domingo, 11 de noviembre de 2018

Escoria estelar IV

IV



De camino a la nave, contento por el dinero que me había ahorrado en el enmascarador, e ignorando las quejas de Roy porque decía que aquello no era lo que él había pedido, nos cruzamos con Ralphie y El Grumete, que también habían cumplido con su parte. Si a nadie se le ocurría montar una fiesta en la órbita de algún prostíbulo de ruta sideral, teníamos suficiente para una buena temporada. Aquellos dos también se quejaban de que les había dado poco dinero para todo lo que habían tenido que comprar, y que el material acopiado prometía más disgustos que satisfacciones. A fastidiarse tocaban, uno no monta un imperio comercial galáctico de la nada si no es a base de apretarse el cinturón y ahorrar lo máximo en todo lo que se pueda.


Llegamos al espaciopuerto poco después, junto a mi Lola. La rampa de carga estaba abierta, y allí se encontraba Words de brazos cruzados y con esa expresión que suele poner cuando tiene que decirme algo que no quiere decirme. No estaba para disgustos, llevaba un buen rato de buen humor y no me hacía ilusión perderlo, así que me tomé un par de calmantes antes siquiera de que me dirigiera la palabra.

―Capitán…

―¡No! ―alcé la voz, por si con el gesto de mi mano no fuera suficiente.

―Pero tienes que escucharme, esto es importante.

―No, ahora quiero tranquilidad. Esperaremos al cerdo de Wallnuts y nos marcharemos en cuanto llegue. Ya tendrás oportunidad de crisparme los nervios más adelante. Si ha habido algún problema con las armas, ya nos arreglaremos de alguna manera.

―No es eso, aunque si me hubieras dado más de dinero seguro que hubiera podido conseguir algo mejor.

―Otro con el tema del dinero. ¡Que hay que ahorrar, maldita sea! ¿Ves? Ya me estás crispando. No sigas por ahí, al menos hasta que nos hayamos marchado.

―Es que no nos podemos marchar ―me dijo cuando ya estaba a mitad de la rampa. Me detuvo en seco―. Bueno, al menos por ahora.

―Dawn, más calmantes, por favor.

―Si empieza a este ritmo, capitán, poco le van a durar los calmantes. ―Lo fulminé con la mirada―. Pero aquí tiene, son todo suyos.

―Gracias ―mascullé―. Habla ―volví con el comodoro.

―A ver cómo te digo esto…

―Preferiría con sutileza, pero es algo que no has conocido en toda tu maldita vida. Habla de una vez y acabemos cuanto antes.

―Me han estado siguiendo ―me relajé por un momento―. Me di cuenta a poco de salir del espaciopuerto y estuve intentando buscarle las vueltas para pescarlo, pero al final lo perdí.

―A nosotros también nos han estado siguiendo ―soltó Roy con su voz maquinal.

―¿Cómo? Y por qué demonios no me lo dijiste antes.

―No le di mayor importancia. Además, fue sólo un momento y después también se perdió.

―¿Que no le diste mayor importancia? Pero… ―Ya me estaban llevando al borde de un nuevo ataque, pero en esta ocasión no lo iban a conseguir. Respiré hondo―. Está bien, no pasa nada ―no me lo creía ni yo―, volvamos a la nave y ya hablaremos de ello con más tranquilidad cuando llegue Wallnuts y nos marchemos, eso no es ningún impedimento para que lo hagamos, no sé por qué has tenido que alarmarme innecesariamente.

―No, lo de que no podemos marcharnos no es por eso, te lo he dicho por aquello de contar primero lo menos malo. ―Estaba a punto de reírse o algo, pero se contuvo, sabía que lo hubiera frito con el láser allí mismo―. El tema es otro.

―¿Algún problema con la nave?

―No.

―Alguien con quien tenemos alguna cuenta pendiente y que ha hablado con las autoridades portuarias para que nos bloqueen, entonces.

―Tampoco.

―Te está haciendo gracia esto, ¿verdad?

―Hombre, un poco sí. Pero por respeto no me voy a reír.

―¡Habla de una maldita vez, imbécil!

―Ernst de Weiss no está a bordo. Al parecer se marchó con el mono un rato después de que lo hiciéramos todos los demás. ―Casi me arranco uno de los bolsillos tratando de sacar el comunicador.

―¡Félix! ¡Félix!

―¿Qué? ¿Qué?

―¿Dónde está Ernst de Weiss?

―¿No se lo ha dicho ya el comodoro? Se marchó un rato después de que lo hiciera usted, mi querido capitán, hará de eso poco más de unas tres horas estándar. No me dijo dónde iba ni nada parecido. El mono Carballo se fue con él.

―¡Y por qué no se lo impediste o nos avisaste!

―¿Me dio orden de que lo hiciera? Yo no lo recuerdo.

