miércoles, 17 de noviembre de 2010

Pride Mountain V


V

El patriarca lo organiza todo rápido, es un auténtico general: Bill se irá con unos muchachos a buscar en la mina de esos dos fulleros, por si hubieran sido tan estúpidos de demorarse allí. También manda gente a los caminos principales, que paren la diligencia si hace falta. Tiene que encontrarlos, es una cuestión de honor. No le importan los malditos diez mil, más gana al día y no tiene en qué gastarlo. Nadie deja a Abe Raddock con un palmo de narices, ésa es la cuestión. Prefiere perder la vida a ser humillado, engañado, estafado.
―¡Bill! Los quiero vivos, ¿de acuerdo? ¡Son míos!
―Por supuesto, jefe.
―¿Lo habéis oído todos? Los quiero vivos, y si hace falta tendréis que buscarlos hasta debajo de la última piedra de este maldito desierto, así que más vale que os pongáis a trabajar de una vez.
―¡Vamos! ―manda Bill a su grupo, y todos parten al galope.
Todo Pride Mountain es actividad: caballos piafando al ser sacados de las cuadras, polvo y jinetes saltando a sus monturas ya iniciado el trote. Las cananas van repletas, las armas listas. Son hombres acostumbrados a la caza del hombre, y llevan tiempo aburridos, sin poder jugar.
―¡Walt!
―Padre.
―Tú irás a la ciudad. Busca por allí pero sin levantar alboroto, sin armarla. Ve al local de Novar. Es posible que esos dos pasen por allí, pero si te dejas ver demasiado se largarán. También es posible que estén escondidos en el saloon. Cubre el local y todas sus salidas. Y si los ves me los traes aquí. Tengo que ser yo el que les ajuste las cuentas a esos dos rufianes. ¿Entendido?
―Sí, padre.
―Y no hables con Babe. No le digas nada, no hagas imbécil pensando que le vas a sacar algo. Yo iré para allá y hablaré con ella. Ni una palabra, ¿me has oído?
―Sí, padre. ¡Vamos!         
El rancho se va vaciando. Sólo quedan allí los imprescindibles y el grupo del señor Raddock. Y también los dos nuevos, que observan toda la escena con mucho interés. El sol estira las sombras de los que por allí se mueven entre la polvareda del zafarrancho que va desapareciendo.
La partida de Walt ya está lejos. Sus monturas están frescas y los jinetes las espolean como si les fuera la vida en ello. Las armas botan a los costados, ansiosas. Walt no quiere defraudar, nunca quiere hacerlo, aunque las cosas se hayan torcido en más de una ocasión. Pero esta vez lo hará bien. Va a demostrarle a su padre que es capaz de solucionar el problema que él mismo ha provocado.

