jueves, 7 de agosto de 2008

Con esas cosas no se juega


15 de Enero de 1880.

Como era de esperar, todo estuvo listo y en perfecto estado de revista a finales de diciembre; pero aún así la salida se postergó a causa del clima. No fue hasta dos semanas más tarde, y en vista de que el temporal no amainaba, que la fragata británica “El Atlanta” zarpó rumbo a Inglaterra. Bajo ningún pretexto se podía demorar más el retorno.

En cualquier caso, y pese a que el tiempo no resultaba propicio para una travesía tan larga, no existía el menor peligro al tratarse de una embarcación de este calado y tan reciente manufactura. A lo sumo se podía esperar que las inclemencias retrasaran en unos días la llegada, o hicieran el viaje menos agradable; empero las circunstancias especiales impuestas en esta travesía aquel era un barco de la armada, y tales condicionantes carecían de trascendencia.

Era la tarde del quinto día. Una tarde que tocaba a su fin, y en la que el frío empezaba a arreciar. Un sol vigoroso que durante toda esa jornada estuvo campeando por derramar su luz más allá del rebaño de nubes que se ensombrecían al alejarse o se hacían jirones arrastradas por el viento, se despedía sin perder su fulgor. Y a medida que el astro rey se sumergía en la inmensidad ofrecida por el oceánico horizonte, dejaba sobre él su anaranjado halo.

Al llegar estas horas el trajín en cubierta venía a ser inexistente, puesto que un nutrido número de cadetes bajaba al comedor; algunos para seguir allí con la labor, y otros que tras terminar sus quehaceres arriba, esperaban el turno de la cena. En un barco militar donde viajaban 290 personas no podía ser de otra manera.

Momentos más tarde, salvo por los puestos en los que era estrictamente necesario dejar a alguien al cargo, la cubierta hubiera quedado vacía de no ser por una parte del reducido elenco de personalidades civiles que, a última hora y acreditados por un salvoconducto del cónsul ingles en Islas Bermudas, pasaron a formar parte del pasaje.

En una parte habilitada expresamente para ellos, más para que no incomodaran en las tareas de a bordo que por deferencia, la Sra. Kimbal y la anciana Sra. Sandler se entregaban por inercia a cumplir con su cotidiano ritual, ajenas tanto a los que estaban a su cargo como al resto de lo que era externo a su pequeño mundo particular. Ritual conocido, y que se ha practicado en todos los lugares y épocas sin que la raza fuera un condicionante. De esta forma, se cumplía a la perfección lo que era propio que ocurriera al encontrarse dos mujeres ociosas de escasa inteligencia, que además de coincidir en banalidad y absurdez, no conocían otra forma de afrontar el tedio que hablando.


El valiente pirata navega en su barco.

El valiente pirata buscaba un tesoro.

El valiente pirata de pata de palo.

El valiente pirata de parche en el ojo.


Inducido por la inquietud propia de los pocos años, y cansado de mantenerse junto a las faldas de una madre que no le prestaba atención y se mantenía ajena a sus requerimientos, el pequeño Albert tomó a Pupo y se alejó cantando. Pupo era su nuevo juguete, un títere sin hilos que su padre le trajo la semana pasada a la vuelta de una escapada de negocios a México. Un “fantoche”, como allí los llamaban, que representaba la figura de un pirata, al que decidió darle ese nombre basándose en la historia de un pirata francés que así se apellidaba y que su padre tuvo a bien contarle unos días antes; uno de esos tan escasos en los que no estaba enfrascado en traducciones y montañas de papeles, y recordaba que tenía una familia.


El valiente pirata navega en su barco.

El valiente pirata buscaba un tesoro.

El valiente pirata de pata de palo.

El valiente pirata de parche en el ojo.


