Mi reflexión no viene acerca de la capacidad de hacer madurar nuestras amistades de siempre, que más veces de lo que quisiéramos guardamos en formol cuando los puntos de unión y el cariño han ido sustituyéndose muy a nuestro pesar por llamadas formales y felicitaciones de cumpleaños; hago referencia a nuestra capacidad para introducir, a edades adultas, nuevas gentes en nuestro mundo afectivo.
El panorama en el que nos movemos es poco favorecedor a dejar tiempo para aproximarnos a 'extraños', para incluir en nuestra cotidianeidad otras caras, dándonos oportunidades, que merecemos, para descubrir que, aún casados, aún con cuarenta o cincuenta años, aún con niños, aún con diez horas de trabajo diarias, tenemos el derecho a disfrutar del placer de integrar aire fresco en nuetras relaciones personales.
Dicen que no hay nada más estresante que tratar de mantener a flote amistades moribundas, pero sin embargo, y por lo general, no nos damos oportunidades para ir 'recambiando' éstas por otras más semejantes a lo que la vida ha ido construyendo en otros territorios presentes que no queremos a veces reconocer como propios, añorando otras personas con nuestros mismos nombres y apellidos que ya no somos.
Yo dejé de ser el niño introvertido, el adolescente empollón, el universitario juerguista, el competidor en campeonatos de remo, el descubridor del mundo de la perversión, el obsesionado por el trabajo... Ése era yo y algo de mí queda, y en esas estaciones pasadas tomé trenes en compañías muy gratas que, en algunos casos, hermosos, aún comparten mi vida.
Pero quiero seguir cogiendo trenes. Sí tengo tiempo para dedicarlos a nuevos compañeros de viaje, sí quiero saber de sus vidas, sí tengo interés en conocer las intimidades y vivencias de personas que aún no han llegado al andén de una estación en la que uno de mis trenes parará tarde o temprano.
Y, claro que sí, podrán ser tan amigos como aquel Gregorio del parvulario que yo creí inseparable de por vida en esos tiempos en que mi mundo se escribía con libros de caligrafía.
El panorama en el que nos movemos es poco favorecedor a dejar tiempo para aproximarnos a 'extraños', para incluir en nuestra cotidianeidad otras caras, dándonos oportunidades, que merecemos, para descubrir que, aún casados, aún con cuarenta o cincuenta años, aún con niños, aún con diez horas de trabajo diarias, tenemos el derecho a disfrutar del placer de integrar aire fresco en nuetras relaciones personales.
Dicen que no hay nada más estresante que tratar de mantener a flote amistades moribundas, pero sin embargo, y por lo general, no nos damos oportunidades para ir 'recambiando' éstas por otras más semejantes a lo que la vida ha ido construyendo en otros territorios presentes que no queremos a veces reconocer como propios, añorando otras personas con nuestros mismos nombres y apellidos que ya no somos.
Yo dejé de ser el niño introvertido, el adolescente empollón, el universitario juerguista, el competidor en campeonatos de remo, el descubridor del mundo de la perversión, el obsesionado por el trabajo... Ése era yo y algo de mí queda, y en esas estaciones pasadas tomé trenes en compañías muy gratas que, en algunos casos, hermosos, aún comparten mi vida.
Pero quiero seguir cogiendo trenes. Sí tengo tiempo para dedicarlos a nuevos compañeros de viaje, sí quiero saber de sus vidas, sí tengo interés en conocer las intimidades y vivencias de personas que aún no han llegado al andén de una estación en la que uno de mis trenes parará tarde o temprano.
Y, claro que sí, podrán ser tan amigos como aquel Gregorio del parvulario que yo creí inseparable de por vida en esos tiempos en que mi mundo se escribía con libros de caligrafía.
2 comentarios:
Tus opiniones siempre estan llenas de sentido común Salva. Felicidades por ser como eres.
Que pena que Sevilla sea una ciudad tan cerrada, para mí, tanto como al imagen que ilustra el post, mirando para adentro...
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