Castle Rock aguarda a la noche en medio de la nada. El sol ya tiende al naranja despedida cuando un grupo de jinetes irrumpe por la calle principal. No se muestran considerados con los viandantes, se sienten ley por encima del sheriff porque van en nombre del señor Raddock, el verdadero dueño de la ciudad. Walt ordena a un tercio de sus hombres que rodeen el local, otro tercio se queda para patrullar por las calles, sin dejarse ver demasiado, como ha dicho el jefe. El resto va con el heredero, que entra al saloon dando una patada a las portezuelas batientes. En el local hay suficiente ruido y alboroto como para que sólo unos pocos reparen en los recién llegados, pero los que lo hacen y saben lo que les conviene apuran sus copas, cierran sus cuentas y se largan de allí para garantizarse un nuevo amanecer. A pesar de todo el local sigue estando lleno, así que Walt no se lo piensa demasiado a la hora de echar a unos tipos de las mesas que ocupan para que él y sus muchachos tengan un lugar desde el que controlarlo todo con comodidad.
―¡Camarero, una ronda para esta mesa, si sabes lo que te conviene! ―grita el joven Raddock, haciendo uso de su autoridad heredada.
El camarero no se lo piensa y manda al chico con vasos y whisky, el suficiente para mantenerlos entretenidos mientras llega Babe, a la que ha mandado a buscar. Walt no es tan tonto como para no saberlo, por eso se dedica a incordiar, para que la dueña se aligere: hostiga a los de las mesas adyacentes hasta que los obliga a marcharse, rompe las botellas que se acaban y algunos vasos, grita e insulta. Está en su terreno, la fanfarronería sustentada en un poder que otro cimentó y mantiene.
―Vaya, ni más ni menos que Walter Raddock en mi local. ¿A qué debo el honor de tan ilustre visita? ―aparece en escena Babe Novar para serenar el ambiente con un poco de ironía.
―Señorita Novar, dichosos los ojos ―retruca Walt―. ¿Por qué no se sienta aquí y nos hace un poco de compañía? Mis muchachos y yo somos chicos solitarios y tímidos. Acérquese, no tiene nada que temer ―improvisa, con sus compinches riéndole las gracias.
―Ya sé que no tengo nada que temer, Walt, estoy en mi local; no lo olvides ―replica la dueña con autoridad―. Jules, atiéndeme bien esta mesa, que no le falte nada. Y tú, Walt, supongo que sabrás comportarte, ¿no?
―Claro, Babe, ¿acaso dudas de mí?
―Señorita Novar para ti, Walt. ―El joven Raddock se muerde el labio―. Y no, no dudo de ti.
―Muy bien… señorita Novar ―mastica las palabras―. Pero esta noche quiero subir.
―De acuerdo, Walt, les diré a algunas chicas que se acerquen a la mesa.
―Es que quiero subir con usted… señorita Novar. ―El ambiente se hiela aún más.
―Ni en tus sueños ―se contiene lo suficiente.
―Pues creo que debería pensárselo, señorita Novar, ya sabe que algún día…
―Nadie sabe lo que puede pasar cualquier día, Walt, nadie lo sabe ―replica Babe dándole la espalda y marchándose―. Ahora les digo a las chicas que vengan.
―A ellas no las necesitamos, si las buscáramos ya habríamos subido.
―Como prefieras.
Walt querría ir más allá, cree tener un as en la manga, pero no se decide. Ya sabe lo que suele pasar cuando toma la iniciativa. Está allí por la última de sus iniciativas, y no quiere ni imaginarse cómo se pondría su padre si esos dos terminaran escapándose por su culpa. No lo harán, nadie se burla de los Raddock, nadie engaña a los Raddock, nadie escapa de los Raddock. Es lo que siempre dice su padre, como el emblema de la familia. Por eso le interesa tanto el asunto, porque quiere ser como su padre.