Inmerso en un utópico mundo de fantasías y canciones, el pequeño Albert deambulaba por la cubierta de aquel barco de guerra sin contar con la supervisión de un adulto. Una y otra vez repetía aquella estrofa, la única que había conseguido aprender de la canción, la cual se veía interrumpida en ocasiones para interpretar un improvisado teatrillo en el que él, a las órdenes de Pupo, buscaba ese tesoro escondido. A falta de niños que se prestasen a jugar, solo mantenía las conversaciones, alternado la voz cuando tenía que meterse en el papel del valiente pirata, al tiempo que trataba de emular ese deje afrancesado que su padre utilizó para contarle la historia.


El valiente pirata navega en su barco.

El valiente pirata buscaba un tesoro.

El valiente pirata de pata de palo.

El valiente pirata de parche en el ojo.


Caminó de un lado a otro durante largo rato, con la cabeza gacha y sin destino cierto, sin prestar atención a los posibles peligros que pudiera haber en su entorno. Sin saber que, escondido en la popa, alguien le esperaba, alguien que, con una perturbadora sonrisa, se mostraba entusiasmado al comprobar que todo salía como él imaginaba. Junto a esta agazapada figura algo se agitaba con viveza dentro de una funda de tela, algo a lo que para que se aquietara dio un golpe seco con la mano que sostenía el cuchillo.


El valiente pirata navega en su barco.

El valiente pirata buscaba un tesoro.

El valiente pirata de pata de palo.

El valiente pirata de parche en el ojo.


Fue en el instante en que apenas unos pasos los separaban, cuando el asaltante tomó la funda de tela y un papel que había junto a ella y se arrojó con determinación sobre el pequeño Albert, que alzando la vista no pudo más que sentir pavor, ya no tanto por la sorpresa o el cuchillo, como por quien era su portador.

―¡Camina pirata!, y en silencio ―lo exhortó su atacante con la fría hoja del cuchillo impuesta sobre su garganta; y así lo hizo. Caminaron escasamente unos metros, para detenerse tras cajas y lonas donde se guardaban útiles de labor. El lugar que previamente había sido acondicionado para llevar a cabo su plan.

Una vez allí, soltó, adrede y con malicia, la funda de tela con aquello que estaba vivo y en su interior se revolvía, y que tras el golpe, si cabe, demostró aún más agitación; y acto seguido pisó con determinación uno de los extremos para afianzarla bajo su pie. El papel que en su mano sostenía pasó a la otra, y al quedar esta libre arrancó al pequeño Albert de las suyas el títere al que por instinto se aferraba con ambas manos, y que fue a parar con igual violencia a lo alto de una caja cercana. Del bolsillo trasero del pantalón el asaltante extrajo un abrecartas con forma de espada, supuesta replica exacta de la “Tizona” que en su día portara “El Cid”, y la clavó con vehemencia en el pecho de Pupo. Al ver esto el pequeño Albert lloró, como si en verdad aquel juguete tuviera una vida y acabara de ser arrebatada. Durante esta sucesión de pasos se mantuvo el silencio y el cuchillo en su garganta, al tiempo que la sonrisa de aquel espíritu, tan dañino como enfermo, se intensificaba cada vez que quedaba de manifiesto el dolor, la humillación y la impotencia, de aquella escogida víctima.

―Ahora estás solo. Tu amigo está muerto. ¿Qué vas ha hacer ahora pirata? ―preguntó el asaltante mientras se deleitaba al deslizar el cuchillo por el cuello, por el rostro, y terminar dejándolo suspendido cerca de uno de sus ojos.

―¿No respondes valiente? ―añadió apremiante.

―Dejame, Arthur, por favor ―se limitó a suplicar con voz trémula y apocada.

―¿Arthur? Yo no me llamo Arthur. Arthur ha dejado de existir. Yo soy Alhum. Soy el enviado de Shayrlur para abrir la puerta―. Pese a la consternación que lo poseía en ese instante, tales palabras sembraron el desconcierto, y el que supuestamente dejó de ser Arthur, adquirió, sin perder la sonrisa, cierto grado de circunspección.

―Tenemos que empezar antes de que sea de noche, ¡levanta esa tela! ―le ordenó con el cuchillo ya alejado de su rostro. Y eso hizo, para dejar al descubierto unos extraños dibujos pintados en el suelo.

