sábado, 31 de mayo de 2008

Prologo de "El retorno de los Magos, de Enrique Timón

PRÓLOGO: HISTORIA DE LOS TITANES

Los destellos luminosos de los últimos rayos del atardecer traspasaban las amplias vidrieras multicolores del vestíbulo de la Academia Diógenes en Policreos. El mármol de Jatimlatt, que revestía el pavimento y las paredes, brillaba con fulgor blanquecino en las zonas bañadas por los haces de luz. Gruesas columnas de marcadas estrías y decorados relieves recorrían en hileras la estancia. Varias estanterías de madera de roudano[1] cubrían el fondo Norte; en ellas descansaban algunos rollos de pergamino, amarillentos y corroídos por el paso del tiempo, junto a una selección de códices lujosamente encuadernados, en cuyos lomos podían leerse títulos como “Historia de los Reinos Kantherios” de Dathales, “De la Naturaleza de las Cosas” de Tágoras o “Las Perspectivas del Hombre” de Diógenes.

En la zona central del vestíbulo, junto a una de las columnas, dos hombres discutían acaloradamente sobre la naturaleza de la magia. Las togas de raso azules que vestían los delataban como maestros de la Academia. Los ribetes granates de sus brazaletes los distinguían además como miembros del Consejo de los Diez Sabios, la máxima jerarquía académica de la ciudad.

Policreos, capital cultural del mundo civilizado; o, al menos, así era vista por los occidentales pueblos kantherios.
El mayor de los hombres, casi un anciano, carecía completamente de cabello, a excepción de una cuidada perilla que acentuaba sus rasgos; su rostro reflejaba una serenidad escultural.
Era Demetrio, un filósofo con fama de extravagante y excéntrico.

El otro, Urrulus, historiador de reputado prestigio, también pasaba de la cincuentena; mostraba claros signos de alteración, agitaba los brazos arriba y abajo, mientras daba vueltas en uno y otro sentido en torno a su interlocutor. Los canosos mechones de su arreglada barba se erizaban al compás de sus movimientos.

― ¡No puedo dar crédito a mis oídos! ―farfulló mientras hacía un gráfico gesto con sus temblorosas manos― . ¿Estáis negando que exista o haya existido la magia en Kherian[2]? ―palideció escandalizado ante las palabras que acababa de escuchar a su interlocutor, sus ojos ligeramente verdosos parecían querer salirle de las órbitas.

― No niego que haya existido o incluso exista lo que vos llamáis magia ―Demetrio permanecía impertérrito mientras pronunciaba estas palabras, apenas podía distinguirse el movimiento de sus labios, ni la menor alteración en el tono―, ¿Cómo podría hacerlo? Existen miles de documentos en nuestra historia reciente que lo acreditan. Hombres notables, e incluso sabios como Diógenes, han sido testigos, ¿cómo podría dudar de su palabra? No niego la magia, sólo su carácter mágico.

― ¿Sólo decís? ―el rostro de Urrulus había pasado de la estupefacción e incredulidad iniciales a un estado de indignación, patente en el nervioso temblor de su bigote―. ¿A quién queréis engañar? Eso es tanto como dudar de los dioses.
― Seguís sin entenderme ―el filósofo concedió un ligero movimiento de sus manos, acompañando con gestos benévolos su explicación―. No se trata de dudar de la existencia de los dioses, tal cosa no puede hacerse. De ser así, por la misma regla habríamos de poner en tela de juicio la existencia del legendario Ealthor o de su no menos grande hijo Oramntheer II.

Nada más lejos de mi intención, creo firmemente que los dioses habitaron el mundo, e incluso que con toda probabilidad siguen perviviendo hoy en día, lo que cuestiono es su condición divina ―Urrulus dejó escapar una leve exclamación―. Pienso, más bien, que aquellos a los que llamamos dioses eran seres de carne y hueso como nosotros. Con sus particularidades, por supuesto, si atendemos a los antiguos escritos, eran mucho más fuertes, altos y corpulentos, también el color de su piel era distinto, ligeramente azulado...

― E inmortales, eso también figura en los antiguos escritos ―interrumpió el historiador con una risa nerviosa dibujada en sus labios.

― Concedo que debían ser especialmente longevos, pues nadie pareció percibir envejecimiento en ellos y, efectivamente, fueron descritos por varias generaciones ―repuso Demetrio con su parsimonia habitual―. Pero nada de esto colige que fueran inmortales, antes bien tal cuestión ya fue refutada, del modo más contundente posible, durante la “Guerra de los Dioses”, y más tarde también en la “Guerra de los Titanes”.

― ¿Creéis tener explicaciones para todo, no es eso? ―Urrulus adoptaba ahora una pose más tranquila, pasando a la defensiva, pero sin poder evitar frotarse nerviosamente las manos―. Bien, decidme, ¿cómo explicáis su increíble poder? Y no me refiero a su fortaleza física, sino al que emanaba de su magia.

― ¡Veis!, a eso me refiero. Yo no puedo ver nada mágico o místico en su poder. Está claro que éste radicaba en sus artilugios, y aunque no comprendamos los mecanismos de su fabricación o funcionamiento, tal vez por limitaciones de nuestra capacidad intelectual, eso no justifica que demos por válida su explicación irracional ―el temple del filósofo comenzaba a contagiarse de la agitación de su interlocutor―. Pensadlo. Todos los documentos lo confirman. Los magos psíquicos utilizaban una especie de medallón, los lumínicos una varita corta, los térmicos esos pequeños y extraños tridentes, como el del Museo de Bittacreos, y los magos físicos unos brillantes brazaletes metálicos. Los caballeros sagrados portaban armas y armaduras de titanio, una poderosa aleación sin duda, pero no necesariamente mágica. Incluso los sanadores empleaban un instrumento semejante en su forma a una herradura. Los propios dioses, según narran las leyendas, se sirvieron de utensilios semejantes para demostrar su dominio.

― No tratéis de tergiversar la historia, yo también he leído los antiguos textos, y en ellos se habla de medallones que permitían controlar las mentes de otros seres y producir alucinaciones, de varitas que emitían rayos, de tridentes que producían un frío helado y un calor abrasador, y de brazaletes que permitían mover objetos o golpear a distancia. Se habla también de armaduras de titanio, que resistían por igual los rayos o el acero, y de armas de este mismo metal, proporcionado por los dioses, capaces de partir una roca. Y, ciertamente sí, se mencionan unos extraños objetos con forma de herradura, “Simtar”, que permitían curar las heridas más espantosas. ¿Queréis hacerme creer que tales prodigios son simples obras de un artesano? ¿Qué un artilugio mecánico podría hacer cualquiera de estas cosas? Mi querido amigo, debéis estar de broma ―Urrulus se permitió una ligera sonrisa―. ¿Cómo podría un simple ingenio lanzar rayos, provocar alucinaciones o sanar graves heridas sin el concurso de la magia?

― No lo sé. Pero precisamente porque lo ignoro, porque desconozco cómo es posible que funcionasen tales utensilios, no trato de presuponer que ya lo sé y lo llamo magia ―las facciones de Demetrio se tornaron graves―. ¿Por qué cuando desconocemos algo nos refugiamos de inmediato en el misticismo tratando patéticamente de disimular nuestra ignorancia? ¿Por qué no aceptar que quizá no haya nada mágico en todo esto sino tan sólo unos seres más avanzados e inteligentes que nosotros? Piensa en los tupir, por ejemplo, están tan atrasados con respecto a nosotros, que muchos de nuestros enseres podrían parecerles igualmente mágicos. Se dice que incluso algunos de ellos consideraron a Ealthor I como un dios cuando conquistó Burdomar. ¿Por qué no podríamos ser nosotros “los tupir de los dioses”?

― No vais a persuadirme con vuestras falacias. Puedo concederos ―levantó la palma de su mano derecha, agitándola adelante y atrás al ritmo de sus palabras―, que el poder de los dioses precisase de algún artilugio, a modo de vehículo, para manifestarse. Pero de lo que no cabe duda es que fueran mágicos.

Recordad que en los escritos también se relata cómo nadie, salvo los elegidos para ello, podía tocar tales “instrumentos”; los magos y sanadores, además, debían recitar con perfecta declamación sus sortilegios para que estos surtiesen efecto, y ningún humano, que no fuese un caballero sagrado, sobrevivía mucho tiempo a una prolongada exposición al titanio. Si fuesen sólo eso, meros artilugios, cualquiera debería poder usarlos, pero no era así. ¿Por qué? Porque los dioses les habían infundido su magia, para que la utilizaran tan sólo sus elegidos.

― Creo que nuevamente buscáis la explicación más cómoda, en lugar de deteneros a reflexionar. ¿Por qué sólo los caballeros sagrados eran inmunes a los efectos nocivos del titanio? ¿Por qué atribuirlo a un supuesto carácter mágico de esta aleación? ¿Por qué no pensar en el titanio como una sustancia venenosa y en los caballeros sagrados como en aquellos que han probado el antídoto? Te extrañas de que nadie salvo los magos pudiese tocar sus utensilios; pero, ¿no podrían los dioses, de alguna manera inimaginable, haber dotado a estos instrumentos de la capacidad para reconocer a sus amos? Al igual que sucede con algunos animales, como los halcones, que sólo acuden al brazo de su amo, y nadie dice que sean criaturas mágicas. Y, ¿qué me dices de las palabras rituales que habían de pronunciar? Ambos sabemos que no fue así desde un principio, sino a partir de que, durante las guerras religiosas de los reinos creones del
Sur, un guerrero cortara el brazo de un mago lumínico y fuese capaz de utilizar el miembro amputado aferrado a su varita, para utilizarla contra otros magos. Fue entonces, y no antes, cuando se vieron obligados a recitar unas palabras rituales para su activación, para evitar que se produjeran acontecimientos similares. Y esto es lo que más me inclina a creer que tengo razón al suponer que no haya magia alguna en todo ello. Hubo al menos una ocasión, documentada ―enfatizó―, en que un no mago pudo utilizar lo que vos llamáis sortilegios. ¿Cómo hubiese podido hacerlo si los dioses no le habían otorgado la magia? A menos, claro, que no haya tal poder mágico y se trate simplemente de potentes ingenios.

