspiradoras y, al oírlo, los fogoneros interrumpen su trabajo tirando las palas sobre los montones de carbón. Los hombres cruzan los brazos sobre el pecho, aprietan los músculos y entre abren las piernas, las mujeres posan una mano sobre la cintura y la otra la dejan colgar lánguidamente mientras relajan las caderas. Todos los cuerpos desprenden un aura lasciva que el calor de los hornos propaga por la sala contagiando a las viejas diablesas. Se escapan más jadeos y suspiros. Recuerdan el apetito del pasado y el ayuno del presente. Ninguna se resiste y se abalanzan poseídas por el instinto salvaje de su condición. Incluso la suegra conspiradora cae en su propia trampa y se abraza a un fornido fogonero mientras acaricia los senos manchados de hollín de una de las mujeres, olvidándose por completo de la muchacha rubia de ojos azules y de piel tan blanca como la nieve; la única que no se ha unido a la orgía que tiene lugar y en cuyo rostro una expresión de satisfacción aparece justo antes de abandonar la sala de los hornos.
Algo parece que ha cambiado en su comportamiento. La hasta ahora tomada por todos como la ñoña de la reina, lleva una aptitud y porte nunca antes visto en ella. Se ha encaminado hasta las puertas del infierno, donde dos ciclópeos diablos menores vigilan la salida. Con una seguridad que apabulla, los conmina a dejarla pasar sin posibilidad de reproche. Le abren la puerta y mientras la franquea le hacen una reverencia. De nuevo vuelve a dar otra orden: nadie debe salir tras ella, y menos aún las sombras que la siguen, y sin mirarlos siquiera indica que cierren la puerta.
Tras escuchar a sus espaldas como encajan las dos hojas de la puerta y el correr de un cerrojo, cierra los ojos y levanta la cara al cielo. Una luz comienza a emanar de su rostro envolviéndole poco a poco el cuerpo por completo. Cuando ya no es más que una gran bola de luz comienza a elevarse, primero lentamente para luego coger velocidad, con dirección al cielo.
—Llevo años deseando volver a verte.
—Yo también, pero la misión es la misión. Hasta hoy no he podido eludir la vigilancia de mi suegra.
—Tengo ganas de hacerte el amor.
—Y yo de que me lo hagas. Pero sería echar a perder todos estos años de sacrificio. Me niego a ser la que ayude al infierno a expandir sus dominios y por ende disminuir los de nuestro Cielo.
—Lo entiendo. Pero es tan duro saberte en manos de un diablo...
—¡De un estúpido!
—Al menos, ¿podré besarte?
—Por supuesto. Ven aquí.
Originalmente publicado en "
Autor: F. Jesus Franco Díaz (francoix)
Correo electrónico: francoix10(arroba)hotmail.com
4 comentarios:
¡Qué buenas fotos has buscado para el relato!
Gracias, Fran. Y respecto al texto lo que ya te comenté en su momento, que me pareció bastante simpático y bien llevado, muy imaginativo, y destacable de entre los muchos trabajos de un número tan saturado como fue el del Diablo.
Coincido con Canijo en que fue de lo más destacable, al menos de lo que leí, que no fue poco ;)
Fluye bien, y no está mal escrito, pero como ya te dije no me terminó de llenar.
Nos leemos ;)
Gracias a los dos por los cocmentarios.
y respecto a lo de llenar, tibu, ´tú eres muy grande, chiquitin.
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