―¡Ponte de rodillas dentro del circulo!

―¿Por qué, Arthur? ―preguntó con temor, llorando a lágrima viva.

―Te he dicho que Arthur está muerto, igual que Pupo, yo los maté a los dos ―confesó con seriedad, clavándole con maliciosa supremacía el intenso verdor de su mirada―. ¡De rodillas! ― volvió a ordenar al tiempo que mordiéndose el labio de rabia hacía ademán de apuñalarlo.

Tras tan categórica amenaza, el pequeño Albert se arrodilló en el círculo con la cabeza gacha, y así, mostrando una infinita sumisión, permaneció hasta que no buscando más que su interés el asaltante le golpeó en la cabeza.

―¡Sostén esto! ―impuso su agresor, tendiéndole aquel hoja de papel. Le pedía, en resumidas cuentas, que hiciera las veces de atril. Y así lo hizo.

―Ahora no hagas ruido y sostenlo bien. Como algo salga mal por tu culpa, te mataré a ti también ―dicho esto, pegó una patada, a modo de comprobación, a la funda de tela que había dejado de moverse desde hace un rato. Y al ver que su prisionero se revolvía, asintió en señal de conformidad.

Despacito, con voz grave, y otorgando al momento acusados tintes de teatralidad, comenzó el ritual.


¡Oh, Shayrlur, señor de las profundidades abisales escucha mi llamada!

¡Por la marca de Ahyair!

¡Oh, Shayrlur, soy Alhum, tu siervo! El que pretende traerte un glorioso despertar.

¡Por la marca de Nirdalf!

Despierta, ¡te lo imploro!, de ese sueño ancestral para recibir mi ofrenda.

¡Por la marca de Kehok!

Despierta, ¡y que la mar se embravezca!

¡Muestras tu poder Shayrlur!

Y que esta vida que te ofrezco, no sea más que la primera de un festín de almas.


Mientras el ritual de llamada era pronunciado, el cuchillo cortaba con vehemencia el aire sobre la cabeza del pequeño Albert, dibujando formas cada vez que aludía a una nueva marca.

Llegado a este punto se agachó, y tras tantear, tomó a la anónima criatura confinada en la funda por la cabeza y la levantó del suelo. El cuerpo de ésta continuó agitándose. Acto seguido, hizo una incisión en la funda con la punta del cuchillo e introdujo su hoja, a tiempo que las palabras volvían a ser pronunciadas.


¡Oh, Shayrlur, señor de las profundidades abisales!

He aquí la sangre que sobre las marcas ha de ser vertida

para que se abra la puerta, y tomes conciencia de mi ruego.


Cuando dichas palabras fueron pronunciadas, sesgó con enérgica resolución la garganta del ser confinado; y su sangre brotó sin mesura empapando la funda, que hubo de ser sostenida sobre cada una de las marcas para que el hilo de sangre que de esta brotaba las ungiera. Con esto último el ritual de aquel improvisado invocador debería darse por concluido, pero el creyó que aún no era suficiente, y llevado por el deleite que la situación proporcionaba, puso la funda sobre el pequeño Albert, para que la cálida sangre del cadáver se derramara sobre él. Pese a mantener la sumisión, el pequeño Albert acogió la sangre con un acusado escalofrió, intensificándose el temblor que había nacido en el momento que lo vio surgir tras aquellas cajas. Y fue justo después de ser ungido con ella, que ésta, y la que se derramó sobre las marcas, se mezcló con el igualmente cálido orín que empapaba el pantalón del niño. Al ver aquello, el placer del agresor alcanzó unas cotas hasta entonces desconocidas, y en mitad de dicho deleite, vino a su cabeza la que a su criterio sería la mejor manera de poner un broche a esta situación. De esta forma, y manteniéndose tan ajeno a las consecuencias que acarrearían sus actos como desde el principio, decidió ponerla en práctica.