― ¡Blasfemias! Hubo un tiempo en que se quemaba a los que así hablaban ―en su fuero interno Urrulus comenzaba a añorar aquellos tiempos―. Seguís sin comprender nada, os empeñáis en negar las evidencias, ¿por qué elucubrar complicadas teorías que no puedes explicar, cuando todo tiene una razón más sencilla? Decís no creer en la magia, pero estáis dictando las normas por las que debería comportarse. ¿Quién os dice que los dioses no otorgaron inicialmente sus poderes mágicos al instrumento en lugar de al hombre y que luego enmendaron su error otorgándoselos directamente a sus elegidos? Vuestra imaginación no os permite concebir nada que no sea explicable racionalmente ¿no es así? Pero esto es una limitación vuestra, que no sepáis comprender la magia como una emanación del poder divino, es una merma vuestra, no de ese poder. La inmensa mayoría de los habitantes de todo Kherian creen en el carácter mágico y divino de los dioses. ¿Iban a estar todos ellos equivocados y vos en lo cierto? Me temo que os sobrestimáis mi querido Demetrio; quizá no creéis en los dioses porque en vuestros anhelos os gustaría serlo vos. Y como no podéis ser dios, atraéis a los dioses hacia vuestra mortalidad, para sentiros más próximo a ellos. Resultáis pat...


El ruido de un objeto chocando contra el embaldosado, interrumpió bruscamente la conversación. Ambos se giraron. En el suelo, junto a una columna próxima, había un tomo con cubiertas de cuero. Desde donde estaban no podían leerse las letras plateadas que lo identificaban. Hicieron el ademán de aproximarse, cuando vieron a una mano emerger tímidamente desde detrás de la columna en dirección al volumen caído. A la mano siguió un brazo y al brazo todo lo demás. Llevaba una especie de túnica ocre, de las utilizadas por los estudiantes de la Academia; tenía la capucha echada por lo que no pudieron distinguir sus rasgos. Si bien, al agacharse a recoger el libro, su prenda se abrió ligeramente a la altura del pecho, poniendo al descubierto parte de su anatomía femenina. Las pupilas de los oscuros ojos de Demetrio se dilataron al contemplarla furtivamente. Urrulus, por su parte, giró la vista, enrojeciendo avergonzado.

Consciente de que había sido sorprendida espiando, la joven se irguió, ajustando pudorosamente los pliegues de su túnica. La capucha descendió levemente sobre sus hombros, permitiendo reconocer sus rasgos. Sus cabellos castaños claros, muy cortos, sus ojos, algo más oscuros, grandes y brillantes, así como la multitud de pecas que salpicaban sus pómulos, no dejaban lugar a dudas. Ambos la conocían muy bien, se trataba de Filias, una discípula reciente venida de Akaleim, pero que en su corta estancia había sabido llamar la atención de sus mentores, por sus preguntas y comentarios cargados con una mezcla de sagacidad e ingenuidad, también por su descaro a la hora de expresar sus opiniones.

― Iba a llevarlo a la biblioteca ―trató de justificarse, señalando al preciado códice, en un defectuoso creón con acento kantherio.
― ¿Sí? ―inquirió el filósofo sonriente, hablando ahora en kantherio― ¿Y cuanto tiempo hacía que llevabas el libro a la biblioteca detrás de la columna?

― Bueno... esto... yo... ―contestó alternando confusamente los idiomas creón y kantherio. No pudo evitar ruborizarse, mientras ensayaba como salir del paso. Sus pecas se marcaron con mayor contundencia en su rostro enrojecido―. Verá maestro, me dirigía allí... pero al escuchar, accidentalmente lo juro ―matizó―, tan elevada discusión, no pude evitar quedar prendida como una tonta de sus palabras ―pensó que un poco de coba no perjudicaría su causa―. En las clases no se escuchan cosas tan interesantes..

― ¡Nos cerrarían la Academia si lo hiciéramos! ―pensó el historiador en voz alta.
― Hay algo en todo eso que discutían, sobre la existencia de los dioses, que me tiene algo desconcertada ―Filias entendió que si distraía la atención de nuevo hacia los temas en liza, quizá olvidarían su indiscreción―. Si los dioses, se supone, han existido desde siempre, ¿porqué no hay ninguna mención a ellos previa al “Advenimiento”? Es más, ¿por qué antes se hablaba de otros dioses?

― Yo me he hecho muchas veces esa pregunta ―comentó Demetrio.
― Estoy seguro de que ambos conocéis bien la respuesta, pero no me importará repetíroslo una vez más. Antes los hombres, en su ignorancia adoraban a los Arcanos, a los antiguos dioses, que no eran más que mitos, fruto de olvidadas supersticiones ―explicó con tono académico Urrulus a la muchacha, que levantaba la mirada hacia él absorta en sus palabras, su nariz, algo respingona, ayudaba a destilar esa sensación de devoción―.

Hasta que los verdaderos dioses descendieron de los cielos sobre una ciudadela flotante, manifestación palmaria de su poder, para redimir los pecados de los hombres y darse a conocer. Por eso se le llama a este acontecimiento el “Advenimiento” y marca el año 0 de nuestra Era. El hombre vivía en la oscuridad y nada sabía de los dioses, pero vinieron a nosotros y se hizo la luz.
― ¿Vinieron a redimir los pecados de los hombres? ―una sonrisa irónica se dibujó en los labios del filósofo, que daba muestras de una inquietud desacostumbrada―. Claro, por supuesto, por eso se dedicaron los años siguientes a esclavizar y convertir a los pueblos próximos. Por eso los obligaban a rendirlos culto y servirlos so pena de ser destruidos. Ciertamente trajeron la salvación al mundo ―el sarcasmo de su comentario resultó evidente.

― Jamás mis oídos escucharon una tergiversación de la historia más ruin ―intervino ligeramente encolerizado el historiador, mirando ahora fijamente a su colega e ignorando a la pupila que había emitido la cuestión―. Los dioses ofrecieron a aquellos pueblos su salvación y la de sus almas, al miserable precio de un mínimo reconocimiento y respeto. En su inconmensurable generosidad, los dioses ofrecieron la salvación incluso a quienes, manipulados seguramente por las antiguas castas sacerdotales de los arcanos, no la querían. Hubieron de mostrar su poder para convencer a los descreídos; pedirles una fe ciega hubiese sido injusto, ya que entonces nada hubiese podido distinguirlos de los charlatanes de feria o los sacerdotes de los Arcanos, y sólo los tontos hubiesen acudido a ellos. Hubo muertos, sí, pero qué son unos centenares, unos miles de vidas a cambio de la salvación de la humanidad. Aquellos infelices perdieron sus vidas, pero en compensación recibieron la eternidad para sus almas.

Demetrio dejó escapar una sonora risotada. El semblante de su interlocutor se ensombreció notablemente. La muchacha miraba a uno y a otro con evidente curiosidad.
― ¿Salvaron sus almas? ―replicó burlón el filósofo―

Menudo eufemismo, ahora va a resultar que el asesinato, cuando es bendecido por los dioses, es una redención de la víctima.
¡Salvaron sus almas! Eso es como decir: ¡salvaron sus ñutts!
― ¿Qué es un ñutt? ―preguntaron al unísono.

― Lo mismo que un alma; o sea, nada ―declaró con su flema habitual―. ¿Qué es un alma? Nunca he visto ninguna por ahí. Es tan sólo un mito de los arcanos para explicar la muerte y los cuerpos inertes, que algunos filósofos han explotado y ha calado hondo entre las gentes. Yo, confieso, sólo veo cuerpos vivos y cuerpos inanimados. Cuando una vida se apaga, no veo un alma que se libera, sino un cuerpo exánime. Tal vez debamos llamar a alguna de esas “almas eternas” para que pueda contarnos su versión de la historia...

Antes de que Urrulus pudiera replicarlo, Filias tomó de nuevo la palabra. El discurso estaba llegando a unos derroteros demasiado profundos, para los que aún no se sentía preparada a transitar. Además no soportaba dejar de ser el centro de atención; a riesgo de recordar su transgresión, trató de reencauzar la conversación con una nueva pregunta.

― Perdón Maestros, pero en mi ignorancia no acabo de entenderlo. Si los dioses sólo se preocupaban de la salvación de nuestras almas. ¿Por qué tuvo lugar la “Guerra de los Dioses”? ―ambos se volvieron hacia la muchacha perplejos.

― Pocos años después del Advenimiento, según cuentan los anales ―el historiador volvió a adoptar una pose magistral―, hubo una escisión entre los dioses. Magrud, que en aquél entonces era su líder, desesperó de convertir a los hombres, a los que acusaba de ser impuros. Bulfas, por el contrario, en su bondad, seguía creyendo en los humanos y se opuso a las órdenes de Magrud de aniquilar a la especie de la faz del mundo, y...

― Sí claro, y en el Este te dirán que era Bulfas el pérfido que quiso exterminarnos y Magrud quien se opuso ―interrumpió Demetrio mirando a la estudiante―. Yo conozco otra historia mucho más plausible, claro que no es oficial, pero la oficial varía según la autoridad que la oficializa. Existen documentos de la época que hablan de un rumor, según el cual Bulfas se entendía con la mujer de Magrud y fue sorprendido en pleno adulterio. Yo, sinceramente, creo mucho más probable que ésta fuera la causa de la Escisión.

― ¿Vuestras irreverencias no tendrán fin? ―le reprobó Urrulus antes de volverse hacia la muchacha― Tras la Escisión, los dioses y el mundo vivieron una época de paz que duró algo más de medio siglo. Ambas facciones se habían repartido Kherian en áreas de influencia. Pero Magrud no pudo contenerse, quiso ser el único dios e imponerse a los pueblos que quedaron bajo la protección de Bulfas, quien, en su benevolencia, no podía permitir semejante atropello. Así comenzó la famosa “Guerra de los Dioses”.

― Nuevamente mostráis a nuestra alumna la versión oficial, que ya conocerá y que sin duda es la inversa de la que se enseña en las escuelas del Este. Pero nada de esto es cierto. Las leyendas en torno al Bien y el Mal sirven para exacerbar a las muchedumbres, pero el Bien o el Mal no existen, son tan sólo la personificación de nuestras apreciaciones. Nada es blanco o negro, en su lugar hay una variedad casi infinita de tonalidades de gris. Yo te contaré cómo sucedió todo ―el filósofo se sujetó la barbilla con la mano, acompañando el tono grave de sus palabras―.

En su afán de proselitismo, de someter a su credo a todos los pueblos, los dioses fueron engañados por los amónidas, fieles e inquebrantables en su culto a los arcanos. De este modo, pidieron por su cuenta ayuda a cada bando, a quien decían adorar, contra las injerencias del otro. Estalló un conflicto localizado en el que, por primera vez, murió un dios. Aquella muerte desencadenó la más funesta guerra que se haya conocido en el mundo.

― ¿Unos simples humanos, amónidas además, iban a engañar a los propios dioses? ―el historiador se permitió una sonora carcajada― Ridículo, la próxima vez invéntate algo más creíble.

