lunes, 18 de enero de 2010

Calle Cuzco

Agosto rondaba ya sus idus, y aquel feroz verano estiraba el rojo de los termómetros tratando de estampar su firma en el cuadro de honor de los estíos más tórridos de la historia. En medio del bochorno la calle Cuzco se alargaba frente a Pedro, orillada por sendas filas de añejos edificios y otras construcciones más recientes que apuntalaban con cariño los flancos de sus mayores. El adoquinado le devolvía el sonido de sus pasos en forma de recuerdos que creía haber perdido, y el peso de la nostalgia se hizo sentir en su corazón.


Al pasar junto al número doce creyó ver su cara de niño reflejada en el escaparate de la juguetería del viejo Faustino, embelesado el gesto por aquella flamante bicicleta que ningún chiquillo de la calle llegó a montar jamás, pues aquel era un lugar de pelotas de trapo, chapas, combas y tejos, escondites y pollito inglés, piola y pásala.


Reconoció una mancha bajo el quicio del veintisiete, un plano montón de lágrimas que había dejado allí en señal de duelo por el tierno amor de Rosita que nunca logró conquistar, y que ella se encargó extirpar totalmente a golpe de desprecio.


El número treinta y tres consiguió arrancarle una sonrisa, como aquellas que solía dedicarle a su mejor amigo, Sancho, el niño con más donaire de todos los que practicaban el noble arte de la travesura a lo largo de la calle Cuzco.


Al pasar cerca del cuarenta y dos hizo un amago de salto hacia el otro lado, un acto aún grabado en sus reflejos por tantos y tantos sustos que Sultán, el perro de doña Engracia, le había dado cada vez que pasaba más despistado de la cuenta cerca de la ventana que custodiaba.


Fue entonces, apenas unos números antes de su destino, cuando se dio cuenta de que algo andaba mal, algo que siempre anduvo mal y que había secado el caudal de recuerdos que un segundo antes paladeaba con placer. Habían sido muchos años negando la nostalgia, defendiendo su nueva vida frente a la amenaza del pasado para que ahora, al final, las imágenes posadas en aquella calle fueran suficientes como para romper sus defensas y dejar al descubierto ese rinconcito de su ser en el que, bajo los agradables y volátiles efluvios de la niñez, se hallaba un poso de amargura.


En el aire que reposaba somnoliento frente al número cincuenta aún flotaba un “Vete. No quiero saber nada más de ti.” que en su momento le atravesó el alma de parte a parte. Tragó saliva, sacó las llaves y se decidió a hundirse en el pasado. El polvo le dio la bienvenida en el recibidor, el olor a humedad presentó sus respetos llegado al salón; toda la casa se hizo eco de la bienvenida al muchacho que una vez se fue. Aquellas paredes habían sido testigo mudo de la eterna pelea con su padre, de la angustia de su madre, herida de pena por el enfrentamiento de sus dos amores; las mismas que la rodearon en su velatorio, las que callaron cuando aquella relación, ya imposible sin el nexo perdido, terminó en destemplado “Hasta nunca.” y portazo.


Después hubo arrepentimiento, y misivas nunca contestadas, hasta que al final la herida terminó de cerrarse sobre el recuerdo.


Cuando por fin se atrevió a entrar en el cuarto de su padre, a recoger su última memoria, vio que sobre la mesita de noche había un montón de cartas, la mitad escritas y enviadas por él, la otra mitad escritas pero nunca enviadas por su padre. Junto a ellas una nota póstuma: “Perdóname por no ser tan valiente como tú”…

Y Pedro lloró; como los hombres de verdad.



Relato incluido en la antología “Voces con Vida”.

2 comentarios:

Sharly dijo...

Bonita y tierna historia Canijo. Hace falta más valor para pedir perdón que para persistir en el error.

Ángel Vela dijo...

Pues coincido con Sharly: una historia bonita y tierna, aunque me agradó más la forma que el fondo.

por cierto, te comiste una palabra ;)

encargó (de) extirpar

Un abrazo, jardinero fiel :P

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