martes, 21 de julio de 2009

Una antología sin fronteras

Me vuelvo por encima del hombro y veo el paisaje de la Ciudad Universitaria desde el Salón 008 de la Facultad de Filosofía y Letras; no me asombra caer en la cuenta que, si intento recorrer con la vista a mis compañeros de clase muchos de sus rostros estén desdibujados; no me asombra, tampoco, mirar rostros que ya no son parte de esta vida. La escena corresponde a 1971. Entre las numerosas muchachas del grupo está Susana Arroyo, la distinguen su sonrisa y sus ojos grandes y oscuros. Ella es de las que no escriben, de las que leen, conforme a la clasificación que hacíamos entonces los del grupo 20 de primer ingreso a Letras.


Al paso del tiempo Susana es la única colega de aquel salón a quien frecuento; no importa que ahora viva en Australia, un país, un continente que me atrajo con fascinación. Con el correr de los años, ahora compartimos además del placer de la lectura, la escritura y el goce de la edición. Tenemos actividades coincidentes; mas ella habita en Australia y, por mi parte, sospecho que moriré soñando con esos vastos desiertos y aquellos cielos boreales desconocidos. Paradojas del destino.


Hoy, Susana es una de las dos antologadoras y una de las prologuistas de Voces con vida, una vasta antología donde 95 autores muestran en 108 cuentos breves su visión del mundo. Fueron seleccionados entre 1,443 textos. Herlinda Dabbah Mustri, junto con Susana Arroyo-Furphy organizaron esta colección que refleja el sentir de los hispanohablantes de diversos puntos del mapamundi. Tarea monumental, imposible hace unos años, que es un reflejo de cómo la creatividad es una pasión sin límite y sin fronteras con el apoyo ahora de la tecnología a nuestro alcance.


Cuando fui becario del taller de cuento del INBA, en 1973, escuché a Tito Monterroso bromear y referirse al quehacer de los cuentistas. Decía que no era difícil encontrar una anécdota para un relato o un cuento, que bastaba mencionar que uno era escritor para que de inmediato algún interlocutor afirmara que él tenía una idea para un cuento, y la regalara. Afirmaba también que, gracias a ello, no había que preocuparse por imaginar historias, que estas sucedían en cualquier momento.


“Dedíquense a la perfección del estilo, desarrollen con justeza la anécdota, esas deben ser las grandes preocupaciones del escritor”. Argumento que cito siempre cuando doy algún curso de escritura, porque pareciera que la obsesión de los nuevos creadores –con la que alimentan siempre los cañones de sus críticas y discusiones– se refiere al punto de vista, el que desde mi punto de vista sólo funciona –o no– para cualquier prosa creativa.


Con la lectura de Voces con vida he recordado el precepto de Monterroso. Y a la vez me planteo una serie de preguntas respecto al trabajo de cada uno de los autores incluidos. En la mayoría de los casos sólo se publica un relato por participante; aunque algunos permiten el contraste al incluir dos y en una ocasión tres cuentos. Importa señalar también, además de la variedad de nacionalidades y orígenes de los autores, las diferencias de edad y de propuestas narrativas compendiadas.


Una primera lectura del volumen apenas da una pálida idea de los matices con que se expresa ese gran narrador colectivo que es el español de nuestro tiempo, utilizado por autores profesionales y experimentados, en varios casos; y –en otros– por escritores menos expertos, pero con un gran instinto y habilidad narrativa.


Voces con vida surge a partir de la convocatoria del Salón Internacional del Libro para el primer concurso internacional de cuento breve de la Ciudad de México. La única norma limitaba la extensión de cada relato a un mínimo de 400 y un máximo de 800 palabras. En tal medida, el grado de dificultad para distinguir la historia merecedora del premio debe haber sido una pesadilla. Lo muestra el alto grado de calidad de diversas historias.


