lunes, 17 de marzo de 2008

Una tarde de domingo


−Sin duda a Dios nunca le dejó su mujer −me decía el bueno de Piet mientras manoseaba el vaso de papel de su café sintético. Exhalaba vaho por encima de la espesa barba rojiza que se había dejado crecer en las últimas semanas−. Si no, ¿cómo se explica que inventara el domingo?

Piet tenía uno de sus días reflexivos y algo tristones, de ésos que todos tenemos alguna vez y en los que nos ponemos un tanto melancólicos. Le sucedía periódicamente, sobre todo los domingos de finales de mes. Aquella tarde, sentados en la cantina de la factoría pesquera de Waskatochee, sesenta kilómetros al noroeste de Aklavik, Canadá, era la tarde de un domingo de Noviembre en el Territorio del Noroeste, lugar y momento de por sí bastante propicios para la nostalgia: por el ojo de buey junto a nuestra mesa se distinguía un monótono paisaje de nieve y roca musgosa recortado contra el cielo de una noche de seis meses.

−Tiene su lógica −apunté−, pero, ¿cómo sabes que Dios es varón?−Bueno, parece lo más razonable. No hay más que ver el mundo −y al decir esto sonreía burlonamente, mostrando sus dientes metálicos y resoplando aire tibio por la nariz, blanquecino al contacto con la fría atmósfera, lo que le daba un aspecto de personaje demoníaco perteneciente a alguna mitología céltica.

Piet era un sudafricano natural de Bloemfontein, de espíritu apacible pero un tanto atormentado, pelirrojo y al borde de la cuarentena. Al igual que yo llegó a Waskatochee en Junio para limpiar arenques y bacalao por seis mil dólares al mes. Y, en sus circunstancias, era digno de elogio que hubiese proferido semejante comentario. Piet había arribado a tan inhóspito lugar movido por el desarraigo, tras haber sido arruinado -según se rumoreaba- por su hermana en un turbio reparto de la herencia familiar, y abandonado por su esposa infiel años atrás. No obstante y a pesar de aquello, había sabido eludir la misoginia que muchos otros hombres en su situación habrían experimentado, desarrollando en su lugar una sincera y estoica resignación.

−¡Eh viejo Ralph! −gritó Piet hacia la barra, donde el encargado de la cantina, un sexagenario de sangre inuit, de nombre impronunciable y al que todos llamaban Ralph para facilitar las cosas, supervisaba la reparación del cuadro eléctrico de la calefacción− ¡Se me están formando carámbanos en la barba! −a esto el viejo esquimal, brazos en jarra, lanzaba chasquidos con la boca y movía la cabeza de un lado a otro en señal de disgusto, mientras que un técnico golpeaba con una llave sabe Dios qué, en un gesto verdaderamente poco profesional−. Soy africano, ¿es que nadie aquí tiene consideración? −continuaba exclamando, mirándome con la expresión del que revela un insospechado secreto pero a viva voz, para que su queja llegara al viejo encargado. Éste, no conociendo la naturaleza intrínsecamente amable de mi buen amigo Piet, parecía no captar la falta de malicia en su reproche, y pedía calma agitando las manos, profundamente abochornado−. En fin, como te contaba, el domingo es un día terrible para un soltero sin vocación.

−Sí, sé a lo que te refieres.−Oh, casi lo olvidaba.

Nuestro joven amigo español sufre "mal de amores". −Asentí con un gesto sobreactuadamente dramático, un poco bromista.

Efectivamente, había llegado aquí como él, o al menos entonces así lo creía, para dejar atrás los amargos recuerdos de un amor poco afortunado.

−Y dime, ¿va mejorando lo tuyo?

−Sí −aseguré, no muy convencido en realidad−, estoy bien, no me quejo.

−¿Seguro? −inquiría Piet malicioso.