Confinado aún en su mortaja carmesí el cadáver fue arrojado por la borda, y al quedar la mano liberada de su carga, tomó al pequeño Albert de los rubios cabellos que de rojo se teñían, y con voz serena y el cuchillo impuesto sobre su cabeza se dirigió a él.

―Ahora voy a matarte Albert, te va a doler muchísimo.

Al oír la sentencia, emergió de la garganta del pequeño un grito desnaturalizado, y sin más amparo que el temor, luchó todo cuanto sus exiguas fuerzas le permitían por librarse de la presa. Algo que no fue difícil, porque retenerlo no era la intención de su agresor. Tras librarse, se puso en pie y corrió en busca de la protección de sus padres. De esa madre que seguía donde la dejó, hablando con la anciana Sra. Sandler, y a la que gritó al verla, pero sus gritos no fueron atendidos. Al llegar a hasta ella se arrojó en su regazo, ensangrentado, tembloroso y llorando a lágrima viva. Y lejos de poder asimilarlo, la señora Kimbal se desmayó.


Algún tiempo después, cuando la señora volvió en sí, examinaron al niño para comprobar que la sangre no era suya, y consiguieron hacerle hablar, buscaron al causante, al tiempo que fueron a reconocer el lugar para disipar la que por entonces estaba llamada a ser la mayor de las inquietudes; saber de quién era la sangre.

Cuando llegaron al lugar esa parte de la cubierta estaba húmeda y las marcas se había borrado, pero no los restos de sangre que empaparon la madera.

No fue fácil encontrar al causante, pero al final apareció, estaba agazapado en el interior de una de las barcas de salvamento cubierto con una lona. Se le llevó al puente de mando, ante la Sra. Kimbal y el capitán de la fragata.

Apenas los vio entrar, la Sra, Kimbal, se abalanzó sobre él, y aferrándolo de los hombros le gritó fuera de sí: ―¡Arthur Kimbal III, eres un demonio!, ¡un demonio!, ¿me oyes? ¿Por qué haces estas cosas? ¿Quieres matar a tu madre de un disgusto verdad? ¿VERDAD?

Las reprimendas continuaron hasta que el capitán medió para calmar los ánimos, y poder tratar el delicado asunto de la sangre. Mientras la madre permanecía aparte llorando desconsoladamente y lanzando lamentos y quejas que no hacían más que interrumpir, el capitán interrogó al muchacho. Al que escasos instantes después devolvió a su madre, y cuya confesión le sorprendió, al tiempo que hubo de concederle cierto alivio cuando supo de quién era la sangre.

Aclarado ese punto, todo lo demás pasaba a ser un conflicto meramente familiar, y una vez estuvieron fuera del puente de mando, la madre prosiguió con la reprimenda hasta dictar sentencia.

―¿Cuántas veces te hemos dicho que te portes bien? ¿Cuántas, que con los papeles de papá no se juega? Que sepas que vas a estar castigado el resto del viaje, y en cuanto tu padre termine de trabajar se lo voy a contar todo.

Lo que la madre no sabía, y el padre averiguó de las explicaciones, es que aquellos papeles no eran como el resto, que el texto que copió para efectuar aquel ritual estaba sacado íntegramente de un libro arcano que bajo llave él tenía escondido. Libro que el joven Arthur vería ocultar junto con la llave, que se dedicó a curiosear y terminó copiando en ausencia del padre para gastar una macabra broma a su hermano. Una broma que, por otro lado y conociendo la naturaleza de los textos, no atribuía a su hijo. Mientras encajaba cada una de las piezas que pudo ir extrayendo de aquella extensa charla preñada de banalidades, tomaba consciencia de la gravedad del asunto. Y de este modo continuó, hasta que supo con exactitud qué pasaje fue copiado. Al tomar pleno conocimiento de este suceso las barreras de la razón se rompieron. Su voluntad se quebró, y una mueca demencial se dibujó en su rostro. Y hablando para sí, como si le fuera concedida una revelación, salieron de sus labios las últimas palabras.

