Italia, finales de enero de 1944. La situación en las playas de Anzio comienza a volverse preocupante. Tras dos días de tranquila incertidumbre, y debido a la inacción del Mayor General John Lucas, las fuerzas alemanas parecen haberse reagrupado y ahora, seis días después, el fuego de artillería barre los escasos dieciséis kilómetros de playa en los que tratan de sobrevivir sus hombres, la 3ª División de Infantería americana y la 1ª División de Infantería británica. No importa si ha sido una confusión, una orden malinterpretada o extraviada en su recorrido por la cadena de mando, o un error de cálculo de esos que cuestan vidas. Ya no importa, lo que debería haber sido un ataque certero a la retaguardia de la Linea Gustav no es más que un mísero montón de arena sobre el que muchos buenos soldados con su correspondiente material corren peligro de ser capturados o machacados. Espacio, necesitan espacio. La situación es desesperada; las medidas también. Hay un mapa sobre la mesa: abajo ellos, un poco más arriba un punto y un nombre escrito con letras muy pequeñas, Cisterna di Latina, y más allá las colinas Albanas, su destino. Lucas, en el centro, asegura que las patrullas de reconocimiento no han encontrado ningún reducto alemán de importancia, que se tomará Cisterna por sorpresa, un golpe limpio. A su derecha, el General Truscott, comandante de la 3ª División, está de acuerdo, será un golpe limpio, sus Rangers, veteranos de Túnez, Sicilia y Salerno, no tienen ni para empezar con un par de patrullas de alemanes asustados y desmoralizados. A su izquierda, el Coronel William Darby, al mando de los batallones 1º, 3º y 4º de Rangers, no puede apartar la mirada del mapa, porque lo ve cubierto de sangre, sangre corrupta, cuajada de gusanos. Acepta lo que le dicen, no discute nada, todo le parece bien, sólo quiere salir de allí. Se siente enfermo. Un rato después camina hacia su tienda conteniendo las ganas de vomitar. Las baterías alemanas vuelven a barrer la playa, silbidos, estruendos, silbidos, estruendos, fuego, gritos…
Truman se despierta. Fuera, nunca lo suficientemente lejos, se escucha el batir de la insistente artillería alemana, toneladas de metal cayendo del otro lado de la noche, muerte en el cielo. Pero no es eso lo que le ha despertado. En su mente, disipándose por la incipiente vigilia, el recuerdo de un sueño, una voz, un rostro, un escalofrío que le tensa la espalda. Lo llaman, el Coronel Darby quiere verle. No sólo a él, han avisado a todos los oficiales y suboficiales. Llega la hora, son las últimas órdenes, y otra vez ha soñado con la maldita vieja. ¿Quién era, una bruja, una gitana hechicera? ¿Y por qué a él? Era uno más entre las filas. Estaba allí, abrazando aquel cadáver, hasta que los vio, hasta que lo vio a él. Sonaban las campanas de una iglesia, toque de difuntos, la vieja se acercó a él, lo señaló, y le dijo algo, una y otra vez los mismo. Luego llegó Gambino y la espantó.
−Gambino, ¿qué ha dicho?
−Nada.
−¿Cómo que nada?
−Nada, señor.
−¡Soldado, quiero que me diga ahora mismo lo que ha dicho esa mujer, palabra por palabra!
−Señor… Ha dicho que las campanas doblan por usted… varias veces.
No había dejado de mirarlo, hasta que se perdió por las calles de aquel pueblo en ruinas. Él no dejó de soñar con ella desde entonces, con ella y con el sonido de aquellas campanas. Siguen sonando, en su cabeza, mientras el Coronel Darby repite lo ya repetido y él sopesa lo que le toca: casi seis kilómetros de barro y zanjas, al abrigo sólo de la noche. 767 hombres, dos bandoleras de municiones y un puñado de granadas cada uno, su fusil y su sangre, reptando por el barro, entre los gusanos que más tarde los harán suyos. Tras ellos el 4º de Rangers y el 15º regimiento. Les aseguran que no encontrarán oposición significativa, que tomarán Cisterna di Latina sin grandes percances. Apenas quedan unas horas, a la 1:00 se inicia el ataque. Todos se dan por enterados, todos de acuerdo. El equipo está preparado, los hombres dispuestos, y en su cabeza no cesa el redoblar de campanas, una y otra vez, una y otra vez. ¿Por quién doblan las campanas, soldado?
