lunes, 15 de septiembre de 2008

La fuente de la luna

Había pasado frío en ese viejo cuarto.

Y eso solo servía para recordar aún más.
Un lacónico buenos días fue pronunciado por el hijo. El padre, al oírlo, cerro los ojos y un pensamiento atravesó su cabeza —no sé que hacer—. Hacía tres meses el mundo de su hijo y el suyo propio se habían derrumbado.
—He tenido un sueño.
—¿Me lo cuentas?
—Sí. Había una fuente y la luna brillaba.
—¡Qué bonito!
—¿Y sabes otra cosa?
—No.
—¡Mamá estaba allí!
El padre creyó hundirse en la fuente soñada de su hijo.
A él, tener que cuidar del niño le había servido de huida, pero el niño no había encontrado ninguna vía de escape y cada día que pasaba mezclaba más y más los recuerdos de la madre con puras fantasías.
Estos tres días eran un nuevo intento para recuperarlo. El campo, el bosque, el río… sacarlo de la monotonía era su objetivo.
Cambió de tema.
—Hoy vamos a comer en el campo.
—Vale, papá.

La aldea era bastante pequeña. Un puñado de casas rodeaba una pequeña plaza coronada por una fuente. Poco más de una docena de personas se sentaban en los bancos situados a ambos lados de la misma.
Debían ser todos los habitantes de la aldea.
Todos eran viejos.
Se dirigieron a la vivienda que hacía las veces de tienda y donde le habían dado las llaves de la casa. El tendero era otro hombre mayor, de unos sesenta años, pero aún parecía fuerte.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Verá, ¿podría decirme como llegar al río?
—Sí claro. Coja el sendero que sale para la montaña. A dos horas de camino lo encontrará.
—Gracias.
Cuando salieron acompañados del tendero, otro anciano estaba junto a la puerta. Los dos viejos, tras ver alejarse por la plaza al padre y al hijo, hablaron.
—Ese niño puede valer.
—Sí.
—Además te toca a ti.
—Sí.
—El cuchillo sigue escondido en el pedestal de la fuente.
—Lo sé. Siempre está ahí.
—Recuerda, cuando la luna brille.
Esta vez no contestó, dando unos pasos hasta la plaza gritó llamando al niño.
—¡Chaval, ven!
El niño miró al padre y éste, con un gesto de la cabeza, le dijo que fuera. Corriendo pasó por delante de la fuente.
Fue observado por varios pares de ojos.
—¿Sí?— Preguntó entre jadeos.
—Te voy a contar un secreto, pero no se lo digas a tu padre. ¿Vale?
Dudó antes de asentir con la cabeza.
—En este pueblo…
El niño asentía y abría más y más los ojos con cada palabra que escuchaba.
Cuando regresó con su padre iba sonriendo y cantando. El padre no le preguntó qué le había dicho el tendero; con verlo así le sobraba.
Se fueron de excursión.

***

Una reja alta, acabada en pinchos y pintada por el característico color del oxido, le impedía acceder al cementerio. Allí estaba la fuente; la fuente de la luna —“...la llamamos así porque sí pides un deseo cuando la luna llena se refleja en el agua...”—. No dejaba de repetirse una y otra vez la frase acompañándola de una única imagen. La de su madre.
Lentamente y con los nervios a flor de piel cogió con su mano el cerrojo. No tenía candado. Lo descorrió y empujó la reja. Con un perezoso chirrido la cancela se abrió dejándole vía libre a las sombras. Dudó. Tenía miedo, pero pensar en su madre le dio fuerza para internarse entre las tumbas buscando el jardín de la fuente —“...está al fondo, en el lado opuesto a la entrada...”—. Se tropezó con lo que le pareció una lapida rota por el tiempo, pero no quiso prestarle atención, si lo hacía el pánico le impediría proseguir, y estaba tan cerca... Intentaba levantarse cuando un ruido atenazó todos sus músculos, aunque solo fue un instante; el que necesitó su cerebro para identificarlo con un chorro de agua. Levantarse y echar a correr fue una única acción. A los pocos segundos, sus lágrimas se mezclaban con el agua de la fuente.
Agua que reflejaba la luna.
Agua que reflejó una mano.

Gritos y puñetazos retumbaban en la silenciosa noche. Pero en la aldea nadie parecía escuchar. Ni una sola de las puertas o de las ventanas fue abierta. Ante la tienda se derrumbó llorando —mi mujer, mi hijo—. Sentía que en tres meses lo había perdido todo. Estaba solo en aquella maldita aldea acompañado únicamente por la luz de la luna. Luz que convertía todo en gris. Las casas, los bancos y la fuente de la plaza. Todo, incluso su propia vida.
Pero una desesperada luz se abrió paso entre las sombras. La fuente le había recordado el sueño de su hijo —Sí. Seguro que ha ido a buscarla—. Fue el pensamiento que cruzó su mente —pero, ¿dónde?—.Miró al norte, al bosque. Aquella parte ya la habían recorrido. También al sur, la campiña. Estaba despejada de árboles. Y por el oeste estaba la carretera. Solo quedaba un camino. Todo a una carta —al este—, se dijo.