El tiempo pasa y esos dos coyotes no aparecen. Los chicos de fuera siguen sin dar la alarma, y los que están en el local empiezan a sentir los efectos del alcohol. A Walt nunca le ha sentado bien, su mente se nubla más de lo acostumbrado, la lengua se le entorpece e intenta solucionarlo con gritos y aspavientos, se vuelve agresivo, se desata algo. Su padre sí sabe beber, aguanta recio, sin desmandarse, y luego duerme la mona como los hombres y mañana será otro día. Pero él no, vomita hasta el hígado, y al día siguiente se siente peor que un muerto. Ya sabe que mañana lo pasará fatal, pero aún cree ser capaz de representar el papel con dignidad cuando aparezcan esos dos.
―¡Whisky! ¡Más whisky! ―grita, y uno de los muchachos corre a servirles a ver si así revientan.
Una ronda más, la necesaria para que por fin pierda el control.
―¿Dónde está la dueña? ¿Por qué hoy no aparece por aquí? ―grita. Muchos callan, otros siguen a lo suyo―. ¡Quiero ver a la dueña! ¡Que venga! ―insiste. La mayoría callan, le pianola no, y los camareros tratan de aparentar normalidad.
Walt desenfunda, dispara al techo un par de veces, y en esta ocasión sí que se detiene el tiempo a su alrededor. Los más decididos y cercanos a la puerta aprovechan para ir saliendo, el resto va imitándolos, tratando de evitar miradas inconvenientes. La magia ha desaparecido del Saloon Novar. Carl ya está cubierto por la pianola, los camareros en sus puestos, y algunos más haciéndose notar en las entradas de la planta superior. Bebe Novar nunca ha sido una mujer indefensa.
El silencio es pesado, denso. Los ojos intercambian amenazas, las manos preparan el gesto, y todos están esperando la señal para desatar el infierno. Unos tacones de paso firme se interponen entre los dos bandos, unos tacones y una figura que aparece sobre una de las escaleras. Vestido rojo sangre, labios carmín intenso; Babe Novar en su apogeo. Baja las escaleras como cuando fue primera bailarina, el gesto serio, la mirada fría. Se para a un paso del joven Raddock, mirándolo de frente.
―Aquí estoy, Walt. Querías hablar conmigo, ¿no?
―Me hubiera conformado simplemente con verla ―la mira de arriba abajo―. Impresionante.
―Gracias.
―Pero ya que lo dice… señorita Novar… Ahora que lo dice quizá sí. Algo, algo tenemos que hablar.
―Ya hablamos antes, y dijiste que te comportarías.
―Claro, claro, yo me comporto. Pero… No sé, echo en falta a alguien… algún piojoso.
―En mi casa no hay piojosos. Nunca los ha habido. Te has debido de equivocar.
―¿Seguro? Pues me ha dicho un pajarito que a usted, señorita Novar, le gusta meterse uno bajo las faldas. ―La cabaretera le cruza la cara.
Silencio de nuevo, nadie sabe lo que va a pasar. La cara de Walt es de un cárdeno homicida, su mirada es una amenaza lunática. Alguien irrumpe en el local. El incidente los sorprende a todos menos a él, demasiado imbuido de su odio como para reparar en nada más. Ve la distracción de Babe y aprovecha para aprisionarle el cuello y ponerle la pistola en la cabeza.
―¡Quietos todos! ¡Si alguien mueve un dedo le vuelo la cabeza!
―¡Han atacado el rancho, el jefe está herido! ―anuncia el recién llegado.
―¿Cómo?
―Walt, tu padre está malherido
―¡Bastardos! ―grita―. Has sito tú, ¿no, zorra? ¡Tú con esos dos piojosos y quién más!
―Walt, al parecer han sido sólo dos tipos, los dos que llegaron esta tarde.
Se le pasan demasiadas ideas por la cabeza, distorsionadas por el alcohol. Trata de ignorar la culpa y el dolor, busca conspiraciones, pero lo único que encuentra es sed de venganza.
―¡Vosotros, soltad las armas o le vuelo la cabeza! Todos. Salid de ahí arriba. ¡Díselo tú, zorra!
―Sí. Muchachos, soltad las armas y salid. Pero no vayas a cometer una locura, Walt. Tranquilo. No sé qué le ha pasado a tu padre…
―¡Cállate!
Los camareros sueltan sus armas, los hombres de Walt se encargan de quitarles las otras armas que llevan. Carl sale de detrás de la pianola, las chicas bajan de la planta alta y se marchan asustadas, y también se deja salir a unos cuantos honrados ciudadanos atrapados en el peor lugar y momento.
―¡Vosotros a la barra, todos!
―Tranquilo, Walt, podemos hablar. Todo se puede solucionar.
―¡Fuego! ―grita cuando ya todos los hombres de Babe están contra su particular paredón.
Muchas pistolas ladran, escupen, muerden todas al unísono. Los cuerpos se contorsionan, caen. Una ejecución sumarísima con el sello inconfundible de Walter Raddock. Se ha desatado. Si muere su padre él será el jefe, y todo se va a hacer a su manera.
―Bastardo, asesino… ―consigue decir Novar cuando recupera el aliento, entre lágrimas.
―¡Prended fuego a todo esto!
La mujer se libera con un codazo y sale corriendo hacia la salida. Esta vez es Walt quien dispara, y acierta de pleno.
Los que tienen más curiosidad o preocupación que miedo y aún siguen fuera observando escuchan el último disparo, ven salir a Babe Novar de su local tras darse de bruces con las portezuelas, y la ven caer tras chocarse contra la famosa balaustrada de su saloon, muerta. Alguien grita, muchas mujeres rompen a llorar. También se escuchan ruidos que salen del interior de local, botellas que se rompen, lámparas que estallan.
Cuando los hombres de Raddock salen de allí las columnas de fuego y humo se elevan hacia el cielo. Ya algunos preparan baldes de agua, lo que tienen a mano, no pueden dejar que el fuego se propague. Pero no se atreven a acercarse, no con Walter Raddock ahí, no después de lo que han visto.
La partida monta sus caballos mientras algún valiente comienza a hacer sonar una campana en algún lugar del pueblo.
―Si ven al sheriff  pueden decirle que estaré en Pride Mountain, mi rancho ―grita Walter Raddock para que todos lo oigan. Después se va de allí, dejando tras él Castle Rock iluminada por el monstruoso fuego que devora el Saloon Novar.




Aquí todas las entregas publicadas en este blog. 

Publicado originalmente en La consulta del doctor Perring




2 comentarios:

Volver a Escuchar dijo...

Me recordaron cuando era niño haya por los 60 cuando iba a ve films de Cowboys-Italiano al cine.

Saludos y gracias

Manuel Mije dijo...

Gracias a ti.

La verda es que esto, más que insirado por los spaghetti western, que también, está hecho en honor a los bolsilibros de Bruguera y demás como los que mi abuelo me dejó en herencia.

Ah, qué recuerdos...

Un saludo.

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