¿Culpable? No sé. Sinceramente, no sé si soy culpable. Responsable sí, en la parte que me toca. Créame que lamento y me atormenta lo sucedido. Pero déjeme que le explique.
Vivo en Ciudad Lejana, en el Barrio del Salero. Supongo que lo conocerá. Justo en la calle de los Corrales. Un sitio muy bonito y emblemático, sin lugar a dudas, pero también una de las avenidas principales de la zona. Siempre están pasando coches. El ruido es insoportable. Además vivo justo en el cruce con la calle Señor de las Islas Salvajes y de Todo lo Cercano. Allí la avenida se estrecha de modo que, entre el que se para un momento a dejar algo o a alguien, los que aparcan mal y la densidad del propio tráfico, se colapsa a todas horas.
La gente tiene muy poca educación. De paciencia ni hablamos. Van solos, aislados en sus coches, y quieren ir rápido. No quieren esperar a nadie. Se creen los señores y dioses del Universo, con derecho por encima de todas las cosas. No llevan bien la más mínima frustración. En cuanto llegan a un atasco todos empiezan a tocar el claxon de su coche. Es el único modo que conocen de calmar su nerviosismo.
Es un infierno. En mi casa, en mi habitación, todos esos sonidos de bocinas furibundas pueden llevar a la locura al más templado. Más de una vez he pensado que debiera ser legal lanzar piedras desde las ventanas a estos coches. Sería algo así como una estrategia de educación cívica. Si fuese legal apedrearlos cuando molesten, ya se cuidarían de hacer tanto ruido. Aunque sólo fuese por no ver abolladas las carrocerías de sus idolatrados coches. Es un poco bestia, pero funcionaría.
El caso es que aquella mañana alguien dejó el coche en mitad de la calle y desapareció sin volver. Eran las ocho. Yo me había acostado, agotado, a las siete y media. El día anterior había trabajado desde las diez de la mañana, sin parar en ningún momento, hasta que llegué a casa a dormir.
Hacía unos meses desde la inauguración de mi restaurante, cuando un amigo muy cercano y querido me encargó la celebración de la boda de su hija. El hecho de ser un amigo, unido a la intención de meter mi negocio en el circuito de salones para este tipo de eventos, me hizo esforzarme especialmente. Cuando acabé aquella jornada había trabajado veinte horas sin descanso. Desde las diez de la mañana de ese día hasta las seis de la madrugada del siguiente. Al finalizar tomé unas copitas con mi gente para relajarnos y me fui a casa para acostarme, como ya le he dicho, a las siete y media.
A las ocho se montó el atasco y fui despertado, abrupta y ruidosamente, por el rabioso gritar de los pitos de los coches. Me dolía la cabeza. Estaba cansado y muy cabreado. Mi cerebro estaba como fundido. Una imagen venía a mi mente una y otra vez. Odiaba. Estaba furioso por el ruido inhumano que me había sacado de mi merecido descanso. Justo cuando empezaba coger el sueño.Y, además, llovía sobre muy mojado. Recordé que tenía un viejo monitor de ordenador, de esos enormes de veintiuna pulgadas, que no me servía. No sé cómo salté de la cama, lo cogí y lo lancé por la ventana. Quería darle a uno de esos coches.
¿Cómo pensar que me quedaría corto? ¿Cómo pensar que unos bondadosos y entrañables padres estarían paseando, camino de misa de nueve, a sus inocentes y adorables bebes gemelos bajo mi ventana justo en ese momento? ¿Cómo sospechar que iba a aplastar con un monitor tan enorme las frágiles cabecitas de esos dos preciosos nenes?
Vivo en Ciudad Lejana, en el Barrio del Salero. Supongo que lo conocerá. Justo en la calle de los Corrales. Un sitio muy bonito y emblemático, sin lugar a dudas, pero también una de las avenidas principales de la zona. Siempre están pasando coches. El ruido es insoportable. Además vivo justo en el cruce con la calle Señor de las Islas Salvajes y de Todo lo Cercano. Allí la avenida se estrecha de modo que, entre el que se para un momento a dejar algo o a alguien, los que aparcan mal y la densidad del propio tráfico, se colapsa a todas horas.
La gente tiene muy poca educación. De paciencia ni hablamos. Van solos, aislados en sus coches, y quieren ir rápido. No quieren esperar a nadie. Se creen los señores y dioses del Universo, con derecho por encima de todas las cosas. No llevan bien la más mínima frustración. En cuanto llegan a un atasco todos empiezan a tocar el claxon de su coche. Es el único modo que conocen de calmar su nerviosismo.
Es un infierno. En mi casa, en mi habitación, todos esos sonidos de bocinas furibundas pueden llevar a la locura al más templado. Más de una vez he pensado que debiera ser legal lanzar piedras desde las ventanas a estos coches. Sería algo así como una estrategia de educación cívica. Si fuese legal apedrearlos cuando molesten, ya se cuidarían de hacer tanto ruido. Aunque sólo fuese por no ver abolladas las carrocerías de sus idolatrados coches. Es un poco bestia, pero funcionaría.