−Knappie.
−¿Qué?
−¿Cómo hace la cerdita cuando te la tiras? ¡Oink, oink, oink!
−Vete a la mierda, gilipollas.
−Por eso no vas de putas. Claro, ¿por qué pagar?
−Willaby, deja al chaval.
−Tú métete en tus asuntos
−A que te paso las pelotas por la cara, imbécil.
−¡Silencio! −chistan más allá.
Una y veintinco, avanzando hacia su posición. Forman hileras, serpentean, se deslizan por el Canal Mussolini. La luna se oculta tras las nubes, oscuridad absoluta, el chapoteo de las botas repta por el terreno. Delante de él Willaby, una silueta oscura y un chapoteo, detrás Thompson, sólo una voz y un chapoteo. Cuesta andar por este lodazal, el barro dificulta cada paso, las botas se hunden en el fango y cuesta sacarlas. Un viento de la costa le trae el olor del salitre, mezclado con pólvora y sangre.
−Vamos, ¡adelante! −susurra alguien que pasa a su lado.
Los chapoteos se aceleran, hay que llegar, cuanto antes, hay que tomarlos por sorpresa. Tropieza con algo, trastabilla pero no cae, escupiendo barro rancio.
−Tranquilo, muchacho, suena a su espalda.
−Knappie, qué coño haces.
−He tropezado con algo, joder.
Alguien manda callar.
Se oyen voces, voces de alemanes.
−¡Mierda! ¿Qué coño hacen ahí?
−Calla, imbécil. Esas son las “tropas dispersas”.
−Sí, “tropas dispersas”, pero si nosotros los podemos oír a ellos…
−¡Os queréis callar de una vez, mierdas! −los interrumpe una voz autoritaria surgida de una silueta oscura.
…
−Knappie −susurra Willaby.
−¿Qué?
−Tú no sabes alemán, ¿no?
−No.
−¿Thompson?
−El que sabe alemán es el judío ése… Selig.
−Y dónde está Selig.
−Yo qué sé. Cállate ya, que va a volver.
−Willaby.
−¿Qué?
−¿Sabes qué hace tu madre cuando me la tiro?
−Hijo de perra.
−¡Oink, oink, oink!
−¡Silencio!
Siguen avanzando, hileras de chapoteos, culebras por el pantano. A veces pasan cerca de posiciones alemanas, demasiado cerca. ¿Dónde está Selig? Tienen barro en la boca, lo mastican a cada paso, tirando de unas botas que no quieren separarse del limo. La luna está escondida, el aire huele a mar y sangre, a pólvora, a miedo.
−Señor…
−Sí, sé lo que piensas.
−Esto no son tropas dispersas, ¿dónde nos estamos metiendo?
−Me han dicho que avancemos, que avancemos; eso es todo.
−Mi sargento, parece que nos estuvieran emboscando. Si al amanecer seguimos al descubierto estamos perdidos, ¡muertos todos!
No sabe qué responder, está absorto en el chapoteo de sus soldados, en las distantes voces de los alemanes, en el redoblar de campanas que persiste en su cabeza. Las horas se acumulan una encima de otra, ya divisan las primeras luces de Cisterna di Latina, su objetivo. Tienen que llegar cuanto antes, cogerlos por sorpresa.
−Vamos, cabo, hay que avanzar, no va a pasar nada. Detrás vienen el 4º Batallón y el 15º Regimiento, ellos limpiarán esos reductos, nosotros tenemos que tomar Cisterna antes de que amanezca.
−Sargento…
−Wilson, vaya con sus hombres, que avancen más rápido.
−… Sí, señor.
Algo flota en el aire, algo que se mezcla con el nerviosismo de los soldados y lo potencia. Empieza a dudar, pero no quiere decírselo a nadie. ¿Dónde se están metiendo? Wilson tiene razón, si no alcanzan posiciones defendibles antes de las primeras luces del alba están completamente perdidos, no hay cobertura de ningún tipo en este cenagal. Un desfile de sombras frente a sus ojos, murmullos, el constante chapoteo, parece una procesión de condenados camino del Infierno.
−¡Vamos! −arenga alguien a la tropa, y la cadencia del chapoteo se acelera a su alrededor.