−¡Que sí! No me ha pasado nada trágico. Dudo mucho que mi historia esté a la altura de la tuya en cuanto a dramatismo se refiere. Oye, ¿no has pensado en escribir un libro sobre tu vida?−Ufff, no, no valdría para eso. Prefiero seguir limpiando y empaquetando pescado congelado en la alegre Waskatochee, se me da mejor. ¿Sabes que voy a renovar para otros seis meses? −Eres un verdadero martir, Piet. Deberías haberte ido a una isla del caribe, ganarte allí la vida limpiando pescado, ya que se te da tan bien... y los domingos por la tarde tendrías algo más interesante que hacer que ver cómo se te congela el bigote. −Bueno, esto no está tan mal. Lo peor es el café de esa máquina infernal −dijo, y ambos miramos suspicaces el contenido humeante de nuestros vasos.

−En definitiva, que has decidido ir ganando puntos para el cielo.−¿El cielo? Que va, no me acaba de convencer, debe ser muy aburrido. Parece un sitio demasiado perfecto, y eso me hace desconfiar. Cuando las cosas marchan a la perfección comienza a preocuparte: de ahí en adelante todo irá a peor. Además, yo no estoy hecho para un lugar así, eternamente dichoso y feliz... no me veo, no.

Es algo de mi carácter. Verás, ¿nunca te he hablado de la empanda de buey de mi Eileen?

−Pues... no recuerdo.−Oh, mi dulce Eileen...

−y nombrándola suspiraba con la mirada ausente, con la expresión de un ingenuo quinceañero enamorado que no llegaba a sorprenderme, pues si bien algo extraña en un tipo con tanta vida a sus espaldas, era ya una expresión familiar en el bueno de Piet cada vez que recordaba a su exesposa. Verdaderamente había amado a aquella mujer con una intensidad propia de otro siglo−. Eileen... no se le puede achacar una torpeza especial como cocinera pero, para ser sinceros, hay que reconocer que tenía una importante laguna en torno a la empanada de buey. Su empanada era la peor de todo el África Austral, creo que por el horneado: o estaba quemada o medio cruda, no calculaba bien los tiempos; aunque tampoco sabría decirte, yo sí que soy un cocinero infame. En fin, la cosa es que todo se fue a la mierda un día que había preparado empanada de buey. La encontré ahí en el microondas al llegar a casa, y sobre el frigorífico una nota: "Tienes empanada para cenar, yo he ido a casa de mi hermana; me quedaré a dormir. Paul -nuestro sobrinito- lleva dos días tosiendo y mi hermana tiene turno de noche. Besos." A las dos de la mañana llamó la policía: Eileen estaba detenida en una comisaría de la ciudad junto con un tal Herbert. Los arrestaron en el motel en el que habían alquilado una habitación. Por lo visto pretendieron bañarse completamente desnudos y borrachos en la piscina en mitad de la noche, y cuando el encargado les llamó la atención, recibió un par de puñetazos por parte del contrariado amante de mi esposa. Entonces llamó a la policía, y la policía me llamó a mí y, bueno, lo que siguió fue bastante lamentable. El muy cabrón de Herbert todavía me rompió tres dientes cuando intentaba llevarme a Eileen a casa...

−Terrible Piet, no tengo palabras.

−De esto hace ya más de seis años −añadió, haciendo un ademán para quitarle dramatismo a la cosa−, y lo llevo bastante bien. Pero lo cierto es que todavía, y es algo que me temo no podré superar jamás, cuando como empanada de buey me acuerdo de esa noche dolorosa, de mi Eileen. Especialmente si sabe a rayos.−Sí, sé a qué te refieres −intervine−. A mí me sucede algo parecido con el teléfono. El teléfono móvil. Mi... bueno, aquella chica de la que te he hablado...

−Sí, sí, por la que decidiste... cambiar de aires.

−Exacto. Me rompió el corazón por teléfono. Durante días no supe nada de ella, no descolgaba mis llamadas y sólo me quedó dejar pasar las horas, esperando angustiado a que sonara el dichoso aparato. Bueno, pues al final ella no llamó, sino que me envió uno de esos mensajitos cortos... sabes a qué me refiero, ¿verdad? Bien, pues el mensaje decía algo así como: "Creo que ya no estoy enamorada de ti, es mejor dejarlo; pero no te preocupes, quedamos como amigos..." En fin, ese tipo de cosas. Después de aquello me deshice del maldito teléfono; le cogí una especie de fobia: desde entonces, cada vez que sonaba el "bip-bip", me ponía de los nervios.

−Ajá, no debe ser extraño pero fíjate, ahí está lo curioso de mi historia.

