jueves, 20 de diciembre de 2018

¿El tiempo es relativo? 6


El día 6 de enero es un día muy especial para todos los niños. Es complicado imaginar alguno durmiendo durante la noche entera. Hay unos que sienten la llamada de Morfeo y para evitar caer en sus brazos beben cinco o seis vasos de agua para despertarse en mitad de la noche y ver a los Reyes Magos. Otros con los ojos como platos recurren a contar ovejas para conciliar el sueño avisados por sus padres de que los niños que no duerman no recibirán la visita de sus majestades.

Y después está Manolo que no es un niño esperando regalos pero como si lo fuera. Eran las tres de la madrugada y allí seguía él, tumbado con los ojos apretados obligándose a dormir, y no podía sino recordar cuando esperaba impaciente la llegada de los Reyes Magos. Ahora no eran las ansias de ver los regalos que le dejaban lo que le impedía dormir, era su inagotable imaginación la que lo mantenía despierto. Lo veía como a Emmet Brown de Regreso al futuro, Rubén dijo que era un poco flipado y ése personaje lo estaba. También pensó que quizás fuera como Indiana Jones pero él era arqueólogo y no físico por lo que esa imagen duró poco en su cabeza. Lo personificó en multitud de personalidades, Stephen Hawking, aunque ése duro poco ya que su instituto carecía de accesos para minusválidos, algo verdaderamente jodido si te rompes una pierna como le pasó a un compañero el año pasado. Siguió con Neil deGrasse Tyson, e incluso llegó a imaginarse a Isaac Asimov y a Newton. Se giró para ver la hora, las cinco y cuarto. Se desesperó pero al momento trató de relajarse al darse cuenta de que mientras más nervioso estuviera peor. Cerró los ojos, respiró profundamente y se puso a contar ovejas. La última oveja que contó fue la 1736.


Un pitido chirriante resonó en su oído derecho. Extendió la mano y con un movimiento torpe consiguió apagar el despertador. Con los ojos rojos se incorporó a duras penas. Miró como pudo el reloj que marcaba las ocho menos cuarto. Se vistió y bajó a la cocina. Pegada al frigorífico había una nota de su madre que decía: “la mejor ayuda no se pide, se necesita”. Su madre era así, siempre le dejaba una nota con una frase para animarlo o para hacerle pensar. Se la llevó. Tomó un croissant con un vaso de leche caliente, agarró su mochila y salió. Cerca de la puerta le esperaba Rubén, le entregó la nota con un guiño de ojo. Rubén se ruborizó con el simple hecho de saber que la madre se había acordado de él.

—Creo que pensó en ti al escribirla.

Avanzaron hasta el instituto sin hablar. Uno por la emoción de la nota, el otro por la falta de sueño. Al entrar, cada uno se fue a su aula. El reloj que siempre avanzaban lentamente, ese día se regocijaba ante Manolo fijando el minutero en un número e inmovilizándolo como si estuviera atado con cuerdas invisibles. La primera hora fue latín. Lengua muerta cuya profesora debería también de estarlo, dada su edad avanzada, y con una parsimonia letal se sucedía un verbo tras otro. Si sumamos profesora mayor que debería estar jubilada, más el insomnio de la noche anterior, más lo aburrido que le resultaba, se obtiene a un chaval que está a punto de graparse los párpados para evitar que el sueño entre en él. El timbre del cambio de clase lo sacó de esa especie de letargo que estaba viviendo. El dinosaurio, como llamaban a la profesora, inició su tranquila salida del aula. Ahora llegaba geografía. La pequeña y menuda señorita se sentó en la silla, abrió su libro y comenzó a impartir la clase. El agobio era notorio pero Manolo respiró profundamente un par de veces y abriendo los ojos hasta lo máximo posible consiguió sobrevivir esa hora que para él parecieron tres. La piojito, que no levantaba más de metro y medio del suelo, salió con sus andares tranquilos con el timbre de fondo. Era la única profesora que recogía antes de que sonara. Después llegó filosofía con Don Andrés, recién salido de la facultad y demasiado alelado. No sabía realmente si la parsimonia al hablar era producto de las drogas o de la edad. Apuntaba más a las drogas. Al terminar Platón llegó el recreo. Necesitaba respirar pero la mala suerte se cebó con él, estaba lloviendo.
 Durante esa media hora metido en el aula intentó hacer una lista con las preguntas que le haría al profesor. Solo concretó dos. ¿Usted ha viajado en el tiempo? ¿Cómo lo hizo? Era consciente de que el cansancio estaba haciendo mella en su mente. La siguiente clase fue inglés. Fue la más amena de todas. Gracias a las letras de las canciones de grupos como Muse, Iron Maiden, Queen, Radiohead o Skunk Anansie, dominaba con bastante habilidad el idioma de Shakespeare. Después le tocó el turno al francés. Siempre aprobaba esa asignatura sin estudiar demasiado, tenía una habilidad innata en los idiomas, en todas las lenguas vivas. Odiaba griego y latín. Aunque lo mejor de esa hora no era su facilidad al aprender idiomas sino la joven profesora que lo daba. Dada su constitución física le pegaba más dar geografía. La última hora era la peor, la temida historia hacía acto de presencia. Fueron sesenta minutos agotadores. En cuanto sonó la campana de final de día recogió sus cosas a toda carrera y salió en dirección al aula de Rubén. Solo un largo pasillo lo separaba de resolver sus dudas sobre los viajes temporales.

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