lunes, 22 de septiembre de 2008

Luz, a la luz

Con cuidado minucioso, fueron apartando la tierra que apelmazada formaba un pequeño montículo. A unos noventa centímetros de la cota cero, apareció endurecida por el tiempo, una pelota hecha con cordeles. Aquello fue una señal dolorosa de que el lugar era correcto. A un palmo y en la misma cota, asomaban ahora las falanges de una mano pequeña, sin duda del dueño de la pelota. Le habían arrojado el último, sobre sus padres, y a juzgar por la forma en la que cúbito y radio hacían ángulo con el humero y pegada la extremidad entera a la pared costal, abrazando su balón de cuerdas.

3 comentarios:

Víctor González dijo...

He escuchado a mi abuelo siempre con vivo interés, hablando de los horrores de la guerra. Contaba que ocurrió de todo, pero sobre todo, y es lo que más me impresionó, que muchos hombres y mujeres, buenos e inocentes, murieron a manos de otros tantos también buenos y también inocentes. Sé que murió siendo un anciano sin rencor, y que lo perdonó todo hacía mucho tiempo. Una gran enseñanza la suya. Las fosas de aquí, de Polonia, de Mozambique o de Colombia son todas iguales y yo, que debo ser joven todavía, no he interiorizado del todo la enseñanza de mi abuelo.

weiss dijo...

Qué decir, Víctor, dura estampa la que propones. Sí, el ser humano es lo que tiene: tan bajo y miserable pero a la vez tan noble y valeroso como sólo él puede serlo. Somos un puro, contradictorio e irresoluble enigma.

Víctor González dijo...

Somos el gordo y el flaco, el Quijote y Sancho, Tirios y Troyanos, siete novias para siete hermanos, 100.000 vírgenes, si es que la hubo, la muchacha de las bragas de oro, Tom y Jerry, y mucho más que no diré.
Saludos.

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