― Esperen, podemos leerlo aquí ―Filias abrió el grueso tomo que aún llevaba entre las manos. Los maestros pudieron ver por primera vez lo que rezaba el epígrafe plateado del mismo: “La Guerra de los Dioses y sus consecuencias” por Dathales. Con una voz un tanto aguda comenzó a leer: >> ...Corría el año 63 desde el “Advenimiento”, cuando los distintos bandos en que se habían dividido los dioses y sus seguidores se enfrentaron violentamente en todos los rincones del mundo; haciendo gala de un ensañamiento y crueldad sin precedentes en la historia conocida. Las grandes batallas se sucedieron por tierra y mar. Pueblos, ciudades, reinos enteros fueron arrasados, razas exterminadas o sometidas, como los graph. Cientos de miles de seres murieron en combate y en un número aún superior fueron asesinados o deportados. Millones de personas se vieron forzadas a abandonar sus hogares y las enfermedades hicieron estragos entre desplazados y sitiados. Los propios dioses no fueron ajenos a aquellas masacres y cuatro de cada cinco encontraron la muerte en aquel absurdo enfrentamiento fratricida. (...)

Los maestros se miraron interrogativamente entre sí, mientras la muchacha leía. No se atrevían a interrumpirle, ni tampoco a cuestionar la autoridad de Dathales. Pasó algunas páginas y luego continuó leyendo: >> ...Tras once largos años de sangrienta y despiadada guerra, en la que no había llegado a proclamarse ningún vencedor, los dioses de ambos contingentes, reunidos en el “Concilio de Goblio”, decidieron poner fin a tantos sufrimientos y hostilidades.

Con aquel acuerdo, recordado hoy como “La Paz de los Dioses”, se selló una tregua indefinida, en la que ambos bandos renunciaban a toda forma de proselitismo, así como a cualquier contacto con los humanos ―a los que responsabilizan de la guerra―, obligándose a vivir en el subsuelo y dentro de los límites de sus dominios en el momento de firmarse el pacto. (...)

― A esto me refiero ―protestó Filias, sintiéndose incomprendida―.
¿Cómo es posible que una guerra tan cruel se hiciese para salvar a los hombres? ¿Cómo es posible que quienes predican amor sólo nos legasen armas e instrumentos de destrucción?
En otros pasajes del libro explica cómo al comienzo de la guerra sólo habían creado magos, más tarde crearon a los caballeros sagrados a lomos de gigantescos reptiles voladores para combatir a los magos del bando contrario, después llegó el turno a los archimagos, que combinaban los cuatro poderes de la magia, a los que se entrenó a su vez para hacer frente a los caballeros sagrados. Finalmente se crearon los sanadores, pero no por un deseo altruista de curar las enfermedades del hombre, sino para minimizar las bajas en sus propios ejércitos. Y junto a ellos una larga lista, que no he podido memorizar, de artilugios mortíferos y sirvientes guerreros...

― Comprende hija que los designios de los dioses son muy complejos para que los podamos entender los simples mortales ― Urrulus trató de justificar la actuación divina―. Ni creo que nos corresponda a nosotros reprobarles por sus actos. En cualquier caso, olvidas que también debemos mucho a los dioses en otras materias no bélicas, la mayor parte de las innovaciones de que disfrutamos desde el “Advenimiento”, como los molinos, son un legado suyo y que, sin embargo, aquellos otros instrumentos más bélicos han quedado relegados a la historia.

― Caramba, no lo sabía. ―balbuceó la muchacha perpleja―. Nunca lo había visto así.
― Pero ella tiene razón ―intervino Demetrio señalándola―. El comportamiento de los dioses fue desmedidamente cruel y despiadado. Incluso después de la “Guerra de los Dioses” y su confinamiento tras los acuerdos del “Concilio de Goblio”.
La prueba más palpable la tenemos en la “Guerra de los Titanes”. ― Dathales habla también de ella en este libro ―vociferó emocionada golpeando suavemente la cubierta del tomo que aún tenía entre sus brazos―. Dice que fue una consecuencia indirecta de la propia “Guerra de los Dioses”. Pero no lo entiendo, comenzó sesenta años más tarde, ¿cómo puede ser su consecuencia?

― Quizá no deberías interpretarlo en un sentido estrictamente literal―comenzó a explicar el historiador con su habitual tono académico―. Más que ser su consecuencia, la “Guerra de los Titanes” tuvo su origen en acontecimientos que sucedieron en aquella época: Los dioses y los mortales habían convivido muy estrechamente durante la “Guerra de los Dioses”. En ocasiones este contacto tan íntimo fue también de carácter..., de carácter... ―empezó a ruborizarse, miraba hacia la estudiante y se sentía incapaz de continuar. El filósofo lo hizo por él.

― De carácter sexual. Urrulus quiere decir que las uniones carnales entre dioses y humanos abundaron en aquellos años. Y además, resultaron ser extraordinariamente fértiles; de estos apareamientos nacieron los titanes, palabra que en creón significa “hijos de los dioses”, a los que se llamó así utilizando una vieja expresión, proveniente de los ritos arcanos, que significaba precisamente eso. De la misma raíz etimológica viene la denominación “titanio” ―precisó―. Los titanes, como recordarás, heredaron las principales características de sus progenitores. Su aspecto era semejante a ambos, poseían una fuerza y tamaño que rivalizaba con el de los dioses, aunque no su longevidad; su pigmentación también era claramente humana. Con el tiempo se demostró que, como los dioses, eran capaces de evitar el control psíquico, e inmunes también a los efectos letales del titanio. Su creciente poder en el mundo, en ausencia de los propios dioses, alertó a éstos, que, temerosos, decidieron exterminarles.

― Pero ¿cómo pudieron? ¡Eran sus propios hijos! ―protestó indignada Filias.
― No te dejes engañar por este tramposo ―intervino el historiador―. Las cosas no eran tan simples. Con los dioses replegados en el subsuelo, los titanes se habían hecho dueños del mundo, dirigían ejércitos, ocupaban tronos, renegaban de sus sagrados padres. Su fecundidad era muy superior a la de los dioses y sus periodos de gestación, propiamente humanos, muy inferiores a los divinos. Todo esto provocó que en poco más de medio siglo hubiese más titanes que dioses en Kherian. Poco importaba que cuando resultaban de aparearse con humanos, heredaran aquellas cualidades algo mermadas. Aún así, debes entender que, para los dioses, los titanes eran una consecuencia no deseada de su propio conflicto civil, hostiles a ellos, y se estaban apoderando del mundo. De haberlos dejado vivir se habrían hecho más fuertes y, quizá en su día, hubieran terminado por aniquilar a los propios dioses, erigiéndose a sí mismos falsamente como tales. Este fue el peligro que los dioses vieron y que, con gran dolor de su parte, se vieron abocados a atajar. Así fue como comenzó la “Guerra de los Titanes”.

― Mi buen amigo Urrulus, no te quedes a medias, cuéntaselo todo, dile cómo empezaron los dioses esa guerra ―apuntó Demetrio irónico―. Háblale de cómo crearon a los campeones, unos luchadores de élite entrenados con las potencialidades combinadas de un caballero sagrado, un archimago y un sanador; y no olvides mencionar cómo los utilizaron para ir “suprimiendo” discreta y selectivamente a los titanes uno a uno.

Pero les salió mal, los titanes, que habían heredado su inteligencia de los propios dioses, pronto advirtieron la purga de que estaban siendo objeto y contraatacaron. Liderados por Grozmer, Rey de Akaleim, tu tierra ―añadió dirigiéndose a la muchacha―, asestaron duros golpes a los dioses, antes de que fuesen derrotados en la batalla de “Dom” y exterminados definitivamente años más tarde en estas mismas islas en que ahora estamos.

Se hizo un tenso silencio en el que Filias derramó algunas lágrimas. No lloraba por lo titanes asesinados. Sabía muy poco de ellos para sentir esta compasión. Lo hacía por los propios dioses.
Urrulus permaneció pensativo. No era un hombre especialmente religioso, pero siempre había sentido un gran respeto y devoción por los dioses. Como historiador nunca había podido dar crédito a aquellos textos que hablaban de atrocidades gratuita su otras infamias atribuidas a ellos, no podía entender que la bondad y la generosidad no fuesen las cualidades primarias de aquellos seres superiores. Quizá su propio fervor le había cegado para comprender lo que ya sabía. En boca de Demetrio las acciones de los dioses parecían terribles, pero en su fuero interno estaba convencido de que siempre tuvieron una buena razón para actuar así, aunque su limitación humana le impidiera comprender cuál. No le importaba perder o ganar en su batalla dialéctica con el filósofo. Quería tan sólo saber la verdad; pero, traicionándose, no podía admitir que ésta fuese otra que la que él ya sabía y esperaba.

Demetrio, a su vez, se sentía vencedor de su particular duelo con el historiador. No había sido capaz de demostrar el carácter no mágico del poder de los dioses, de hecho Urrulus parecía haberlo vencido a este respecto, pero providencialmente la aparición de la muchacha, incidiendo en la crueldad de los dioses, había conseguido lo que no pudieron sus argumentos, que Urrulus se replantease sus convicciones; pues la mente de este buen hombre, pensó, no es capaz de concebir un comportamiento abyecto en la divinidad. En realidad le importaba muy poco la existencia o no de la magia, como en general todos los temas relativos a los dioses. Tan sólo quería recibir la satisfacción de una victoria dialéctica frente a su testarudo colega.

Ambos mentores se miraron entre sí, sostuvieron la mirada unos instantes y, sin necesidad de decirse nada, se volvieron hacia la discípula que acababa de secar sus lágrimas. El filósofo habló en nombre de los dos: ― Ahora nos corresponde a nosotros preguntar y a ti responder, puesto que has asistido a toda la discusión ¿Qué postura te parece más aceptable? ¿Es mágico el poder de los dioses? Habla libremente, esto no es un examen, ni hay una respuesta acertada, tan sólo nos gustaría conocer tu opinión.

Filias permaneció callada. Asombrada de que dos reputados maestros le pidiesen su parecer. Halagada, confusa, la palabras no salían de su garganta. Miró a uno y a otro, ambos parecían ansiosos por escucharle. Finalmente habló: ― Pues yo... esto..., a decir verdad..., el poder de los dioses no puede ser sino mágico ―Urrulus sonrió emocionado, una mueca de decepción invadió el rostro de Demetrio―,...en la medida ―continuó― en que hay mucha gente que lo vive así. Pero al mismo tiempo no lo es, en tanto existan otros, como se ha visto aquí, que no encuentran nada mágico o divino en su actuación ―la sonrisa del historiador se congeló―. ¿Cómo podríamos probar que es de una u otra manera? ―pensaba en voz alta―.

