martes, 21 de julio de 2009

La Columna OcioZeta-Sevilla Escribe, "Las tareas del lector"



Hace ya cierto tiempo, tras leer un relato de Miguel Cisneros, nuestro Guy, y mientras trataba de racionalizar por qué aquel texto no me había gustado, terminé llegando a una conclusión un tanto peregrina, algo en lo que nunca me había parado a pensar pero que, echando la vista atrás a la luz de aquella idea, me pareció que siempre había estado ahí, aunque yo nunca me hubiese fijado. Me había quedado la impresión de que al relato le faltaban partes, algunas más o menos sugeridas, otras ni eso. Yo tenía que identificar los huecos y, en la medida en que me hicieran falta para poder seguir la lectura (hacerla acorde a mis esquemas mentales, poder sentir que estaba siguiendo un discurso completo), añadirlas de mi propia cosecha, sin ningún tipo de control por parte del autor y con total libertad (se podría decir que para perderme) a la hora de elegir los elementos a suponer incluidos; es decir, que en cierta forma se me obligaba a ser coautor de la obra que tenía entre manos. Otros detalles que ayudaron a que mi impresión fuera negativa eran el haberme encontrado con metáforas y símbolos demasiado propios del autor, pertenecientes a una imaginería que me resultaba ajena, y también ciertas combinaciones de términos de una audacia excesiva para mi gusto, rayando el “abuso” o el “engaño” (como la pantagruélica cuerda o el hierático bocadillo que tanta gracia le hacen al amigo Ernesto Fernández, weiss), algo que me es muy difícil aceptar porque, personalmente, entiendo que los adornos de la prosa deben estar sustentados en la significación, y ésta a su vez en la historia que me están contando o que me pretenden contar. 

Llegué a la conclusión de que mi impresión final, negativa, era debida a que el tipo de lectura (ojo, lectura, la comunión entre autor y lector que King asemeja a la telepatía) que me proponía el autor no era de mi gusto, o simplemente no me apetecía en aquellos momentos, primero porque se me pedía un ejercicio excesivo de interpretación y aceptación de un código ajeno, sondear metáforas y símbolos lejanos a mi experiencia y aceptar juegos no de mi agrado. También se me exigía, si quería llegar con la lectura a buen término, una coautoría que no tenía ganas de ejercer, al menos en el grado en el que aquel texto parecía necesitar. 

Allí estaban los dos elementos, la interpretación y la coautoría, en parte mezclados, como suelen estar en muchas lecturas, y cada uno en su grado, lo que las diferencia a unas de otras. Según esto me dio la impresión de ver tres tipos de lecturas “puras” que se combinan en determinadas proporciones para dar cada lectura determinada.

-La lectura cómoda: más propia, diría yo, del best seller. Me refiero a ese tipo de lectura en el que el autor lo hace casi todo, redacta la obra de manera que apenas haya que interpretarla, todo está ahí, muy claro, apoyándose sólo en símiles, metáforas, imágenes y simbolismos comunes, muy fáciles de asir, no introduce elementos o reflexiones “extraños”, o si lo hace son de una “extrañeza” mínima que se evapora con una pizca de ejercicio mental por parte del lector. Además, todo lo que el autor quiere que la obra diga está en el texto de manera suficientemente explícita. Hablamos, como diría mi amigo Ángel Vela, palabras, de una lectura para pasar el rato, fresquita, sencillita, amena, pero sin picos creativos. Ya digo que ésta sería la interpretación de palabras, para que yo pudiera compartirla habría que eliminarle los diminutivos que, intencionados o no, entiendo como significativos a la hora de determinar su postura al respecto, y también lo de la sencillez y la altura creativa, algo que no me parece del todo real a la hora de hablar de una obra con especial potencial para ser entendida y disfrutada; vaya, que no me parece ni mucho menos sencillo conseguir eso, o al menos a mí no me resulta sencillo cuando perpetro mis relatillos.

-La lectura a interpretar: me refiero a esa que nos pide un ejercicio más activo, utilizar nuestro traductor interior para descifrar metáforas de más calado, menos obvias, penetrar en reflexiones más complejas, manejar un lenguaje más amplio y construcciones más elaboradas, o entrar en comunión con una imaginería diferente a la nuestra y aceptar juegos quizá más arriesgados. Por definición hablamos de algo de mayor nivel literario, pero también con más posibilidades de perder la conexión con el lector hasta conseguir sacarlo de la historia. Una metáfora bonita o ingeniosa puede ser un gusto para los sentidos, pero si nos pasamos de ingeniosos podemos entrar en el terreno de lo peregrino, como si alguien pone “tres sabores con palo” para referirse a los vampiros, pretendiendo que el lector capte el significado en base a recordar el famoso helado Conde Drácula de Frigo. Igualmente peligroso puede ser basarnos en un código simbólico demasiado hermético, una imaginería propia de difícil acceso a cualquiera que no seamos nosotros mismos, con nuestras circunstancias, nuestras experiencias y nuestro bagaje literario personal. Si yo de pequeño sufrí un cólico nefrítico después de haberme atiborrado de mejillones y desde entonces les tengo una terrible aversión, ¿de verdad puedo pretender que un texto trufado de alusiones directas o indirectas a los mejillones provoque en el lector el mismo grado de repulsión o angustia que puede provocar en mí? Si siempre he sentido una fascinación metafísica por el mundo de la citología ¿no es posible que sea un exceso por mi parte introducir una pequeña reflexión sobre el sentimiento de alienación de un hematíe separado del cuerpo humano en un análisis de sangre, todo ello en medio de una trama de carácter policíaco? ¿De verdad será pertinente un pasaje de gramática tortuosa y plagado de segundas, terceras o enésimas acepciones del diccionario para contar que un personaje secundario se hace un huevo frito?