Estrellé el comunicador contra el suelo y grité, grité hasta casi quedarme afónico, maldiciendo a todas las generaciones pasadas, presentes y futuras de aquella panda de impresentables que por fin había conseguido que me diera otro ataque. Por suerte, y por los calmantes que ya me había tomado, aquello no llegó al colapso, pero a punto estuvo.

―¡Las armas! ¿Dónde están las armas pesadas que has comprado?

―Ahora mismo las traigo. ―Words salió corriendo a por ellas mientras los otros dejaban en la bodega de carga lo que habían traído.

Tres horas estándar era tiempo suficiente como para que Ernst de Weiss hubiera sido ya raptado, vejado, vendido o consumido por cualquier entidad con querencia por los humanos tiernos y a poco hacer. No había tiempo que perder, mucho dinero, mi honra y mi prestigio estaban en juego.

De nuevo todos juntos, Words repartió las armas. Aquello parecía ser los restos de un arsenal pre imperial o de alguna obsoleta fábrica del borde exterior.

―¿Pero esto qué mierda es?

―La mierda que he podido comprar con el poco dinero que me has dado.

―No sigas, no sigas por ahí o te aseguro que las pruebo todas contigo.

―Vale, no sigo.

―Señores, si es que se os puede llamar así, esto es de una importancia capital, así que dejaros de vuestras estupideces habituales, quiero seriedad y plena dedicación. Nos vamos a dividir para buscar al maldito heredero, que espero aún sea al menos reanimable o clonable o lo que sea, porque si yo me juego mi honor, vosotros os jugáis la vida… ―traté de darle fuerza a las palabras con una mirada asesina, aunque no sé si lo conseguí―. Roy se quedará aquí con ese engendro cuántico del que no quiero ni oír hablar, esperando a la llegada de Wallnuts e investigando todos los despegues que se hayan realizado en las últimas tres horas estándar y en adelante. Quiero el destino y la carga declarada de toda nave que haya salido de este miserable planeta, ya sea desde este espaciopuerto o desde cualquier otro punto de su maldita geografía. ¿Entendido, Roy?

―Por supuesto, capitán.

―Confío en ti, no te dejes nada sin rastrear. Luego, cuando llegue Wallnuts, que te lleve a los sitios que él suele frecuentar: sadotoriums, coliseos orgásmicos, salas de relax y prostíbulos más o menos comunes, aunque seguro que de estos últimos conoce menos.

―Apuntado.

―Tú, Ralphie, irás con El Grumete a toda taberna, sideopub, bar o cualquier sitio en el que ese borracho haya podido entrar en busca de una copa. Después iréis a salones de juego, timbas de groy y otros negocios del azar a los que me imagino también será aficionado nuestro amigo. No aceptaré excusas de que os sorprendieron ni nada parecido. Si hace falta, se dispara antes de preguntar, y si no hace falta, también. O volvéis con él, o no volvéis, ¿entendido?

―Entendido, capitán.

―A sus órdenes.

―Words y yo barreremos todos los negocios de trata de esclavos, delicatesen para razas antropófagas, tratantes de órganos y pieles, y salas de tortura recreativa. Y repito, las armas a mano por si hay que hacerlo por las bravas. Si la cosa se le pone fea a alguien, que avise a los demás y todos iremos allí a ayudar, si es que con esta mierda se puede ayudar en algo ―miré a Words; éste se encogió de hombros―. Sorprendedme para bien de una maldita…


―¡Capitán! ―me interrumpió El Grumete.

Siguiendo el trazo de su mirada, me topé con una figura pequeña que daba bandazos en nuestra dirección: una sonrisa ebria con un gracioso salacot rojo y un uniforme a juego a la que sólo por esa vez, y sin que sirviera de precedente, me alegré de ver.

―¿Los monos transgénicos también beben? Vaya cogorza que lleva ―se rió Dawn; yo no le veía la gracia por ningún lado.

El bicho tardó en llegar a nosotros porque, aunque en línea recta el camino que nos separaba era corto, en el vertiginoso carrusel de su mente intoxicada las líneas rectas no existían. Lo dejamos acercarse hasta pararse frente a mí en precario equilibrio. Luego me sonrió una vez más, vomitó sobre mis botas, y se desplomó sobre su vómito. Ya me quedaba claro por qué Ernst de Weiss lo había calificado como magnífico compañero; compañero de borracheras, se entiende.

―¡Vamos, reanimad ahora mismo a este engendro! ―ordené mientras trataba de limpiarme la bota sobre él  y de paso me daba el gusto de patearlo un poco.