Creo que era Diógenes quien decía que cada cual habita su mundo particular, con sus propios pobladores, aunque todos creamos vivir en un mundo compartido. De hecho, me parece recordar que atribuía a esto la intransigencia, como cada uno vive en su propio mundo, como si fuera un mundo compartido, no puede aceptar que los demás no reconozcan los ingredientes de su mundo, los cree errados con respecto a la verdad, que siempre es la de su mundo particular. Lo mismo, considero, puede decirse de la magia, la magia existe si uno vive en un mundo mágico y no existe si se vive en un mundo técnico. ¿Cuál es el mundo verdadero? ¿Hay alguna forma de dirimirlo? ¿Es más cierto que el poder de los dioses es mágico que su inversa? Habríamos de ser dioses para poder responder, y aún en este caso lo haríamos desde nuestra particular visión divina. Con respecto a su pregunta, creo sinceramente que ambos tienen razón ―esta vez no era coba, pero le ayudaría a quedar bien pensó―, pero también que la discusión es inútil. Si un mago lanza un rayo como muestra de su poder, ¿En qué afectará al rayo el hecho de ser mágico o fruto de una depurada técnica? ¿Será menos dañino su poder? ¿En qué cambia los hechos una u otra interpretación?
Se lo adelantaré, en mi humilde opinión, en nada.

Ambos mentores la contemplaron impresionados, se miraron entre sí y sonrieron. Esta chica promete, pensaron. Luego, Demetrio se inclinó haciendo una reverencia, “algún día se dará cuenta de que no puede haber magia en el mundo”, se dijo a sí mismo el filósofo. Urrulus, a su vez, le dio unas suaves palmaditas en la espalda; “algún día se dará cuenta de que el poder de los dioses sólo puede ser mágico”, pensó el historiador…

[1] Árbol que crece en los bosques de Foreas. En el interior del Reino de Burdomar. Su madera es semejante a la del pino, aunque permite un trabajo mucho más fino, por lo que es especialmente utilizada para la construcción de mobiliario decorativo.

[2] Kherian es la denominación kantheria para referirse al mundo en su conjunto. Aunque ambos hablaban en fluido creón, en el año 623 después del “Advenimiento”, la denominación imperial se había popularizado hasta tal punto, que hacía olvidar otros apelativos del pasado.

Autor: Enrique Timón Arnaiz

El retorno de los magos, de Enrique Timón Arnaiz

El Último Titán representa una nueva forma de concebir la literatura fantástica, alejada de tópicos como la eterna lucha del bien contra el mal, la introducción reiterada de elementos místicos inexplicables, el recurso a categorías rígidas propias de los juegos de rol o la repetición inagotable de esquemas exitosos (como el del héroe humilde que debe encontrar o utilizar un artilugio mágico con el que salvará el mundo). Tal afirmación no obedece a ningún prurito ni pretensión de originalidad exacerbada, sino a la mera constatación de que no se trata de un relato de literatura fantástica al uso, aunque existan muchos elementos que puedan emparentarlo con los textos más conocidos: así existe un personaje central solitario y autosuficiente semejante en esto a Conan, Kull o Sonja de Robert E. Howard. Al igual que Drizzt de Salvatore se trata de un personaje atormentado por las dudas y el lastre de su pasado. Como en ciertos relatos de Robert Jordan se cuida especialmente el realismo de los ambientes en los que desenvuelven los personajes. Imitando y profundizando en el proceder de Tolkien se han documentado exhaustivamente todos los aspectos del mundo desde los histórico-evolutivos, a los étnicos, geográficos, sociológicos, económicos o lingüísticos antes de situar a los personajes en él. Recuerda a las sagas de Margaret Weis y Tracy Hickman en el ritmo ágil de la narración, amenizado por el concurso de personajes y situaciones que suavizan el dramatismo de los acontecimientos. Como en las sagas de Glen Cook no hay princesas elfas, ni caballeros andantes, sino que los personajes se mueven más bien en ambientes marginales. Como en Canción de Hielo y Fuego de George R.R. Martin, sin ser como aquella una novela coral, podemos ir viendo cómo los acontecimientos se destacan en virtud de la perspectiva psicológica de los personajes. En definitiva, sigue el esquema común propio de la mayoría de los relatos fantásticos o de aventuras, los protagonistas, a los que se unen y abandonan nuevos personajes, van enfrentándose a los distintos desafíos que les depara su situación.

Datos Biográficos


Enrique Timón Arnáiz, nace en Burgos (España), el 13 de enero de 1966. Estudia Filosofía en la Universidad de Santiago de Compostela, donde se licencia en 1989.

Recibe el Premio Extraordinario de Licenciatura por esta Universidad, en la que también cursará estudios de doctorado. Trabaja como Investigador, e imparte docencia, en el Departamento de Filosofía y Antropología Social, entre los años 1991 y 1993.


Analista-programador de software desde 1996, ha dirigido Departamentos de Desarrollo de varias empresas ligadas a la innovación tecnológica. En la actualidad (desde 1999) es Director de Investigación y Desarrollo en Kherian Soft.


Autor de diversas teorías epistemológicas como la que sostiene la posibilidad de crear una ciencia de las condiciones constitutivas de la realidad, frente a la imposibilidad de obtener certeza alguna de sus determinaciones ontológicas o la que señala que no podemos recordar lo sensible en la experiencia etc… Ha destacado en el diseño de algoritmos complejos de Inteligencia Artificial y en los últimos tiempos en la creación de un nuevo y potente lenguaje de programación orientado a conceptos, que cuenta con el apoyo del Centro para el Desarrollo Tecnológico e Industrial.


Desde 1991 ha publicado varios libros de ensayo en distintas editoriales del sector, fundamentalmente orientados a la investigación epistemológica y la historiografía filosófica. También son abundantes sus contribuciones en forma de artículos o capítulos en revistas especializadas y obras colectivas. En 1997 Presidió el XXXIV Congreso de Filósofos Jóvenes, que marcó su despedida del mundo académico filosófico, que no de la filosofía. A partir de esas fechas se embarcó en el proyecto literario de crear una nueva saga de fantasía épica con todo lo que ello implicaba (creación de un mundo amplio, poblado por distintas etnias y una rica historia, etc…). Diez años más tarde, acaba de publicar el primer volumen de esa saga: El Último Titán. Enrique Timón falleció de un derrame cerebral a los 41 años de edad, dejando el segundo libro de la saga escrito y las pautas para un tercero, que su esposa Irma y algunos amigos han decidido terminar.

Datos Bibliográficos Filosofía- Ensayo:

Crítica de la Realidad Establecida (Novo Século 1991, 1993)

"El punto de vista de la perspectiva" en Ortega y la fenomenología (UNED, 1992)
Introducción al pensamiento filosófico (Sociedad de Investigación Filosófica “Ortega y Gasset” 1995)

"La ciencia fenomenológica de las humanidades en Ortega y Gasset" en Fenomenología y ciencias humanas (Universidad de Santiago, 1998)

"Hacia una revisión crítica de la epojé escéptica radical" (Investigaciones Fenomenológicas III, UNED 2001)

Prolegómenos a la epistemología (Sociedad de Investigación Filosófica “Ortega y Gasset” 2002)
Epistemología (Previsto 2008)

El perspectivismo radical de Ortega y Gasset y sus precedentes históricos (Previsto 2008)

Enlace para comprar o descargar de forma gratuita "El retorno de los magos".

http://www.enriquetimon.com/UltimoTitan/Ultimo_Titan.htm


Autor: Ángel Vela (palabras)

Correo Electronico: lanaiel(arroba)hotmail.com

miércoles, 28 de mayo de 2008

Concierto acústico hoy a las 20,30 h en la Librería La Araña.




La Araña se complace en invitarte a un concierto acústico hoy a las 20,30 h en la Librería La Araña.


Los músicos son:
- Amanta: guitarra y voz
-Lullaby: guitarra y voz


Si te apetece, te esperamos...




viernes, 23 de mayo de 2008

Amor a primera linea

¡Amor, amor!, no te encuentro. ¿Dónde estás?

–En la línea de un guión. Ven a buscarme.

Autor: Julián Sancha

Correo Electronico: obliviamare(arroba)gmail.com

martes, 20 de mayo de 2008

El niño que bailaba bajo la luna (Juan Ángel Laguna Edroso)


Ecos de Poe, sombras de Dunsany y brillos de Lovecraft, efluvios góticos preñados de leyenda y misterio en un cuento ambientado en el Aragón pirenaico de brujas, lobos, gatos negros y vetustos cementerios. Eso es lo que se nos ofrece con esta primera publicación de la editorial Nuevos Soportes Gráficos, primera del mundo en editar en un soporte plástico impermeable, con una resistencia al tiempo y al uso muy superior a su homólogo de celulosa y que no necesita de la tala de árboles para conseguir su materia prima.
Enmarcada dentro de las actividades creativas del grupo Cambium, esta obra supone una fuerte apuesta, además de por el novedoso soporte, por su edición bilingüe, con traducción al francés de Eléonore Jacquiau-Chamska, y también por la profusión de ilustraciones intercaladas, obra de Jean Gilbert Capietto, que le dan al conjunto una presentación excepcional.
Así pues, vamos con la reseña de esta obra del señor Edroso, o Kachi, o Akhul, según el puerto en el que hayas tenido el honor de cruzarte con él.


Autor: Juan Ángel Laguna Edroso (Zaragoza, 1979), diplomado por la Universidad de Zaragoza en Ingeniería Química y residente en París. Profundo amante de la literatura desde su más tierna juventud, vio como su primera novela, Cain Encadenado, era publicada en el 2000 bajo el sello de Premura Editorial. A partir de ahí, y en cierta medida gracias al impulso que aquello supuso, ha desarrollado una intensa actividad literaria que lo ha llevado entre otras cosas a ganar el certamen “500 gotas de agua” en el 2001, con la consiguiente publicación del relato Lágrimas amargas (Editorial Egido); a ser finalista en el concurso “Psycho-tau” (Ediciones Tau) del 2002 con su novela Lección de Miedo; a ganar en el 2004 el concurso “Imágenes de Aragón” con el relato Un rincón de Zaragoza, publicado por Editorial Egido; y a ser también ganador del “2º Certamen Relato Joven 2005” en la categoría Tácito, con el relato Candado herrumbroso, y primer finalista en la categoría Leviatán con el relato El fantasma de Rödika Sprecherin, ambos de próxima publicación. También ha sido autor de las contracubiertas de los libros Los límites de José Ángel Jarne (Mira Editores) y Un portal de palabras (NSG-Ociojoven), de próxima aparición, y ha visto publicados sus relatos Tendencias Suicidas (revista Punto Cultural) y Sextrum 3000 (revista Alfa Eridani).

Actualmente combina sus actividades de ingeniería con gran cantidad de proyectos de creación literaria, la publicación de artículos en la revista “Criaturas saturnianas”, perteneciente a la Asociación Aragonesa de Escritores, de la que es miembro numerario, y la explotación de la patente del libro de plástico a través de su editorial Nuevos Soportes Gráficos, sello que publica la obra que aquí reseñamos.