-La lectura en coautoría: que puede ir desde el simple final abierto, una oportunidad que se nos brinda de ser más partícipes de la historia, hacerla más de nuestro agrado, hasta la omisión amplia y consciente de partes en busca de un juego directamente a dos bandas. Aquí la cosa también va en grados, gustos y apetencias puntuales por parte del lector, y el resultado puede ser muy diferente de unos a otros. No es difícil encontrar divergencia de opiniones respecto a un final abierto cualquiera que, si bien a algunos lectores les ha gustado por haberles permitido implicarse más y con ello llegar a un resultado más acorde a su gusto, a lo que esperaban, a otros puede dejarles el mal sabor de boca de una lectura incompleta. La indefinición explícita de la criatura terrorífica de turno puede ser una inteligente forma de hacer que el lector la construya en su imaginación de la forma que más miedo le dé, haciendo uso de elementos que el autor desconoce, pero también puede llegar a cansarle si no era el ejercicio lector que pretendía hacer, más aún si incidimos mucho en el juego. Es más, la petición consciente de coautoría puede llegar a confundirse con el error inconsciente del autor que, teniéndolo todo muy claro en su mente, se olvida de incluir los elementos necesarios para que el lector llegue a la conclusión a la que pretendía llevarle, o que experimente las sensaciones que quería transmitir. Este error creo que es bastante común y, siendo así, ¿no es fácil que el lector llegue a la conclusión de que lo que pretendía ser una invitación a la coautoría, un juego a dos bandas, sea un simple error de escritura? ¿Cómo distinguir entre una y otro, más aún si ambos se encuentran mezclados en el mismo texto? Estaremos apelando a la confianza del lector, a que si no ve algo acepte que ha sido por error suyo y no del escritor, pero es que un lector, a priori, no tiene por qué darnos este voto de confianza, creer en nuestra infalibilidad y aceptar como propio cualquier problema que surja en la lectura.

Esto fue lo que yo creí ver aquel día, mientras trataba de racionalizar mis impresiones acerca del relato de Guy, una combinación de estas tres lecturas en proporciones que no eran de mi agrado. No me paré a pensar en tipos de lectores determinados por su inclinación a aceptar un mayor o menor grado de un tipo de lectura u otro, porque entendí que esto era más variable, dependiendo muchas veces de otras circunstancias externas y puntuales que poco o nada tienen que ver con la literatura y por lo tanto no pueden ser conocidas y manejadas por el autor. Supongo que el detalle está en conseguir una comunión adecuada entre tareas pedidas por el escritor a la hora de leer su obra y lo que el lector tipo más probable (según los canales de difusión usados) pueda estar dispuesto a poner de su parte en un momento determinado. Siempre, eso sí, teniendo en cuenta que una mayor exigencia para con el lector en busca de un mayor “brillo” literario puede provocar la desconexión entre uno y otro, y que una exigencia casi inexistente, el darlo todo hecho y de manera sencilla, puede dejar la sensación de una obra sin lustre, sin muestras de talento, sin valor; por lo menos para el amigo palabras, que quizá te busque para darte una colleja, jeje.


6 comentarios:

weiss dijo...

Brillante reflexión, amigo Canijus, brillante. Creo que todos hemos percibido algo de eso que tú tratas de sistematizar. Quizás haya otra categorización del concepto al que te refieres, pero ésta me parece de lo más válida. Oye, sin coña, estoy pensando que algún día tendremos que redactar un ensayo sobre vicios y virtudes del escritor, enumerando los no pocos "descubrimientos" que en el campo de la "relatología" hemos ido realizando: los modelos narrativos -P&F, P&F&H, o dicho con guasa, el "Algoritmo de Mije-Fernández" con sus diversas variantes-, la entelequia del "hierático bocadillo/pantagruélica cuerda", el "Síndrome del Luchador de Sumo" etc.

Saludos :D

Guybrush dijo...

Weiss, te olvidaste del nivel de peyote en trama, otra entelequia a tener en cuenta.

weiss dijo...

Mmm... me gusta, "Nivel de Peyote en Trama", puede ser una magnitud digna de estudio. Realmente nos estamos dedicando a describir los síntomas más que las causas, de ahí que por ahora prefiera dejar al margen esta variable. No obstante, meditaré sobre ello ;)

Anónimo dijo...

La causa es el capítulo 68 de Rayuela. Y su relato Carta a una señorita de París, también.

Guybrush dijo...

El último era yo, claro.

Manuel Mije dijo...

Ya sabes, Ernesto, la nomenclatura está lista para que redactes tu: Patologías del relato contemporáneo, Síndrome del luchador de Sumo, Nivel de peyote en trama,Afección del pingüino bailarín, etcétera...

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