Allí estaba ella, vestida tan sólo de luz de luna. El nimbo de su cabello se mecía al fresco aliento de la madrugada, erizado el vello, la aureola de sus senos, su alma. Ya la media noche había quedado atrás, confundida con el recuerdo del crepúsculo, y los sonidos de la vida nocturna bullían bajo un manto de silencio. A su espalda oyó el rumor de unos pies desnudos hendiendo la suave hierba, y en su corazón sintió el susurro del deseo, enroscándose ardiente alrededor de su alma.
Una caricia en la nuca, unas palabras irrumpiendo en la soledad, el consentimiento en la mirada, y los amantes creando con sus cuerpos un agitado mar de piel trémula, cediendo a la marea de sus instintos, estrellándose el uno contra el otro con el ímpetu de un fuego imperecedero. Se acariciaron, se mordieron, se bebieron mutuamente y jadearon amor a oídos que sólo lo eran para el estruendo interior del clímax.
Llegados ya al valle de su pasión, con los corazones a un palmo de distancia y las miradas atadas por un hilo mágico, ambos desearon que el tiempo los liberara de su terrible curso y poder quedar flotando juntos en la nada, apagados el uno sobre el otro; por siempre.
–¿Me amas? –musitó ella. Él le posó la respuesta pedida sobre los labios, suavemente, mezclando sus alientos bajo la atenta mirada de la luna llena.
–Sobre todas las cosas.
Conjurados contra el universo, contra el mundo y sus leyes de hierro, los amantes dejaron volar su imaginación hacia el pasado, hacia aquella primera vez que los abrió a la vida. Una equivocación, uno de esos cruces de destinos que trenzan las historias de las personas y le dan sentido a nuestro paso por la Tierra.
–¿Y mañana? –preguntó ella.
–Mañana volveremos a ser otros, como siempre.
El carrusel de besos y caricias volvió a repetirse una y otra vez, quedando al fin unidos por el sueño. Mientras, más allá de la tibia fortaleza de aquellas dos almas en comunión, la noche se fue secando hasta que le amarillearon los bordes con la llegada del alba.
***
28 días después.
Suave, suave como un suspiro se desliza la carretera entre la umbría campiña. Los latidos de su corazón marcan el paso de los segundos que se van perdiendo en la oscuridad de la noche, bajo el éter cuajado de estrellas y la luna llena que han convertido en cómplice de su secreto.
Dentro de la propiedad, las ruedas chasquean sobre la lengua de grava que nace a la entrada de la mansión Atkins. Allí espera un hombre elegantemente uniformado.
–Buenas noches, August.
–Buenas noches, señor –acompaña las palabras con un discreto y elegante gesto–. Llamó su esposa hace dos horas, y dejó instrucciones de hacérselo saber si pasaba por aquí.
–Muy bien. ¿Y Julia? ¿Está aquí?
–Sí, su hermana llegó sobre las ocho de la tarde, y tras una frugal cena se retiró a sus aposentos dando instrucciones de que no se la molestara.
–Estupendo.
–Supongo que pasará la noche aquí; ¿desea el señor que le preparen algo?
–No, gracias, August. Tan sólo manda preparar mi cuarto y después puedes retirarte.
–Muy bien. Con su permiso.
Tras las mansión Atkins nace un sendero que, parcialmente oculto por la foresta, cruza el tramo que separa el edificio del lago que forma parte de la propiedad. Él recorre el sendero presa de la excitación y el deseo, buscando cerrar uno más de los ciclos que ahora marcan su vida. Llega al final y allí está ella, vestida tan sólo de luz de luna.
2 comentarios:
Buenas
Un texto breve pero bonito. Me gustó.
Nos leemos ;)
Gracias, socio. Éste fuen un reto que, como tal, no tuvo mucho éxito, pero la verdad es que disfruté probando, aunque fuera simplemente con un micro, el rollo de la literatura romántica (si es que esto de verdad se puede denominar literatura romántica, claro).
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