Roy trajo un potente estimulante intravenoso, el mismo que usamos cuando alguno de nosotros se pasa con la bebida o tiene un paro cardiaco, y se lo inyectó. Por desgracia, no pensó en que la dosis habitual para uno de nosotros podría resultar excesiva aplicada a un animal de un décimo de nuestra masa. Su reacción fue instantánea. Abrió los ojos, tembló, tuvo espasmos, y luego dio un salto hacia mí dando chillidos. Yo lo aparté de un manotazo antes de que me alcanzara, aterrizó sobre Words y le arañó la cara, después saltó sobre Dawn que, manoteando para quitárselo de encima, cayó al suelo, hasta que el bicho lo dejó en paz para seguir dando saltos y haciendo cabriolas, volteretas sobre el casco de la nave, uno que pasaba por allí, y mil y una acrobacias espásticas que por fin lo cansaron y lo dejaron con la lengua fuera frente a nosotros.

―¡Será hijo de puta el bicho! ―se quejaba Words mirando la sangre en sus manos.

―Eso para que aprendas a reírte de mis aversiones ―me vengué. Luego apunté con mi arma al mono―. ¿Te vas a estar quieto de una vez? El animal alzó los brazos pidiendo tregua y dio un paso hacia mí―. ¡Ni se te ocurra! Y ahora dime, ¿dónde está tu amo? ―Se tocó la garganta e hizo una serie de gestos.

―Creo que quiere su holopantalla ―aclaró Roy.

―Tráesela.

Una vez con el dispositivo en la mano, nos informó: “Se lo han llevado”.

―¿Que se lo han llevado? ¿Quién? ¿Adónde?

“No lo sé”, pudimos leer.

―Al menos te acordarás de dónde pasó.

“Más o menos”, se rio por primera vez desde su desplome sobre mis botas.

―¡Pues llévanos allí! ¿A qué estás esperando?

El mono se puso en marcha y nos hizo señas para que lo siguiéramos.

―Roy, tú te quedas aquí a esperar a Wallnuts; los demás, conmigo. Preparad las armas.



Como ya me imaginaba, el lugar a donde nos llevó estaba en el centro de la conocida como “zona ebria” de Pisarat II, una amalgama de negocios para borrachos amontonados unos sobre otros, algo muy práctico cuando apenas puedes dar dos pasos seguidos pero no tanto cuando buscas algo o al alguien. El garito elegido por el heredero, supuse que el enésimo de la ruta que siguió ese día, era uno conocido como “El séptimo asteroide”, una tasca vil y maloliente de esas en las que nunca estás seguro si el barman quiere emborracharte o más bien envenenarte para vender tu cadáver después. El cargado ambiente interior estaba poblado por una mezcolanza de razas y especies como sólo en Pisarat II puedes encontrar, la mayoría delincuentes de mayor o menor pelaje, cazarrecompensas, prófugos imperiales y toda suerte de individuos altamente peligrosos capaces de acabar con Ernst de Weiss en un suspiro por cualquier nimiedad que pudiera considerarse ofensiva. Mal empezábamos, sobre todo teniendo en cuenta el precario armamento con el que el ceporro de Words nos había pertrechado, una basura comparado con el muestrario de surtidores de muerte hipertecnológicos que allí había. Quién dijo miedo.

         Me acerqué a la barra para preguntar al barman, una especie de babosa multitentacular cuyas características lo hacían ideal para trabajar en ese tipo de negocio.

         ―Hola, amigo, ¿reconoces a éste? ―señalé al mono. Su reacción fue instantánea.

         ―¡Boñiga de bontag! ―medio pronunció con lo que debía ser su boca, un agujero baboso rodeado de seudópodos, al tiempo que, de no sé dónde, sacaba un arma con cada uno de sus tentáculos para encañonar al mono.

Como éste se ocultó detrás de mí, el encañonado fui yo. Por mi parte también alcé el arma para encañonarlo a él, al igual que Words, Dawn y El Grumete. Otro camarero también sacó su arma para apuntarnos a nosotros, y así, como en una reacción en cadena, todos los presentes sacaron sus armas para amenazar a sus respectivos enemigos, declarados o no, al espécimen por el que sintieran más aversión, o simplemente al desconocido que tenían más cerca.

―Está bien ―respiré hondo―, tranquilo todo el mundo. Parece que hemos comenzado con mal pie, nada que no se pueda solucionar con un poco de charla civilizada.

―Quiero que te lleves eso de aquí ahora mismo ―dijo el barman sin dejar de apuntarme.

―Te comprendo, yo soy el primero que no quiere tener nada semejante a menos de un año luz de distancia. Por desgracia, es mi carga hasta que termine con el encargo que tengo entre manos. Ahora lo que ando buscando es la otra parte de mi carga, el que venía con el mono, un humano de no mucha estatura, con más pelo en la perilla y el bigote que en la cabeza, y que seguro te ha hecho ganar dinero bebiéndose todo lo que hayas tenido a bien ponerle por delante. Si me dices dónde está, o dónde puede estar, te estaré eternamente agradecido y me marcharé de aquí llevándome este engendro conmigo y asegurándome de que no lo vuelvas a ver en toda tu vida.

