domingo, 5 de abril de 2009

Dramatis personae

Hay personas tan afectas a la razón y atadas a la realidad que creen que nosotros, los dramatis personae, los arquetipos que damos sustancia a las historias con nuestro paso por ellas, somos simplemente eso, fantasías, elucubraciones sin un sustrato físico, quimeras. Otros, sin embargo, dotados de una imaginación más fértil y capaces de soñar despiertos, piensan que somos entidades vivas, aunque irreales, que pasamos nuestra existencia saltando de historia en historia, viviendo multitud de vidas y renaciendo en nosotros mismos a cada relato que protagonizamos; inmortales ajenos a las penurias del ser, a sus miedos y su problemática. Ni unos ni otros conocen la verdad y, aunque sea cierto que nuestra esencia es fantástica y no física, aunque pasemos nuestras vidas saltando de historia en historia y renaciendo con ello, aun así no dejamos de ser entes vivos que, como tales, tenemos que luchar por nuestra existencia. Estamos tan atados a los caprichos del destino como cualquier otro, y siempre temiendo la llegada del silencio, ese que nos puede relegar al olvido y por ende a la muerte. No, no somos inmortales; al menos la mayoría no lo es, si bien existen casos señeros en los que se alcanza ese estado. No todos podemos ser un Quijote, un Raskolnikov, un Billy Pilgrim o un Henry Wotton que, a fuerza de ser evocados una y otra vez, se eternizan en la memoria de las personas a lo largo de los siglos, alcanzando así la inmortalidad. La realidad suele ser otra muy distinta, una realidad dura y secreta que, aquí y ahora, me veo en la necesidad de desvelar, no en busca de piedad o lástima, sino simplemente de comprensión.


De la multitud de casos que de primera mano conozco, es el de Wilbur Trimbek el que, por circunstancias, más me afecta personalmente. Yo conocí a Wilbur a finales de los setenta. Ambos comenzamos nuestra carrera en una obra titulada “El pueblo del terror”, un texto primerizo escrito por un adolescente de Milwakee que, entre su escasez de talento, su bisoñez y su obsesión por detallar circunstancias escabrosas, apenas se había preocupado de perfilar a los seis personajes que comenzamos nuestra carrera con él. Wilbur, si mi memoria no me engaña, se limitaba a ser por aquella época un arquetipo de adolescente intrépido y descerebrado con cierta tendencia al histrionismo que, como buen alter ego de escritor en plena vorágine hormonal, poseía un sex appeal y un talento amatorio a la altura de los más grandes donjuanes de la historia. Buenos tiempos, como él siempre recordaría.


Tras ese texto, y un conato de historia frustrada por la cruda realidad de la crítica sincera, Wilbur se trasladó a la imaginación de un aficionado a la literatura de Chicago. El cambio, en principio al menos, pareció ser una buena oportunidad. Se trataba de un proyecto más serio, la obra de una persona ya madura, con buenas ideas y no exenta de talento: “Gritar al alba”, un relato social, un canto a la rebeldía. Y Wilbur no defraudó en aquella ocasión, conteniendo su histrionismo, adquiriendo un conflicto interno que le daba más profundidad, olvidándose de locuras y maratones sexuales. El relato fue publicado en una revista para aficionados, y la acogida entre los lectores fue buena, coincidiendo muchos de ellos en lo logrado del personaje. Su primer éxito, a poco de comenzada su carrera. Recuerdo al Wilbur de aquellos días, exultante, cargado de proyectos e ilusiones, más vivo que nunca. Y reconozco que le tuve envidia, la envidia sana del que ve a sus coetáneos triunfar prematuramente.


A lo largo de sucesivos relatos, “Tras las paredes”, “Un barrio tranquilo”, “Yunque y martillo”, autor y arquetipo fueron afinando su técnica, cosechando un cierto reconocimiento, preparándose para lo que sería el salto a mayores proyectos. La inevitable novela comenzó a redactarse a principios de mil novecientos ochenta y tres, se llamaba “Entre la bruma”, y versaba sobre el oscuro mundo de la adicción. En la obra no faltaron muchos de los errores que trae consigo la inexperiencia, pero esto mismo le daba también un cierto matiz de cándida sinceridad que la hacía diferente. Fue un trabajo duro y complicado; duro porque en el transcurso de la misma y por exigencias de la trama sufrió una espantosa adicción, penurias carcelarias, torturas por parte de unos mafiosos y todo tipo de tribulaciones; y complicado por el desafío artístico de darle un fondo atrayente a aquel personaje de la calle sin ningún tipo de particularidad o atractivo especial.


Pero desgraciadamente, apenas quedando ya un par de capítulos para concluir la redacción del texto, el autor sufrió una crisis familiar y existencial que le impulsó a abandonar la escritura y, en un arrebato de furia autodestructiva, quemar el manuscrito inédito de su novela en ciernes.