―Nos ha matado a todos ―se limitó a decir antes de que brotara de él la risa, una risa convulsa y espasmódica, una risa insana, que lo poseyó hasta tornarse algo agónico, una risa, que representaba la inexorable pérdida de su cordura.

Continuó riéndose sin pausa, preso de aquella risa que su asustada mujer trató de atajar. Para sacarlo de aquel estado, le gritó, lo zarandeó, e incluso lo abofeteó en varias ocasiones, pero nada lo desligaba de aquella maldita risa. Con el pasar de los minutos empezó a enrojecer, se asfixiaba, sus ojos se llenaron de lágrimas, y alterándose con la risa y la tos, se revelaron las claras muestras de un acusado dolor interno, cuya ubicación se hacía visible al posar ambas manos con desesperación sobre la zona afectada. Aquel tormento se prolongó durante veinticinco minutos, momento en el que murió a consecuencia de un ataque cardíaco.


A la mañana siguiente, la viuda del señor Kimbal seguía llorando su pena, y su hijo, Arthur III, trataba de consolarla como buenamente podía. Aparte, sentado en el suelo con Pupo en las manos, estaba el pequeño Albert, escrutando la hendidura que el abrecartas dejó en el pecho del pirata, al tiempo que lanzaba fugaces miradas al cuerpo sin vida de su padre. Ambos están muertos pensaba. En una habitación próxima, una de las chicas del servicio de limpieza buscaba una funda de almohada que no encontraría. En otro lugar del barco, deambulando sin descanso, la anciana Sra. Sandler busca desesperadamente a Cloe, su gata Maine Coon, compañera inseparable durante estos últimos años, sin que nadie se atreviera a decirle lo que había sido de ella. Y en lo más alto, en el puente de mando, el capitán repasaba contrariado las cartas de navegación, comprobando una y otra vez las coordenadas con cuantos instrumentos de medición tenía en su haber, para que su desconcierto se viera acrecentado tras cada prueba. Había hecho esta ruta centenares de veces; y hasta hoy, no se había topado con aquella pequeña isla de unos dos kilómetros y medio de longitud rodeada de pequeños islotes flotantes.

Un agradable olor inundaba el ambiente de aquella soleada mañana de enero, que estuvo llamada a ser la última para las doscientas noventa almas que iban a bordo de “El Atlanta”.


(Originalmente publicado en La Biblioteca Fosca Nº1: El Kraken

http://www.abadiaespectral.com/labibliotecafosca.html)

Autor: Ángel Vela (palabras)

Correo Electrónico: lanaiel(arroba)hotmail.com

8 comentarios:

Manuel Mije dijo...

Bueno, yo ya dije en su momento que me gustaba el relato y lo mantengo. Si acaso ahora me ha surgido una pega, y es por el pasaje en el que Arthur por un lado apuñala a Pupo, mientras mantiene intimidado a Albert con otro cuchillo diferente, y la hoja de papel por otro lado... O Arthur tiene la pericia del robot de Alien o tiene varios brazos, jejejeje...
En fin, fuera de coñas, hay un detalle interesante que ahora se puede testar, y es el asunto de la no aparición física del Monstruo: en la revista era mejor así, porque sabiendo de qué iba el argumento general del número en cuestión creo que el final da los suficientes datos. ¿Pero qué pasa ahora que está publicado sin esa referencia (aunque yo haya hecho un pequeño apunte respecto al origen del texto)? Será interesante averiguarlo...

Vito Márquez dijo...

Buen relato con gustillo a cuento viejo, de los tiempo idealizados en que se escribía y se leía sin prisas. El texto trasluce el curre de documentación que te pegaste.

Me ha gustado, aunque estoy de acuerdo con canijo: la sutileza del kraken se pierde fuera del contexto de la revista monográfica.

Deberías escribir más cuentos y robarle tiempo a tu novela... O convertir muchas de las ideas de la novela en cuentos.

Ángel Vela dijo...

Vaya una grata sorpresa encontrar esto por aquí. Gracias por la iniciativa ;)

En cuanto a Arthur, si, es tremendamente rapido, agil y mortal, (más quisiera el alien ese, jajajajaja).