―Te he dicho que quiero que te lleves eso de aquí. Y también quiero que te largues tú, ahora mismo.

―A ver, a ver que parece que no nos estamos entendiendo.

―No, el que no entiendes eres tú: ¡lárgate y llévate al mono! Si no, te volatilizo.

―Bien, ya te he dicho que entiendo tu postura. Además, veo que eres un negociante serio y con arrestos, con lo cual te has ganado mis respetos. Pero no sé si te has dado cuenta de que somos unos cuantos los que también te estamos apuntando, no sólo yo, y el que me volatilices, si es que lo haces antes que yo a ti, no va a evitar que éstos te den lo tuyo. ¿Comprendes? ―se lo solté todo junto, sin respirar; quién dijo miedo.

―¿Estás de broma? ―dijo entre risas―. Ni aunque vuestras armas fueran algo serio y no la mierda que tenéis en vuestros rígidos y escasos tentáculos, me impresionarías.

Aquello me escamó y empecé a sospechar por qué. Pero no tuve mucho tiempo para pensar en ello, el cañón de plasma que llevaba entre las manos empezó a ronronear y a calentarse de forma sospechosa. Miré al señalizador de carga y al aviso de error y fusión inminente. Había que reaccionar rápido.

―Está bien, me has convencido, me rindo. Ten mi arma ―se la arrojé.

―¿Cómo? ―dijo recogiéndola con el único tentáculo que le quedaba libre. Estaba claro que tenía mucho más valor y arrogancia que inteligencia.

―¡Todos al suelo! ―me lancé en plancha.

La explosión fue ensordecedora, los fragmentos del barman saltaron por todos lados al tiempo que comenzaba un tiroteo generalizado y a quemarropa que duró un buen rato. Yo me oculté bajo el cadáver de uno de los primeros en caer, un ser peludo de casi tres metros de alto que funcionó como excelente cobertura. Desde allí abatí con mi láser a un par de tipos que se cruzaron en mi campo visual, y también pude comprobar cómo los chicos se batían el cobre a las mil maravillas a pesar de la inferioridad tecnológica manifiesta de nuestras armas. Eso sí, al menos las suyas no explotaron, aunque no las tuve todas conmigo hasta que todo terminó y desconectaron los sistemas de recarga.

Todo había salido bien, mis muchachos estaban todos vivos y enteros, y no quedaba allí nadie que pudiera hacernos frente. Desarmamos al resto de supervivientes y los encerramos en el almacén que se abría tras lo que quedaba de barra. Después cambiamos la chatarra con la que habíamos combatido por aquel surtido de armas de verdad que había junto a los cadáveres o aún aferrados por los restos de apéndices de algunos de ellos. Cada uno cogió lo que pudo y quiso, yo me hice con un boonizador turano que debía valer casi una décima parte que mi Lola.

―Esto está mejor ―dije mirando con deleite aquella maravilla―. Y ahora no hay tiempo que perder, hay que buscar al barman antes de que vengan las autoridades, que seguro ya han sido avisadas.

―¿Al barman? ―preguntó Dawn.

―Muchacho, ¿por qué crees que el tipo se mostraba tan desafiante? ¿Simplemente porque era un imbécil? Pues no, además de un imbécil era un tansuur, uno de esos bichos raros capaces de renacer de uno de sus trozos, por muy pequeño que sea. El problema ahora es adivinar de cuál de los muchos que hay por aquí lo hará.

―Yo ni siquiera sé qué trozos son suyos y cuáles de otros ―dijo Words sosteniendo un jirón de gelatina chamuscada frente a sus ojos.

―Pues como no lo hagamos, habremos perdido la pista y al heredero, así que vosotros mismos.

Sentí que algo me tiraba de la pernera. Cuando miré hacia abajo, vi al maldito mono sonriéndome. De la impresión, di un salto que me encaramó a una de las pocas mesas que aún quedaban en pie.

―¡Que no me toques! ―grité.

Luego me fijé mejor, pero no en el mono, sino en el trémulo trozo de carne que tenía en la mano. Todos nos quedamos mirando cómo aquello, poco a poco, se transformaba en una versión reducida del barman.

―Capitán, esto me trae a la memoria una leyenda atemporal…

―Déjate de historias raras, que no tenemos tiempo ―callé al Grumete―. Ya es nuestro. Marchémonos de aquí ahora mismo.




Aquí todas las entregas publicadas en este blog. 

Publicado originalmente en La consulta del doctor Perring



1 comentarios:

Claudio Canivilo dijo...

Oye, esto está excelente, Canijo. Es rápido, tiene ese toque pulp sin dejar de lado la necesaria sofisticación actual. Un detallazo lo del mono.

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