No es fácil para alguien que no pertenezca a nuestro gremio saber lo que aquella pérdida supuso para Wilbur. Nosotros no trabajamos para vivir, ni vivimos para trabajar, en nuestro caso trabajo y vida son la misma cosa, existimos mientras damos vida a nuestros personajes, y más allá sólo está el silencio, nuestra muerte. Por eso no es de extrañar que el Wilbur posterior a aquella tragedia ya no fuera el mismo, y que en aquel punto su carrera entrara en una espiral descendente de la que jamás saldría del todo. Hastiado, descorazonado y roto, perdida su identidad y al borde mismo de caer en las garras del silencio, Wilbur estuvo un tiempo olvidado antes de regresar, sin ilusión ni fuerza, a la escena literaria. Apareció, como secundario o simple figurante, en algún relato erótico de un joven de Baltimore: “El desatascador”, “Menuda es la vecinita” o “Juegos nocturnos”, textos que jamás pasaron de ser meros divertimentos, ejercicios de estilo sin mayores perspectivas y que para Wilbur supusieron poco más que una vuelta a sus orígenes, un intento de comenzar de nuevo.


Después de aquel periodo oscuro aún hubo algunos repuntes de esperanza en la carrera de mi amigo, apariciones no exentas de calidad en un par de relatos de ciencia ficción de un joven madrileño que, pese a devolver a Wilbur al olimpo de la letra impresa, tampoco terminaron de cuajar en una obra seria y con verdaderas perspectivas. El Wilbur de “Cita en Orión” y “Ocaso de una estrella” era un personaje crepuscular, con más oficio del que jamás había tenido, pero totalmente exento de la ilusión y el ansia de triunfar que dan a los arquetipos verdadera entidad e impulsan su carrera.


Pasados los años, habiendo yo sido ya protagonista de una novela editada y participado en otro par de libros, mi reencuentro con Wilbur se produjo en la obra “Los senderos de la magia”, un texto típico de fantasía épica pero con suficiente empaque y personalidad como para trascender dentro del mundillo del fandom. Yo en aquel momento no podía saberlo, pero con la perspectiva que da el tiempo puedo comprender ahora que aquello fue el canto de cisne de la carrera de Wilbur, antes de perderse ya de manera definitiva en las brumas del silencio. Pasamos buenos momentos mientras interpretamos aquella obra, momentos de complicidad preñados de recuerdos de lo que fue nuestro inicio conjunto y las divergentes trayectorias que lo siguieron. Ambos lo dimos todo en aquel texto, y dejando a un lado la falsa modestia creo poder afirmar que el resultado fue más que satisfactorio. También es cierto que ya en aquel momento me supo mal, aun siendo yo el protagonista del relato y Wilbur sólo mi acompañante, que la crítica favorable se centrara en mi interpretación dejando de lado el trabajo esforzado y de calidad de mi amigo. Pero él nunca le dio importancia a eso, aceptando las circunstancias y compartiendo la alegría por el éxito que a mí se me brindaba.


Después aún existió una posibilidad de compartir otro relato del mismo autor, pero una funesta conjunción de compromisos y falta de tiempo para satisfacerlos dio al traste con aquel proyecto. Así fue como nuestras carreras se separaron una vez más.


Por fin, la noticia de la desaparición de Wilbur del imaginario popular me llegó estando yo embarcado en un nuevo proyecto de fantasía épica, que a la postre dio buenos resultados. Me lo dijo un compañero que actuó conmigo en esa misma obra. Aquello representó una pérdida sin duda inestimable, especialmente para mí y para otros tantos que conocimos y compartimos bellos momentos con el viejo Wilbur, para los que participamos al menos de algunos pasajes de su historia y, sobre todo, para los que nos podemos sentir orgullosos de haber sido alguna vez amigos suyos.


Fue por eso que vi conveniente compartir con ustedes este relato, hacer lo que un amigo debe hacer y recabar su inestimable ayuda para darle una segunda oportunidad a alguien que fue víctima de las circunstancias, un peón del destino que jamás se quejó de los amargos giros que la vida le reservaba.


Les agradezco su colaboración… y pueden estar seguros de que Wilbur también.



4 comentarios:

Ángel Vela dijo...

No quise comentarlo hasta volver a leerlo. Y bueno decirte que ahora que lo pude leer con más calma lo he disfrutado muchisimo. Ciertamente un texto estupendo y salido de una idea muy interesante.

Manuel Mije dijo...

Gracias, Tibu. En fin, fue una buena temporadilla la que tuve, porque los dos textos que salieron para el TDL VII han gustado más o menos. A ver si se repite la racha ahora que estoy en unos cuantos fregados complicadillos...

Morti dijo...

Este texto es del que me hablaste no??? Me estoy haciendo viejo jejeje.
Me ha gustado mucho y la idea es bastante buena la verdad. Un abrazo

Manuel Mije dijo...

Gracias por pasarte, Rafa.
La verdad es que no sé en qué ocasión y enqué términos te hablé de este texto, pero supongo que lo hice, lo confieso, jeje.
En fin, me alegra que te gustara, hermano mediano.

Archivos del blog