−Ah, sí, perdona, te he interrumpido −me disculpé−; dime, ¿qué tiene que ver la empanada con eso del cielo y la felicidad?

−Pues mucho, porque como ya te he dicho, comer empanada de buey me causa una gran tristeza, y sin embargo...

En mitad de la intervención de Piet, un ruidoso entrechocar de tuberías inundó la cantina. El viejo Ralph carraspeó y anunció a los escasos clientes:

−Rogamos a nuestra distinguida clientela que disculpe las molestias. Ya está todo arreglado. Fue cosa del horno, a veces se sobrecalienta y hace saltar toda la instalación. Para compensar, la casa invita a la cena.

−¿Sin embargo qué, Piet? −le pregunté. Él callaba, atento en ese instante a la explicación del viejo esquimal.

−¿Qué hay esta noche, Ralph? −preguntó una voz desde un extremo de la barra.−Empanada de buey. Pero me temo que está un poco quemada, espero que no les importe.

El sudafricano se levantó entonces de un salto y corrió hacia la barra para volver inmediatamente con dos bandejas que portaban sendas porciones de empanada.

−Sin embargo no puedo dejar de comerla si me veo en la ocasión −me dijo antes de engullir un gran trozo. Y masticando con forzado deleite su primer bocado, me confió enigmático−: Es lo único que me queda de ella. −La empanada, por cierto, sabía a rayos.

Aquella tarde de domingo fue la última vez que vi a Piet. Por la noche enfermó repentinamente y hubo de ser trasladado en helicóptero al hospital de Aklavik. Yo permanecí aún por un mes en la factoría, hasta las navidades, cuando regresé a España. Pero a pesar de su ausencia sería durante aquellas últimas semanas cuando llegué a conocer más íntimamente al que sin duda fue un gran amigo y una noble persona. Piet era un hombre profundamente enamorado de su esposa, tan intensa, perdida y dramáticamente enamorado que, cuando descubrió que apenas le quedaba nada más de ella, quiso conservar el dolor mismo que su pérdida le causaba. Temeroso de olvidarla, sospechando que con el tiempo acabaría borrándola por completo de su vida, prefirió no dejar de comer nunca empanada para así, aun llegado el día en que se viese curado definitivamente de sus heridas, tener la ocasión de recordarla; poder sentarse en una plácida y melancólica tarde de domingo y recrearse con la memoria aquel amor que una vez fue lo más grande para él y sin el cual, pensaba, jamás sería feliz. Desde luego que Piet no era feliz, la verdad, pero ni falta que le hacía.

No ha pasado más de un mes desde que supe que murió en el hospital de Aklavik aquella misma noche: complicaciones durante la operación de apendicitis (quiero pensar que la cena no tuvo nada que ver en esto); resulta que era alérgico a la anestesia o algo así. La noticia de su muerte me hizo recordar aquellas veladas en la cantina, aquellas sencillas y a la vez profundas reflexiones sobre lo insondable del espíritu humano. De ellas extraje esta curiosa conclusión, que acaso se les antoje sorprendente, y que es a la vez un consejo: cuando sospechen que están inevitablemente destinados a no ser felices jamás, asúmanlo y traten de buscar una digna razón para no serlo, como por ejemplo -y al igual que en el caso de Piet- el honorable dolor por la pérdida de la persona amada. Créanme, por paradójico que les resulte, se sentirán mucho mejor aceptando el fracaso en su intento de ser felices. Tal vez descubran que no lo necesitaban.

Lo cierto es, en cualquier caso, que hace unos días decidí comprarme un nuevo teléfono, uno mucho más moderno, con multitud de funciones. Tiene además docenas de melodías programables, pero para la recepción de mensajes le he dejado el mismo terrible "bip-bip" con el que, tiempo atrás, aquella joven tan querida por mí me rompió el corazón. Lo llevo cuando salgo, en casa y en la oficina, nunca me separo de él; han de reconocerme que son increíblemente útiles estos aparatos. El mío, por ejemplo, me pone de los nervios cada vez que suena.

(Dedicado a Maite)

Autor: Ernesto Fernandez, "Weis"
Correo Electronico: ernst1976(arroba)hotmail.com

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