No en serío, será que no visualizamos la escena igual.Yo no le vi pegas, Pupo queda sobre una caja, y se pasa el papel a la tra mano dejando una libre.

En cuanto a la bromita decirte que eres un mamón, jajajaaj ;)

Y bueno, que sería doblemente mamón si fuera un fallo, (eso se comenta entre bastidores que me dejas mal delante de miles de lectores,ajajaajaj ;)

Yo creo que sigue resultando, vaya que a todo lo más no se pille que es un kraken, y la gente se imagine que es otro bicho. Supongo que dará igual.

En cualquier caso a ver que dicen y una vez vio las luz por aquí, lo moveré por los foros a ver que tal.

Ángel Vela dijo...

Buen relato con gustillo a cuento viejo, de los tiempo idealizados en que se escribía y se leía sin prisas.

A pues me alegro era la idea. Y una lastima que solo queden los libros y se hubiera perdido ese espiritu del que hablas


El texto trasluce el curre de documentación que te pegaste.

La verdad es que le eché su tiempo, y quedé contento con el resultado(ya tengo ganas de repetir eso de la busqueda de datos para una nueva historia

Me ha gustado, aunque estoy de acuerdo con canijo: la sutileza del kraken se pierde fuera del contexto de la revista monográfica.

si, bueno, lo comento arriba, creo que no llega a perder las gracia, aunque si desluce un poquillo, la verdad.

Deberías escribir más cuentos y robarle tiempo a tu novela... O convertir muchas de las ideas de la novela en cuentos.

pues ganas no me faltan, aunque la novela está algo parada tambien, a ver si surge una idea que me parezca atractiva contar.

Nos leemos, abrazos a los dos.

Víctor González dijo...

En general el texto me gusta aunque sigo tabajando y prefiero antes de salir a una visita comentar aquí que acabar de leer.
No sé el lugar en que haceis la tertulia, con lo que dificilmente `podré acepatar vuestra amable invitación.
Respecto de lo de tu novela parada, el día que nos veamos Palabras, te daré mi receta a ver si te sirve.
Saludos.

Ángel Vela dijo...

En general el texto me gusta aunque sigo tabajando y prefiero antes de salir a una visita comentar aquí que acabar de leer.

bueno ya me dirás que tal cuando lo acabes ; )

No sé el lugar en que haceis la tertulia, con lo que dificilmente `podré acepatar vuestra amable invitación.

pues a día de hoy estamos quedando los martes a la 18:00 de la tarde en una cafetería que está a la entrada de la cruz roja. No recuerdo el nombre, pero está frente a la heladería Villar por la zona de la Macarena. Frente al Hospital Macarena, más o menos, (en cualquier caso si te apuntas y no das con el sitio quedo contigo previamente en otro sitio):)

Respecto de lo de tu novela parada, el día que nos veamos Palabras, te daré mi receta a ver si te sirve.
Saludos.

uff, ya me diras. ¿Has leido algo? Creeme cuando te digo que está lejos de ser una novela normal. Toda ayuda será bien recibida ;)

Víctor González dijo...

Frente a la heladería Villar en la Avenida de la Cruz Roja hay una cafetería sala de juegos donde no saben nada de vosotros y donde no me pege además semejante lugar de charleta.
Segun se sale de la heladería y por la puerta de la derecha que no da a la Cruz Roja, hay un horno, Puerta de Hierro, con sala contigua que me pega más, pero tampoco os conocen. Conste que he ido sin brújula y eso dificulta...
Espero noticias.
Saludos.

Ángel Vela dijo...

Buenas Victor, es en el horno :)

Y bueno, no lo saben porque nadie se lo dijo, jajajaja

Nosotros llegamos, pedimos, nos sentamos en nuestro ladito allí se comenta lo que venga bien o nos pasamos los textos. Pero somos muy discretitos, creo que quitandome a mí y a otro, somos aparentemente discretos, jajajaaj.

Venga a ver si para la proxima te tenemos allí.

Un abrazo, nos leemos.

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