Sinopsis: Bajo la luna llena, un niño rubio como un querubín, pálido como la reina de la noche, se dispone a perpetrar una de sus travesuras: la visita al vetusto cementerio de la localidad. Así, acompañado por los ruidos y las presencias nocturnas, abrigado por la atmósfera del más clásico terror gótico, se desarrolla este cuento del niño que bailaba bajo la luna y la tormenta, entre los aullidos de los lobos y las lápidas del cementerio, sin saber por qué sentía esa atracción irrefrenable por el astro nocturno…

Edición: El Niño que Bailaba bajo la Luna/L´enfant qui Dansait pour la Lune, ediciones Nuevos Soportes Gráficos − Grupo Cambium.
Formato especial, tamaño 22x22 cm, fabricado en papel plástico (más información aquí); tapa blanda, 55 páginas con ilustraciones en blanco y negro de Jean Gilbert Capietto y traducción al francés de Eléonore Jacquiau-Chamska.
ISBN: 84 93429 201
Libro de plástico: http://www.ociojoven.com/article/articleview/954081/

Conclusión: ¿Qué hay más agradable que leer a media luz una de esas historias donde la atmósfera nos puede y nos lleva a los más oscuros rincones de la imaginación? ¿Qué mejor que dejarse seducir por la leyenda en lugar del suceso, por el terror que se susurra y no por el que se grita, por el buen gusto más allá sorpresas y otros recursos efectistas?
Desde el inicio de la lectura uno se siente sumergido en esa magia de la que tan buen uso hacían clásicos como Poe, Lovecraft y Dunsany, fuentes de las que sin duda ha bebido el autor. Con una prosa rica, cuidada, generosa en reminiscencias líricas, se desarrolla una historia donde todo se insinúa aunque nada se dice, haciendo partícipe de la historia al lector, que de entre las bellas imágenes que se presentan ante su imaginación, de entre las menciones y los recuerdos, ha de llegar por sí mismo a ese fondo de terror que subyace oculto en los buenos cuentos de misterio.
El juego de iconos con el que se arma la historia: los cuervos portadores de mal agüero, los lobos que rinden pleitesía a la luna con su coro de aullidos, las brujas de leyenda, los gatos negros que guardan oscuros secretos tras el iridiscente brillo de sus ojos, son los viejos conocidos que nos acercan la historia al recuerdo, a las clásicas historias que, de pequeños, nos regalaron esa primera punzada en el estómago, ese primer escalofrío que tan agradable resultaba al calor de la familia.
También cabe mencionar aquí el gran trabajo que el artista gráfico Jean Gilbert Capietto ha realizado para la obra, bellas creaciones en blanco y negro que hacen de éste un verdadero cuento ilustrado y no “con ilustraciones”, en el que la palabra y la personalidad del que la firma tienen perfecta réplica en las también personales ilustraciones; a veces sutiles, como hojas que caen en la noche, otras rotundas y majestuosas como el oscuro cementerio, para el cual se tomó como modelo el de Père Lachaise.
En definitiva, un gran despliegue de talento para sacar adelante lo que hace no tanto tiempo era sólo una ilusión.


Autor: Manuel Mije (Canijo)

Correo Electronico: perring255(arroba)hotmail.com

domingo, 18 de mayo de 2008

El perdedor

-¿Qué se supone que eres?-preguntó la joven violinista, con una sonrisa traviesa apenas asomando por la comisura de sus labios.

-Soy un orco.-dijo el extraño.-Llevo en este mundo desde mucho antes de que fuese lo que ahora es. Llevo aquí tanto tiempo que he perdido la cuenta de los siglos.

La joven rió, una risa clara y musical que consiguió lo que parecía imposible, arrancar una sonrisa del rostro duro y afilado de aquel extraño individuo. Los dientes del extraño tenían una forma algo espeluznante, demasiado afilados, como si se hubiese tomado el trabajo de sacarles una suave punta uno a uno con una lima. Tenían el tono amarillento propio de la dentadura del un fumador empedernido.

-¿Nomecrees?-dijo él.

Tenía una voz profunda y algo ronca, que a la chica le parecía perfecta para contar historias de terror. Daría miedo si no tuviese estuviese tan cargada de tristeza.

-¿Cómo voy a creerte?-dijo ella.-Me estas diciendo que eres un personaje de fantasía. Y además, no tienes pinta de orco. Se muy bien como son los orcos, créeme.

-No tienes ni idea.-dijo él, poniéndose serio de repente.-Crees que sabes, pero no sabes nada. Tienes la cabeza llena de mentiras, de prejuicios. Pero quizá sea hora de que empieces a creer.

La violinista se estaba empezando a preocupar. No sabía si aquel tipo podría llegar a ser peligroso. En silencio le vio dar un largo trajo a su jarra de cerveza negra. Después el extraño pareció pensativo, como si estuviese a punto de tomar una determinación. Lentamente, la violinista le vio inclinarse hacia ella. Entonces ocurrió. Solo duró un instante. Podría haber sido solo la suave luz del local creando un efecto inquietante, pero la joven supo que no. El extraño le había mostrado su verdadero rostro.

-Y ahora que tengo tu atención,-dijo él.-quizá quieras escuchar mi historia.


¿Cuánto tiempo hacia que llevaba viendo a aquel extraño personaje? La violinista no recordaba cuando fue la primera vez que le descubrió sentado en el rincón más recóndito de la Taberna del Dragón Verde, con las manos entrelazadas como si estuviese dirigiéndole una oración a la jarra de cerveza negra que invariablemente estaba frente a él. Sus cabellos negros y largos caían sobre su rostro y se aliaban con la oscuridad en ocultar su rostro de facciones afiladas. Cuando pudo verlo por primera vez, la violinista pensó que parecía un lobo que hubiese adquirido forma humana. No fue capaz de averiguar que edad tenía por su aspecto. Quizás tuviese veinte años, quizá el doble. No había arrugas en su rostro, pero en su expresión se destacaba el poso de amargura y sueños rotos que casi siempre trae consigo la madurez.

La joven violinista no tardó en darse cuenta de que parecía atraer la atención de aquel extraño cada vez que visitaba aquella simpática taberna de fantasía. Las primeras veces lo hizo acompañando a su banda, amenizando la noche con su música. Era normal en aquellas ocasiones convertirse en el centro de atención de todos los presentes. Pero cuando comenzó a acudir ella sola, solo por pasar la noche en un sitio agradable, seguía sintiendo la mirada de aquel extraño fija en ella desde la oscuridad. Curiosamente, nunca se sintió amenazada. Aquel personaje parecía encajar en el lugar como las criaturas de fantasía de goma y cartón piedra que lo decoraban. Cuando aquella noche, tras volver a tocar con su banda después de muchos meses, el extraño había salido de las sombras y se había ofrecido a invitarla a un trago, no había tenido motivos para decirle que no.


-No puede ser cierto.-dijo la joven.-Esto es absurdo.

-¿Qué es absurdo?-dijo el extraño que decía ser un orco.- ¿Cómo sabes tu que es cierto y que es falso? Necesitas saberlo todo para poder determinar eso. Y no sabes casi nada. No, esos malditos elfos se ocuparon muy bien de borrar nuestro rastro, de que nuestra existencia no fuese más que un sueño, un mito, una leyenda.

-¿También los elfos existen?-preguntó la joven.

Una risa amarga surgió de la garganta del supuesto orco.

-Esos bastardos existieron.-dijo.-Afortunadamente para todos su estirpe se extinguió hace mucho. Si, se dice que eligieron extinguirse, que su tiempo había acabado. Lo cierto es que se habían vuelto tan decadentes y degenerados que la propia Madre Naturaleza se encargó de ellos.

-Pero se dice que ellos libraron al mundo de vosotros.-dijo la violinista.-Bueno, al menos al mundo antiguo, el que vino antes del mundo de los hombres.

-Sí, conozco la historia.-dijo el orco, con una extraña sonrisa.-La conozco mejor que tú. La viví en primera línea. Ellos la llamaban una guerra gloriosa, una lucha necesaria. No era la primera vez que nos enfrentábamos, pero esta vez nos habíamos vueltos demasiado molestos. Nos habíamos adaptado a esa Tierra de Sombras llena de veneno y pestilencia a la que nos habían obligado a exiliarnos tras nuestro primer enfrentamiento. El veneno que comíamos, bebíamos y respirábamos había deformado nuestra apariencia pero había aguzado nuestra inteligencia y nuestro ingenio. Supongo que sabrás que en el principio fuimos la misma especie, los elfos y nosotros. Ellos decían que degeneramos, que nos habíamos convertido en una especie maligna. Nunca contaron porqué nos separamos en dos grupos. Sencillamente, éramos malvados porque éramos horrendos orcos. Como si la bondad o la maldad de un ser dependiese de su raza o de su belleza.

-¿Por qué os separasteis?-preguntó la violinista.

No sabía si por el influjo del alcohol o por la sorprendente amargura de la voz de aquel extraño, pero lo cierto es que estaba comenzando a creer sus palabras. Y eso le hacia sentirse totalmente aterrada y al mismo tiempo irresistiblemente fascinada.

-Ellos vendieron su alma a otras criaturas.-dijo el orco, con un gesto de asco.-Los llamaban dioses. No tenían nada de divino, créeme. Eran criaturas mucho mas antiguas que nosotros, mas antiguas incluso que el mundo. Llegaron de otro lugar, quizá de otro mundo, o de otro universo. Eso nunca lo supimos. Esos.....dioses podían conceder dones. Lo llamábamos magia, aunque no había nada sobrenatural en todo aquello. Eran enormes masas brillantes de carne pulsante que flotaban en el firmamento. Cuando hablaban sentías su voz tronando dentro de tu cráneo. Daban miedo. Nosotros éramos especialmente sensibles a su influencia. Nos prometieron el dominio del mundo si les ofrecíamos nuestra lealtad. Querían dominar el mundo a través de nosotros. Los elfos son los que aceptaron, los que se sometieron. Nosotros fuimos los que preferimos seguir siendo libres. Esa fue la primera guerra entre los dos bandos. Los dioses venidos de otro lugar, y sus esclavos, contra los pueblos libres de la tierra. Vosotros también andabais por ahí, pero todavía erais una especie demasiado joven. Pasaron milenios hasta que escuché una palabra pronunciada por un humano. Pero ellos, los dioses, ya os tenían miedo. Se te va a enfriar la cerveza.

La violinista miró su jarra de cerveza como si la acabase de descubrir frente a ella. Dio un tímido sorbo, apartando solo un instante su mirada de los ojos de aquel extraño.

-Ellos ganaron.-dijo el orco.-Supongo que te lo imaginarías. Los dioses evolucionaron después de aquello. Se fueron adaptando. Aprendieron a disfrazarse con la piel de los elfos y de los hombres. Por supuesto, los hombres fueron también sojuzgados. Todos los pueblos que se negaban a seguir su mandato eran masacrados, y tenían que exiliarse a la Tierra de las Sombras. Los mismos dioses habían creado aquella región emponzoñada al llegar a nuestro mundo. Siempre pensé que fue un accidente, que sencillamente habían varado en este islote en medio del universo mientras se dirigían a algún otro lugar.