La distinción recayó en “Plaza, palomas, poesía y papel picado” del escritor chileno Víctor Aquiles Jiménez Hernández, radicado en Suecia desde hace veinte años. La historia me recordó la anécdota de algún escritor ruso encarcelado que debió destruir su obra maestra para poder fumar, o darse calor, lo que mete ruido a mi juicio de la historia. Francamente, encuentro un placer o un interés mayor en otros textos que por su plasticidad o por su capacidad imaginativa me asombraron. Entre ellos puedo citar los de Abraham Lifshitz, Daniela Bojórquez, Nelson Cordido Rovati, Darcy Rodríguez García, Dan Lee, o el de Héctor D’Alessandro, entre otros.


Resalta también el número de autores argentinos, donde un buen número de ellos reflejan aún las impresiones o el dolor de los varios lustros de dictadura. Más de un diez por ciento de las historias son de un corte fantástico y un poco más de esa proporción visiones privilegiadas de la infancia. Sueño, amor y muerte se alternan como preocupaciones universales, y quizá por ello pienso que un ordenamiento temático, más que alfabético, hubiera hecho del libro un texto donde los intereses del lector habrían encontrado afinidades más directas.


Llama la atención que la convocatoria para concursar por un sitio en el volumen tuviera un llamado poco usual: “Con el fin de apoyar el sueño de los escritores jóvenes o de aquéllos no tan jóvenes pero poco conocidos, el Salón del Libro Hispanoamericano de la Ciudad de México, A. C., intenta dar a conocer al mundo hispanohablante voces de calidad distintas de las ya afamadas; nuevas voces que aún no han sido reconocidas por la crítica nacional o internacional, dado el cerrado y ostensible círculo de celebridades cuyos nombres son casi siempre los mismos”.


Un objetivo ejemplar, “Dar a conocer nuevas voces”, me parece altamente loable. El culpar a la crítica, esa señora intangible y sin cuerpo que a su vez es vituperada por todo escritor cuyo nombre no se menciona al menos en 15 diarios nacionales y otros tantos internacionales anualmente, es culpar a un fantasma de la escasez de lectores, de la mala distribución de los libros, de la ausencia de promotores de lectura, y de los mal aplicados y escasos recursos para la bibliotecas medianas y grandes. Mismas que, a su vez, deben tener un lugar preferencial para los autores ampliamente conocidos y comentados, con respeto a la usual preferencia o solicitud de los consultantes por natural funcionalidad.


Soy de los lectores que piensan que ningún autor sobra y que cada uno tiene naturales destinatarios, a los que se les envían mensajes por encima del tiempo y las fronteras, tal como lo hace hoy en día la Red. O tal como lo hizo Luis de Góngora, que pasó más de 300 años sin una lectura seria de la crítica. Tal y como ocurrió también con Sandor Marai o John Fante, en tiempos recientes, por citar un par de ejemplos.


Soy también de los lectores que consideran que no necesariamente todos los autores son asimilables por uno mismo como lector, ni universalmente admirables. Que por fortuna tenemos libre albedrío y gustos limitados y determinados lo que enriquece la natural proclividad humana por la discusión de las ideas.


Creo también que hay textos análogos que, desde una literatura complementan o sustituyen otros que nos pasarán inadvertidos, digamos como si un autor tailandés hubiera escrito su Bovary y un autor etíope su Karenina. Los hombres no somos muy diferentes ni excesivamente originales. Aunque una precisa identidad nos hace únicos.


Creo por ello que Voces con vida es un libro importante e interesante que apuesta más allá de las diversas tonalidades de nuestra lengua por una armonía que a veces nos es insospechada o indiferente, hasta el instante en que vemos la riqueza paradisiaca de los términos con que nos expresamos. Ese es uno de sus mayores méritos, junto con su bien calculada originalidad, con la que Palabras y plumas editores comienza a abrirse paso con estos creadores que le han dado aliento y vida.



Bernardo Ruiz


Publicado originalmente en: YO ESCRIBO

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