El caso es que aquella mañana alguien dejó el coche en mitad de la calle y desapareció sin volver. Eran las ocho. Yo me había acostado, agotado, a las siete y media. El día anterior había trabajado desde las diez de la mañana, sin parar en ningún momento, hasta que llegué a casa a dormir.
Hacía unos meses desde la inauguración de mi restaurante, cuando un amigo muy cercano y querido me encargó la celebración de la boda de su hija. El hecho de ser un amigo, unido a la intención de meter mi negocio en el circuito de salones para este tipo de eventos, me hizo esforzarme especialmente. Cuando acabé aquella jornada había trabajado veinte horas sin descanso. Desde las diez de la mañana de ese día hasta las seis de la madrugada del siguiente. Al finalizar tomé unas copitas con mi gente para relajarnos y me fui a casa para acostarme, como ya le he dicho, a las siete y media.
A las ocho se montó el atasco y fui despertado, abrupta y ruidosamente, por el rabioso gritar de los pitos de los coches. Me dolía la cabeza. Estaba cansado y muy cabreado. Mi cerebro estaba como fundido. Una imagen venía a mi mente una y otra vez. Odiaba. Estaba furioso por el ruido inhumano que me había sacado de mi merecido descanso. Justo cuando empezaba coger el sueño.Y, además, llovía sobre muy mojado. Recordé que tenía un viejo monitor de ordenador, de esos enormes de veintiuna pulgadas, que no me servía. No sé cómo salté de la cama, lo cogí y lo lancé por la ventana. Quería darle a uno de esos coches.
¿Cómo pensar que me quedaría corto? ¿Cómo pensar que unos bondadosos y entrañables padres estarían paseando, camino de misa de nueve, a sus inocentes y adorables bebes gemelos bajo mi ventana justo en ese momento? ¿Cómo sospechar que iba a aplastar con un monitor tan enorme las frágiles cabecitas de esos dos preciosos nenes?
7 comentarios:
La ira nunca ha sido buena compañia o_O
En los atascos, o con el ruido de los coches y pitos en tu casa, como te pille un mal día, te puede dar un locurón en plan Un día de furia... jeje
y lo peor es que cuando escribí el relato vivía en un sitio donde era exactamente como cuento, nunca llegué al punto de lanzar un cabezón de ordenador por la ventana... pero me faltó el canto de un duro. te puedes llegar a quedar majarón con la gente y el puñetero pito del coche taladrando una y otra vez sin sentido, mientras te preguntas ¿qué he hecho yo para merecer esto?
gracias por leer y comentar
Pues para mí lo peor son los acelerones de las motos..., si tuviera una escopeta de balines me ponia como Maradona cuando la lio con los periodistas jejeje
Jooooder...
motos, coches, coches, motos, son productores imparables de ruidos odiosos, pero, claro, son imprescindibles en el mundo de hoy día, nadie puede ser feliz sin tener uno o ambos elementos...
pero es que además las motos las preparan para que hagan más ruido todavía y entonces ya no es querer tener una escopeta de esas que dices Oscar, directamente yo pienso que ojalá se caigan, será que soy más jervi y tengo más mala leche.
los ruidos del tráfico son de esas cosas que sacan lo peor que llevamos dentro.
Resulta de lo más complicado respetar a alguien que no te respeta. Igualmente complicado es conseguir que, en esa falta de respeto, el odio no se apodere de ti y solo te permita ver a través de sus ojos.
"No llevan bien la más mínima frustración." Obviamente llevar bien las frustraciones es harto complejo, por lo que siempre habrá alguien dispuesto a "compartirlas" con los demás de la peor de las maneras. Creerte con derecho por encima de todas las cosas, es no creer en nada ni en nadie, únicamente en tu egocentrismo.
Más de uno premiaría esa idea de apedrear los coches cada vez que molestasen con el ruido de sus bocinas. Si entre las lecciones que aprendemos desde pequeños en el colegio, nos enseñaran la de ponerse siempre en el lugar de los demás, quizás no fuera necesario llegar al extremo de lanzarnos piedras los unos a los otros (siempre y cuando todos aprendiéramos bien la lección, claro está).
Podría haber varios culpables, aunque solo uno confeso. Culpables los conductores desconsiderados de lo ajeno. Culpable la mano que lanza el monitor de ordenador por la ventana sin calcular el alcance de su lanzamiento. Culpable el Dios de los padres de los pequeñines, que aquella mañana decidió olvidarse por completo de ellos. Aunque solo fuera por caridad cristiana y el poder que se le otorga, debiera haber hecho el milagro de desviar la trayectoria del monitor. Igualmente por consideración a esos padres que iban a rendirle culto en la misa de nueve.
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