-¿Había humanos en la Tierra de las Sombras?-preguntó la joven.

-Si.-dijo el orco.-Los elfos se habían vuelto terriblemente elitistas, solo ofrecían alianza a aquellos pueblos humanos con un aspecto parecido al suyo. Ellos eran la especie superior, al menos así lo que creían, así que los humanos que más se pareciesen a ellos tendrían que ser los mejores. Cualquier color de piel diferente era considerado inferior. Se les ofrecía la esclavitud, o el exilio. Los humanos nos fascinaron desde el primer momento. Criaturas inteligentes condenadas a morir, como simples animales, marcadas por su propia mortalidad, y al mismo tiempo llenas de vida. No teníamos magia en el reino de las sombras, pero junto a los humanos conseguimos convertirla poco a poco en un hogar. Sucio y peligroso, pero nuestro hogar. La ciencia y la técnica fueron nuestras armas frente al misticismo y la hechicería de los dioses. Por supuesto, ellos veían nuestros avances como un comportamiento obsceno y degenerado. Y los elfos y humanos que les seguían tan solo asentían con sus cabezas y aceptaban sus palabras como dogmas de fe. Los dioses hacia milenios que no caminaban entre ellos con su auténtico aspecto. Ahora se hacían pasar por hechiceros de aspecto humano. Y la alianza de esclavos formada por los elfos y los hombres tuvo la ironía de llamarse a si misma el pueblo libre. Estaban ciegos, totalmente ciegos.

La violinista desvió un momento la mirada de los hipnóticos ojos de aquel supuesto orco y contempló el contenido de su jarra de cerveza. Aquella era un historia hermosa. Y tenía sentido. La joven dio un largo trago a su jarra, sin detenerse hasta que estuvo vacía. Si tenía que estar borracha para terminar de creer aquella historia, que así fuera. Quería creerla.

-Esa guerra de la que me hablaste,-dijo después de limpiarse los labios de espumo con el dorso de la mano.-esa de la que tanto se habla, ¿cómo fue en realidad?

El orco sonrió, y a la violinista casi le asustó ver un leve atisbo de ternura en su rostro.

-Esa bendita curiosidad.-dijo.-Es lo mejor de tu especie. Sí, has leído sobre esa guerra, ¿no me equivoco, verdad? La has visto representada en ese prodigio humano que llamáis cine. La versión de los vencedores. Totalmente falsa, como siempre.

-Quizá la tuya también lo sea.-dijo la violinista, demasiado ebria ya como para que le importase ser impertinente.

El supuesto orco asintió levemente con la cabeza.

-Eso es cierto.-dijo.-Pero no me negarás que siempre es conveniente conocer los dos lados de la historia para decidir cual es la verdad.

La violinista asintió con la cabeza.

-Habla, te escucho.-dijo, su voz algo pastosa.

El extraño se acomodó de nuevo en su pequeño banco de madera.

-Estábamos empezando a progresar demasiado.-dijo.-Y los así llamados pueblos libres se preocuparon por nuestro progreso. En aquel tiempo los dioses habían adoptado la apariencia de humanos. Se hacían pasar por magos, por sabios. Ejercían su influencia de una forma más sutil. En realidad estaban aterrados, temerosos de mostrarse con su terrible apariencia por si los humanos o los elfos se volvían contra ellos. La estancia en nuestro mundo les resultaba dañina, las iba minando las fuerzas poco a poco. La magia se acercaba a su fin, decían. Malditos farsantes. Nunca tuvieron nada mágico, nada que la razón y la lógica no pudiese comprender. El punto culminante de nuestro progreso se produjo cuando el primero de los dioses murió. No sabemos porqué había venido a la Tierra de las Sombras a morir. Quizá allí había algo que pudiese salvarle. Lo venenoso para nosotros podría ser curativo para ellos, quién sabe. Su cadáver, que había reventado la carcasa humana que le contenía, fue puesto en disposición de uno de nuestros sabios, la mente más clara y privilegiada que jamás haya pisado la tierra. Solo ha habido un humano que se le acercase en sabiduría y proezas, ese que llamáis Da Vinci. Tú le conoces bajo otro nombre, el nombre que le pusieron nuestros enemigos. Pero nosotros le llamábamos Shoron.
-Shoron.-dijo la violinista, como si paladease aquella curiosa palabra.-Esa sabio... ¿le hizo la autopsia a un dios?

-Más o menos, eso hizo.-dijo el orco.-Nuestra técnica no era como la vuestra, te parecería primitiva en muchos aspectos, pero Shoron contaba con una mente especialmente dotada y todo el tiempo del mundo para meditar sobre sus conclusiones. Logró lo imposible. Descubrió la creciente debilidad de los dioses, y cual era la fuente de su poder. Y sobre aquellos descubrimientos llevó a cabo un experimento temerario y arriesgado. Hace milenios de todo aquello, pero todavía recuerdo la altísima torre que hizo construir, aquel hermoso mecanismo de relojería forjado en bronce brillando bajo el sol rojizo de la Tierra de las Sombras. Allí estaba la supuesta magia de los dioses, reducida a simple técnica por la inventiva de un orco. Pero necesitaba un cuerpo viviente para activarla, y Shoron empleó el suyo propio. No comprendí la alquimia que se llevó acabo en aquella torre, solo sé que un brillo que rivalizaba con el sol surgió de aquel inmenso aparato de bronce un atardecer. Shoron se había convertido en algo parecido a un dios, pero atrapado en los confines de su propia creación. Y los dioses auténticos se aterrorizaron, y enviaron a sus esclavos a exterminar a todo ser viviente de la Tierra de las Sombras.

-Pero teníais el poder de un dios con vosotros.-dijo la violinista.

-Uno contra muchos.-contestó el orco.-Su luz se posaba en nosotros y podía cambiarnos. Su presencia podía sentirse desde la distancia. Comparado con los otros dioses, no era más que un niño. Pero tenía la astucia de un orco. Y además, encontramos un aliado inesperado.

-¿Quién podría ayudaros?-dijo la violinista, aunque creía conocer la respuesta.

-Quien menos esperábamos.-dijo el orco.-Uno de los dioses, que tan solo deseaba regresar a la Tierra de las Sombras para intentar sobrevivir. Se llamaba Charmian, una criatura cansada y amargada. No sé por qué se apiadó de nosotros y nos ofreció su magia para crear un ejército que pudiese enfrentarse a los dioses. Yo me ofrecí voluntario, junto a otros muchos, y acudí a la torre de Charmian para que su magia me cambiase. Aquel anciano humano de largos cabellos blancos se metamorfoseó frente a nosotros en algo que durante milenios solo habíamos visto en nuestras pesadillas. Sus tentáculos nos tocaron, atravesaron nuestra piel, dejaron dentro de nosotros parte de su esencia. Y esa esencia nos cambió. Nos hicimos más grandes, más fuertes. Éramos el Azote de los Dioses, la élite del ejército de la Tierra de las Sombras. Y no tardamos en tener nuestra primera batalla.

Un brillo de tristeza apareció en los ojos del orco. Su jarra de cerveza estaba vacía.

-¿Quieres otra?-le preguntó a la violinista, señalando su jarra.

-Si, por favor.-dijo ella, tras pensarlo por apenas un instante.

En cuando dos nuevas jarras estuvieron frente a ellos en la mesa, el supuesto orco continuó su relato.

-Ninguna guerra es gloriosa.-dijo.-Y los pueblos que luchan, aunque sea movidos por la desesperación, como el mío, siempre pagan un precio muy alto. No hay nada hermoso en una batalla, en destrozar a tu rival, en romper su carne y quebrar sus huesos. No hay nada mas parecido a un infierno que la visión de un campo de batalla una vez la lucha ha acabado y solo queda carroña para los buitres. No me gustaba aquello, pero no tenía alternativa. Estaba defendiendo mi casa, mi gente, la dama a la que le había entregado mi corazón. ¿Que podía hacer sino luchar con todas mis fuerzas?

-¿Hay mujeres orco?-preguntó la violinista, sorprendida.

-Claro que las hay.-dijo el extraño.-Y son hermosas, terriblemente hermosas. Mucho más que esas altivas elfas de corazón de hielo. Y la más hermosa de todas era sin duda mi dama. Los elfos siempre olvidan hablar de ellas. Y de los niños, y de los ancianos. Pero existen. Son reales. Y ellos los persiguieron, los torturaron, los mataron.

La violinista vació media jarra de cerveza de un solo trago. Se sentía mal consigo misma, como si estuviese sucia por debajo de la piel. Había leído historias de gloriosas guerras en mundos de fantasía desde que era solo una niña. Nunca se le había ocurrido pensar en que sentían los seres del otro lado, esas criaturas que siempre eran descritas como seres horrendos y sanguinarios. Nunca se le pasó por la cabeza que un niño es un niño, sea de la especie que sea, y que no hay crimen mas horrible que destruir la inocencia y la vida de los niños.

-Te estoy cambiando.-dijo el orco, como si pudiese leer los pensamientos de la violinista.-Sabes que lo que te digo es cierto, ¿verdad? Las cosas nunca son tan bonitas y tan sencillas como en esos libros que seguramente habrás leído. ¿Cometimos atrocidades? Por supuesto. ¿Qué ejército no las comete? Forzados a luchar, a matar, a jugarse la vida cada día, lo peor de nosotros salió a la superficie. No creas esos cuentos de ejércitos valerosos y honorables. No hay honor en el corazón de un soldado cuando está embriagado por el aroma de la sangre.

-¿Y como acabó la guerra?-preguntó la violinista.