Acaricia sus chapas de identificación, lee con los dedos: Sargento Truman O. Olson, Primer Batallón de rangers, Compañía Bravo. ¿Podrá llevarlo de vuelta a casa o irá dentro de una caja, junto a los restos de un cadáver encontrado en el barro? Hay una pequeña elevación en el terreno, cuando la sube su mirada se abre a un mar de sombras. Al fondo Cisterna di Latina, durmiendo el sueño de los justos, ajena a la marea negra que se le echa encima. Columnas oscuras de hombres asustados, murmullos y chapoteos, y el constante redoblar de las campanas. El cementerio se ha dado la vuelta y los muertos vuelven a casa, con el andar torpe y fatigado del que perdió la costumbre. El tiempo corre, se atropella a sí mismo, se amontonan los segundos, los minutos, las horas…
−Ya llegamos. ¡Ya llegamos!
−Sí, a ver si te callas ya.
−Justo a tiempo. Se nos tiene que ver desde varias millas de distancia. Knappie.
−¿Qué?
Se escucha un grito, en alemán.
−¡Mierda! ¿Qué coño ha sido eso?
−Oh, cállate, Willaby.
−No, tiene razón, ¿qué ha sido eso?
Más gritos. Algunas filas de detienen, otras se disgregan, otras siguen avanzando. Las primeras unidades ya están dentro del perímetro de Cisterna, parece que lo tienen al alcance de la mano, pero hay alemanes gritando órdenes, movimientos furtivos en su línea de visión. Rugen motores, chirrían cadenas, un primer disparo, un segundo, una tormenta.
−¡Cuerpo a tierra! −grita alguien.
Arrecia el fuego alemán, están justo en el centro de una perfecta emboscada. Se refugian en una zanja algo más profunda, la cara clavada en el barro, los oídos saturados de detonaciones.
−¡Hacia las casas, seguid avanzando hacia las casas! −ordenan desde alguna parte.
−¡Qué coño hacia las casas! ¡Hijos de perra!
−Cállate ya.
−Tenemos que salir de aquí, tenemos que avanzar, ¡joder!
−¡Sal tú si tienes pelotas, gilipollas!
Entre los disparos y los gritos se abre paso una reverberación, un rugido profundo, metálico, un mal augurio.
−¡Mierda! ¡Mierda, mierda, mierda!
Una explosión cercana, lluvia de barro, a pesar del miedo se asoman: tres StuG avanzan hacia ellos. El suelo se estremece bajo el metal, sus cañones truenan, varios hombres vuelan unos metros más allá, otro grita desde una posición cercana, busca su mano, arrancada por los dientes de las ametralladoras. La nota de los morteros se suma también a la sinfonía de guerra.
−Yo me largo de aquí.
Knappenberger salta fuera de la zanja, Thomson lo hace detrás de él, y Willaby, que no cesa de gritar “¡Mierda!”. Se arrastran bajo el trazo silbante de los proyectiles, por entre los cadáveres de sus compañeros. Un silbido premonitorio, se aprietan contra el suelo, si pudieran se hundirían en él. El proyectil cae a escasos metros de su posición, los oídos les pitan, el corazón se les enloquece anegado por la adrenalina. Alcanzan otra zanja y se arrojan dentro.
−¿Qué mierda era esa de salir?
−Tenemos que llegar a las casas, sea como sea.
−¡Nos van a volar las pelotas!
−¡Nos las van a volar de todos modos!
−Aparta, hijo −dice otro tipo que acaba de caer en la zanja, mientras prepara el bazooka que llevaba colgado a la espalda.
−¡Sí, sí, eso es, dales fuerte a esos hijos de perra!
−¿Me ayudas?
−Claro −se presta Knappenberger−. Listo.
−Decid todos “queso”.
Un fogonazo, ruido de metal atravesado, una explosión, barro, peligrosos trozos de StuG que vuelan por los aires, fuego, olor a carne quemada.
−¡Sí, sí, hijos de perra!
Publicado originalmente en "Los zombis no saben leer", primavera 2010.
2 comentarios:
Me ha costado entrar en situación, pero luego la trama avanza muy bien con unos diálogos (oink,oink, oink) de lo más fluidos y naturales. Muy bueno, estoy deseando leer la(s) continuación.
Vaya, muchas gracias, socio. Y si te interesea, las partes II y III ya están disponibles en el e-zine "Los zombis no saben leer", a sólo un clic del que quiera echarle un ojo (o mandar alguna colaboración, que también estamos abiertos a eso).
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