-Querrás decir que como la perdimos.-dijo el orco, con tristeza.-Lo teníamos todo de nuestro lado. Los dioses se habían refugiado en una de las ciudades de los humanos, un recinto amurallado al pié de una enorme cadena montañosa. No puedes ni imaginarte que hermosas eran aquellas tierras, como florecía en ellas toda clase de vida. Shoron había usado su poder para resucitar a siete antiguos héroes de nuestro pueblo, que se convirtieron en nuestros líderes. No eran fantasmas, ni seres vivos, era una especie de criaturas intermedias formadas de huesos, tiras de carne putrefacta y algo parecido a la neblina. Iban cubiertos por capas negras, pero yo pude ver a uno de ellos en una ocasión. No les gustaba haber sido devueltos a la vida, pero luchaban para defender a su pueblo, como un sacrificio más allá de la muerte. Shoron también había invocado a los antiguos dragones, criaturas nobles y maravillosas que habían sido diezmadas por los humanos y los elfos por orden de los dioses. Al atardecer, atacamos. Una marea de humanos se derramó sobre nosotros desde las murallas de la ciudad. Yo entré en la refriega y pronto mi espada cortó carne y la sangre salpicó mi rostro cegándome momentáneamente. No sé como no caí atravesado por acero humano en aquel mismo instante. Tuve mucha suerte, la verdad. Escuché gemidos a mi alrededor, gritos de dolor de mis compañeros. Cuando recuperé la vista el cielo se había ennegrecido, plagado de miles de flechas élficas. Pero, cubiertos con nuestros escudos, seguimos marchando. Sobre nosotros, en el cielo, se libraba la auténtica batalla. Dragones montados por los héroes resucitados luchaban cuerpo a cuerpo contra los dioses, que se habían desprendido de sus envoltorios mortales y mostraban de nuevo su auténtico aspecto. No recuerdo cuantos días duró aquella batalla. Recorrimos medio mundo, de lucha en lucha, dejando a nuestro paso cientos de cadáveres de ambos bandos. La torre de Charmian fue destruida por los elfos, y el único aliado con quien contábamos entre los dioses fue exterminado por los suyos. Desprovisto de su poder, su cuerpo cayó al suelo convertido en una enorme masa de carne putrefacta y sanguinolenta. Aquella era la primera vez que veíamos morir a un dios. Pero no sería la última. Cuando nos obligaron a refugiarnos de nuevo en la Tierra de las Sombras, solo uno de los dioses sobrevivía. Se llamaba Chandarf, el más cruel y manipulador de todos. Lo que quedaban de nuestro ejército se preparó para el final. Aquella era una batalla que no podíamos vencer. Pero al menos ganaríamos tiempo para los nuestros, tiempo para que buscasen refugio, para que se preparasen ante el desastre que se avecinaba. Tan solo uno de los dragones vivía aún, y sobre él cabalgaba el último de nuestros héroes ancestrales. El resto habían sido devueltos a la muerte por la magia de los dioses, lo que quedaba de sus cuerpos convertidos en ceniza. Y allí, frente a las puertas de las Tierras de las Sombras, cargamos contra nuestro enemigo. Casi no pude ver nada de la lucha de colosos que se produjo sobre nuestras cabezas. Mi mundo se había vuelto rojo, el rojo de la sangre y de la desesperación. Estaba como poseído, cortando y clavando mi espada en todo lo que se moviese a mi alrededor. Un destello nos cegó a todos un instante, y sobre nosotros comenzó a nevar. Pero no era nieve lo que nos cubría, sino cenizas, los restos del último dragón y del muerto viviente que lo cabalgaba. Me contaron que el último de los dioses se lanzó entonces contra la torre de Shoron, y que de aquel enorme ingenio parecido a un ojo mecánico surgió un rayo de luz que incendió el repugnante cuerpo flotante. Pero, antes de morir, Chandarf consiguió llegar hasta la torre para que Shoron se le uniese en la muerte. Aquel fue el fin de la batalla.

-¿Cómo lograste escapar?-dijo la violinista, apenas un hilo de voz pastosa surgiendo de entre sus labios.

-Nos reagrupamos y huimos.-dijo el orco.-El enemigo estaba demasiado ocupado celebrando lo que consideraban una victoria. Habían vencido, es cierto, y las puertas de la Tierra de las Sombras estaban abiertas para ellos. Pero ya no habría ningún dios que pudiese escapar de su decadencia en ella. Habían vencido para nada. Aunque supongo que es inevitable. En las guerras nadie gana nada. Los que sobrevivimos estuvimos varios siglos huyendo de la persecución de los humanos, hostigados por los elfos. Los supuestos pueblos libres colonizaron nuestra tierra y se apoderaron de nuestros conocimientos y nuestra sabiduría. Lo que vosotros llamáis tecnología es una llama cuya chispa fue el ingenio de los orcos. Nosotros tuvimos que convertirnos en esos bárbaros atrasados que los humanos creían que éramos. Nómadas, parias en nuestra propia tierra, refugiándonos en cuevas o en cabañas improvisadas. Un día nos llegó la noticia de que los elfos estaban desapareciendo. No pudimos evitar alegrarnos. Quizá fue un efecto secundario de su pacto con los dioses. Sin la ponzoña élfica, los humanos nos acabaron olvidando. Con el tiempo nos convertimos en leyendas, en personajes de cuento. Una nueva sabiduría se fue extendiendo entre los que sobrevivimos, el último regalo de Shoron, la habilidad para cambiar nuestro aspecto, para hacernos pasar por humanos. Y llegó vuestra era, pero nosotros permanecimos aquí. Y quizá aquí sigamos cuando el último de vosotros haya desaparecido.

Entre la violinista y el extraño se hizo un silencio incómodo, cargado de preguntas que no debían ser formuladas. Por un momento, los dos se concentraron en sus jarras de cerveza.

-¿Por qué me cuentas esto?-preguntó entonces la violinista.

-Porque me recuerdas a ella.-dijo el orco.-A mi dama. Porque necesitaba que supieses la verdad. Lo cierto es que no sé muy bien porqué lo he hecho. Quizá sea simplemente porque estoy demasiado bebido esta noche.

-¿No está contigo?-preguntó la joven, sorprendida.

-No.-dijo el orco.-Nunca la encontré. Prefiero pensar que sigue viva, en algún lugar. Cuando te vi por primera vez pensé que quizá fueses ella bajo forma humana.

-No lo soy.-dijo la joven, sintiéndose adormecida.-Lo siento.

Cerró los ojos y se los masajeo con los dedos, sin poder aliviar ese incómodo dolor que sentía justo detrás de ellos, en el centro mismo de su cráneo. Cuando los abrió, el extraño había desaparecido.

No volvió a verlo nunca más. Nunca pudo decirle que su extraña confesión le había ayudado a encontrar el origen de esa amargura que la devoraba por dentro desde que podía recordar. Tampoco pudo decirle que sus palabras habían destruido todo aquello en lo que siempre había creído, todo aquello por lo que siempre había vivido.

Nunca supo si aquel orco sabía que le había contado su historia a antigua Reina de los Elfos, la última superviviente de su especie.

Relato ganador del Certamen de Relatos del Dragón Verde de 2006

Autor: Juan Díaz

Correo electrónico:
jack_scarecrow(arroba)hotmail.com

jueves, 15 de mayo de 2008

Al surcar en peregrinaje caminos de espinas (presentación de un personaje)

Risas y menoscabos, jactancia y desprecio es lo que tienes a bien prodigar a un anciano que con sincero afecto se acercó a tenderte animosamente la mano. Debes saber que el hombre que está ante ti yaciendo indignamente en el suelo, que llora y se lamenta por los insultos y los golpes que le has propinado, aún encontrándose próximo al ocaso de su existencia, está lejos de mostrarse desalentado, porque muy poco han de pesarle, a día de hoy, los numerosos fracasos que la vida hubo de infligirle.

Él se muestra con facilidad pleno y dichoso puesto que, a diferencia de nosotros, apenas ha de bastarle un estímulo para quedar colmado de la más incipiente alegría.

¿Y qué si su felicidad ha de verse por entero supeditada a la sinrazón? ¿Quién en su sano juicio habría de sentirse agraviado por oírle narrar con, desacierto fingido, triunfos pasados?

¿A quién ha de dañar el que hubiera de cacarear a los cuatro vientos mentiras cuya magnitud sólo hubieran de equipararse al descrédito que éstas ofrecen? ¿Te ofende, soldado, que alguien que no lo ha sido se jacte de serlo? ¿Acaso tu aprensión puede ser tan mayúscula, y tan exigua tu voluntad, como para que un par de alusiones, extraídas de los desvaríos de un demente, consigan herir tu ardor guerrero?

¡Mírame!, y escucha la voz del que por la fuerza te somete, porque has de saber que el que fue en otro tiempo veterano de espada y espuela, ahora no ansía más que seguir sus pasos, desvincularse de una hiriente realidad incapaz de reportarle alegrías; apenas lo suficiente como para concebir nuevas verdades y alcanzar, por fin, la quietud de convertirse en un loco borracho.
No podrías llegar a imaginar cómo envidia su carencia de razón y cuánto bien le hace su compañía.

Un día, hace ya mucho, llegó a hasta él como hasta ti lo ha hecho, y altanero y bullicioso, desenfadado y charlatán, consiguió levantar un ánimo que ya se creía extinto, hasta tal punto, que logró recolectar una sonrisa del más yermo de los rostros.

La candidez de esas inocentes mentiras endulzó su corazón y, hallándose lejos de toda redención, albergó en él una sombría esperanza de olvido.

Pero no espero que alguien como tú, que se jacta de ser sincero y arremete contra todo lo que hubiera de diferir de sus criterios, llegué a entenderlo. Habrá de bastarte con saber que éste del que hablo te permitirá vivir porque él vive, y que sí lo hace no es porque lo necesite, puesto que tal es su desvarío y su miseria que quizás, llegado a este punto, un piadoso final sea lo más apropiado que podría obsequiársele.

El extinto caballero que en sus manos tiene ahora vuestro destino pensó, llevado por la misericordia, concedérselo; pero el egoísmo, fruto de su débil naturaleza, le impidió hacer lo debido.

Si no ha muerto es por la necesidad que otro tiene de él para subsistir, porque en su exigua existencia se albergara la esperanza, al estar llamada a ser la prueba viviente de que el sufrimiento no tiene por qué ser perenne. Esta determinación no tiene más sentido que la que pudiera tener que un niño se afanara por conservar un juguete roto del uso y desprovisto de toda utilidad. Pero su carencia de sentido no cambia nada. Porque es y será, mientras los dioses lo permitan, la consentida víctima de un necio que antepone su bienestar al más primario gesto de humanidad. De alguien que malvive como un parásito, extrayendo con avidez sustento y consuelo de sus cansados huesos.


Autor: Ángel Vela, "palabras"
Correo Electrónico: lanaiel(arroba)hotmail.com

El Vacío

Despierta, despierta, abre los ojos,
nada a tu alrededor, la nada te rodea,
sumido en la más absoluta oscuridad,
redimes tus pecados, ¿ante qué?
Oyes una lejana voz, murmura,
vas en su busca pero… no puedes,
te miras y no ves nada, te expandes.
Tu conciencia se diluye en lo universal,
y entonces en el último estertor,
recuerdas y no ves nada, ¿por qué?
Y en el pensamiento infinito te preguntas
¿éste es el fin o es el principio?


Autor: Rafael De Alba Rodríguez (Morti)

Correo electrónico: john_difool(arroba)hotmail.com

miércoles, 14 de mayo de 2008

Desvarío

Vacío, la palabra exacta es vacío.

Ese pulular terminó hace rato,

las migajas ya fueron comidas,

y la dosis de amor recibida.

La única esperanza en negro horizonte

es esperar, esperar y volver a esperar.

Mi vida se consume lentamente,

y ese pellizco que no permite respirar sigue,

los pulmones se abren inútilmente,

el aire que entra vuelve a salir viciado,

la atmósfera opresiva no cesa.

Cada vez soy más pequeño, insignificante,

y en el centro de mi ser sigue ese dolor;

dolor por no tener lo que fue prometido.

Poco a poco me desintegro, me diluyo en ti,

me dejo respirar hasta llegar a todos tus poros,

me uno a tu esencia y entonces comprendo la vida,

y sin pensarlo proclamo la muerte, mi muerte.

Sin miedo a nada declaro mi amor por ti.

Tu alma cegadora se abre hacia mí, me cuelo en ella,

ya no soy un cuerpo ni una mente,

no formo parte de nada, soy un ente agarrado a ti,

una nave sin motor vagando por la inmensidad,

una célula perdida en un mar de moléculas.

Mi esencia se pierde, la roba tu amor;

no soy nadie, sólo un esclavo.

Mis palabras se pierden en la conciencia cósmica,

el vacío vuelve, me abraza, me lleva con él,

me dejo guiar y descubro que dos almas

se pueden amar aun siendo de mundos distintos.



Autor: Rafael de Alba Rodríguez (Morti)

Correo electrónico: john_difool(arroba)hotmail.com

miércoles, 7 de mayo de 2008

Tócame otra vez, Sam

El comienzo. Mohines e indiferencia.


¿Quién es ése? ¿Dónde está mi Juan? No puede ser, ¡No está! Él, solo él me puede tocar, nadie lo hace como él.


El departamento contable de la empresa “SOMOS” había sido reestructurado. Juan y otros cuatro compañeros habían sido destinados a uno nuevo y, para sustituirlos, solo mandaron a un “pimpollo” imberbe. Samuel.

—A partir de hoy ése será tu sitio.

Ernesto, el jefe del departamento le indicaba una mesa junto a la ventana. A Samuel no le desilusionó ver lo anodino de su puesto de trabajo. Una mesa gris, cuatro bandejas clasificadoras, una calculadora y un ordenador negro. La única nota de color existente en la mesa era una florecilla de plástico roja pinchada en un cactus “anti-radiaciones”.


No puede ser. Le ha dicho que ocupe la mesa de Juan. Entonces es verdad que se ha ido. ¡Y se ha olvidado de mí! ¿Cómo ha podido ser? Con lo que me he esforzado para ayudarlo en su trabajo. Y ahora, me abandona, no me lleva con él.


Samuel, como cualquier otro novato en su primer día de trabajo, se dirigió sin rechistar hacia donde le habían señalado. Colgó su abrigo, se sentó ante la mesa asignada y encendió el ordenador. Mientras arrancaba, toqueteó la florecilla del cactus hasta que acabó pinchándose. Luego abrió los cajones y vio los bolígrafos, grapadora, clips y otras cosas que solo sirven para hacer más monótono el trabajo.

Por último, la tocó.


¡Ahhhh! No me toques. ¡Tú no tienes derecho a tocarme!


Un pequeño calambre le había hecho retirar la mano de la calculadora. Pensó que sería la estática y no le prestó más atención.

—Samuel, aquí tienes trabajo —Ernesto plantó encima de la mesa tres archivadores—. Empieza a contabilizarlas.

Nervioso, no fue capaz ni de contestar. Cogió el primer archivador, lo abrió y sacó un taco de facturas. Las ojeó por encima. Unas eran nimias. Otras, en cambio, eran astronómicas. Si se equivocaba con alguna, no tardaría mucho en ser despedido. Así, decidiendo concentrarse lo más posible, abrió el programa de contabilidad y, distraídamente, encendió la calculadora.


¡Me tocaste! Eso no vale, me has cogido desprevenida. ¿Crees que por una caricia “tan delicada” como esa voy a olvidar a Juan? Que sepas que él también me tocaba así.


Samuel, no prestaba atención a los destellos de fría luz azul que desprendía la pantalla de la calculadora.


¡No me roces más! ¿Acaso no ves como me enojo al sentir tus dedos sobre mi cuerpo? ¡Pero mírame cuando te hablo! Eso es, al menos me haces caso.


Samuel miró la pantalla y apuntó los números en una hoja y siguió pulsando las teclas distraídamente.


***


Tras una semana, digamos que de tanteo.


Las primeras facturas que le dieron las había contabilizado hacía ya unos días. Samuel había cogido confianza y ya manejaba con soltura el programa de contabilidad. Esa seguridad la notaba sobre todo la calculadora.


Juan no me tocaba de esta forma. En verdad era más tosco. A lo mejor es que a este chico le gusto. Te llamabas Samuel, ¿no?


Los dedos de Samuel volaban sobre el teclado de la calculadora. Eran pulsaciones sutiles, suaves, rápidas. No miraba el teclado, solo lo sentía. La luz de la pantalla ya no refulgía tan fría.


***


Un mes después de conocerse, ya existe el flirteo.


Samuel hoy has llegado más tarde que de costumbre. ¿Dónde te habías metido? Estoy impaciente porque me toques como sólo tú sabes hacerlo. Además te tengo un regalo de aniversario. Llevamos juntos un mes, ¿te acuerdas como te gritaba con mi pantalla la primera semana? ¡Qué tonta fui! Creía que Juan era mi vida, pero aún no conocía tus dedos. Esos dedos que han conseguido ablandar mis circuitos. Que han hecho aflorar en mí las mejores cuentas, los números más redondos de toda mi electrónica vida.


Samuel en verdad se había retrasado un poco en la entrada. El motivo no era nada importante, solo un café demasiado caliente. Cogió la carpeta con las facturas de la semana y comenzó a contabilizarlas. En cuanto tocó la calculadora se dio cuenta del regalo.

—Joder, que suave estás hoy —dijo nada más pulsar tres o cuatro números.


¡Te has dado cuenta! Juan nunca sintió mi regalo. Y además me lo dices. Eres una joya, Sam. Te puedo llamar Sam, ¿no? Es más íntimo. Qué bonito, ya tenemos tanta complicidad. Tú si quieres puedes llamarme “Vetti”, olvídate del “oli”.

Ahora, ¿por qué no aprovechas mi regalo? Lleva mis circuitos al rojo vivo. Que los electrones refuljan en mi pantalla. Siente mi calor en las yemas de tus dedos, que el placer de rozarnos sea mutuo.


***




Otro mes, y ya van dos. La sangre empieza a bullir.


¡Por el Dios de los electrodomésticos! ¿Dónde has estado toda mi vida? Nadie me ha hecho sentir de esta manera desde que tengo pilas. ¡Dios!, como me recorres con tus dedos, haces que mis tripas giren como las de una batidora.


Samuel, o Sam como le llamaba Vetti, en cierta manera también estaba cogiendo gusto a la calculadora. Cada vez que trabajaba con ella notaba un calor y un cosquilleo en la punta de sus dedos que llegaba hasta su estomago pasando, sin que pudiera comprenderlo, y más aún controlarlo, por su entrepierna.

Una y otra vez, como ejemplo claro de la teoría de Paulov y su condicionamiento, inconscientemente acariciaba los números de la calculadora buscando el estímulo que producía en su cuerpo.


Sam que malo eres. Me tienes todo el día en el cielo. Me flojean todas las teclas, ¿no ves como tiemblan mis números en la pantalla?


***


Tras medio año de relación dedos-teclas, la cosa se pone seria.


Sam, ¿dónde me llevas? ¿Por qué me has metido en una bolsa? Me tienes asustada.


Samuel, con excusas varias, esperó a quedarse solo en la oficina. No mas el último de los compañeros salía por la puerta, cogió la calculadora y, resistiéndose a acariciar de nuevo sus teclas, la guardó en su bandolera y salió corriendo dirección a su casa.


¿Dónde me has traído, Sam? ¿Es tú casa? ¿Qué quieres hacer cariño?


—Mira, este es mi apartamento “Vetti”. ¿Puedo llamarte así verdad? Es que hablar contigo… Dios mío debo de estar loco —susurró moviendo la cabeza, pero rápidamente desechó ese pensamiento—… llamarte calculadora es tan frío...


Claro que sí amor mío. Te lo dije hace mucho tiempo, ¿hasta ahora no te has enterado?


La pantalla emitió un cálido brillo que Samuel entendió como una afirmación. La alegría se reflejó en su rostro.

—Sabía que me entendías. Al principio creí que eran imaginaciones mías, pero luego al ver como brillabas, como tus teclas se amoldaban cariñosamente a mis dedos, supe que estabas viva, que… qué vergüenza —murmuró poniéndose colorado—… pensé que me querías.

Otro brillo, esta vez el azul de la pantalla casi se había convertido en rojo, respondió parpadeante. Samuel sin pensárselo dos veces cogió a Vetti y la llevó hasta su cuarto dejándola suavemente sobre la almohada.


Parezco recién salida de fábrica. Que nervios Sam. Es mi primera vez, quiero decir en privado, sin tener que distraerme con dar un resultado. Hoy los dos llegaremos al cielo. Te lo prometo Sam.


—Te he traído un regalo Vetti —dijo sacando un paquete de pilas—. Son alcalinas, quiero que disfrutes a tope.


Gracias amor mío por el detalle. Lo disfrutaré como nunca, de eso puedes estar seguro.


Samuel le cambió las pilas y besó su pantalla. Vetti, nada más sentir la nueva energía acompañada del beso, refulgió como ningún otro día de su historia contable.

En el dormitorio, iluminado por un rítmico brillo, yacía sobre la cama un hombre desnudo y una calculadora.


Sam, sigue acariciándome. Pulsa mis teclas. Más rápido por favor, pulsa mi más. Otra vez. Sí, así. Más. Más. Espera, por favor espera. Despacio, dale al menos, no corras tanto, menos. Menos. Pulsa mi cero, dame un respiro. Poco a poco ve subiendo. El uno. El dos. El tres... sigue así, uno a uno. Ya llegas a mi nueve. Ahora de dos en dos, de tres en tres. ¡Por favor!, multiplícame por el seis. Divídeme por el nueve. Dale al igual Sam. ¡Por Dios! Estoy a punto. ¡Ahora! ¡Tumba mi ocho y llévame al infinito!

Mis circuitos se han derretido, mi procesador se ha bloqueado. He alcanzado el éxtasis matemático, el infinito ¿lo has sentido? Sí, creo que tu también lo has sentido, ¿verdad? ¿Lo has disfrutado amor mío?

Tócame otra vez, Sam. Hazlo de nuevo, no dejes de hacerlo nunca. Tócame Sam.


Relato ganador del concurso "Amores extraños" de la web Sedice.com


Autor: Francisco Jesus Franco Díaz (francoix)


Correo electrónico: francoix10(arroba)hotmail.com

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