La mano tiró con fuerza de los pelos, siendo algunos arrancados a la vez que el niño era izado. Todos los esfuerzos que realizaba por soltarse eran vanos. Más aún cuando un brazo lo apretó con fuerza contra el propio cuerpo del asaltante. Un aliento caliente, húmedo y fétido inundó la oreja y parte de la mejilla del niño.
—¿Has pedido tu deseo?
El niño, entre el dolor y el miedo no pudo articular palabra. Respondió moviendo la cabeza.
—Pues yo voy a pedir el mío.
Soltó los pelos y con esa misma mano se tanteó el bolsillo del pantalón y sacó una larga y fina cuerda.
—Pero para que me sea concedido, te necesito.
Tiró el cuerpo como si fuera un saco de patatas.
—La fuente de la luna... —le dio la vuelta y le amarró una mano a los pies—. Sí concede deseos. Pero tiene un precio.
Cuando se aseguró que estaba bien amarrado, y que no podría soltarse con la otra mano sin él darse cuenta, lo dejó para dirigirse hasta la base del chorro de la fuente.
—Para ser exacto, un cambio —hablaba mientras hurgaba entre las piedras que se amontonaban al pie del surtidor—. Yo quiero la juventud. La tuya.
Una lápida cayó con un ruido sordo.
—Aquí está!
A la luz de la luna, el niño vio como el tendero se acercaba hacia él con un cuchillo herrumbroso en las manos.
—Ahora, intercambiaremos nuestros tiempos. Yo tendré tu juventud, y tú… —calló por unos instantes mientras pensaba una nueva frase. Sonrió y añadió—, al menos no morirás en unos diez-veinte años.
Y mientras se reía del comentario que acababa de hacer se cortó las venas de su propia muñeca izquierda. Luego, con la mano libre del niño, hizo lo mismo.
El gritó inundó el bosque.

El grito se había clavado como una aguja en su cerebro —está sufriendo, algo le pasa— y lo único importante era llegar hasta su hijo. Había acertado con la dirección, pero no con el sendero. Atravesaba la maleza sin prestar atención a las ramas que golpeaban su rostro y a las rastreras raíces que le hacían tropezar una y otra vez. Un aullido o un lamento, era difícil de distinguir, le indicaron que faltaba poco. Tras saltar unos matorrales, cayó rodando sobre lo que parecía ser el sendero. Cuando se incorporó, ante él, se encontró con una reja abierta que daba acceso al cementerio —allí está mi hijo— corriendo franqueó la puerta.

La luna oscilaba llena de sangre.
El tendero había sumergido la mano herida del niño y la suya propia. Las heridas manaban. El tiempo de sus vidas se mezclaba.
—¿Lo sientes? ¡Yo sí!
La contestación solo fueron sollozos.
—Dentro de poco tú también lo sentirás. Sabrás lo que es… ser viejo.
La roja luna desapareció cuando dos cuerpos cayeron en la fuente.
Sin pensarlo, el padre se había abalanzado sobre la persona que hacía daño a su hijo. Solo una idea ocupaba su mente —matar a ese cabrón—. Giraron uno sobre otro. Manos y piernas impactaban contra torsos y caras. Pero a medida que la ventaja de la sorpresa desaparecía, el tendero recobraba la iniciativa. En el último de los giros su cuerpo acabó arriba. Dos puñetazos, y sus manos tuvieron tiempo para cerrarse como tenazas alrededor del cuello del padre.
Le faltaba aire.
Entraba agua.
Pero se habían olvidado de alguien cuyo tiempo había avanzado. Avanzado lo suficiente para que ese alguien ya no fuera un niño miedoso. Para que ese alguien fuera capaz de pensar fríamente y desatar unas ligaduras con una sola mano. Suficiente para que ese alguien cogiera un cuchillo.
—Mi padre no va a morir.
Cuando el tendero se percató de su error, ya era tarde. Un cuchillo se hundía hasta el mango en su espalda.
—Tú ocuparás su lugar.

Ojos vidriosos miraron la luna llena.
Fue lo último que vieron.



Autor: F. Jesus Franco Díaz (francoix)

Correo electrónico: francoix10(arroba)hotmail.com

5 comentarios:

dijo...

Leí todo el relato, y es simplemente GENIAL.
Me tuvo hasta el final espectante...
gracia spro compartir algo tan bello.
Besos

francoix dijo...

Gracias enredada por lo que dices. La verdad es que leerte me saca los colores.
Lo escribí para un concurso con limite de palabras. Tal vez por eso el principio se me queda algo corto (tuve que recortar) para meter un desenlace que ocupa más de la mitad del relato.

Me alegra que te haya gustado.

Besos!!!

María (LadyLuna) dijo...

Relatos así me impactan, y me gusta, porque no es lo que consiguen conmigo normalmente los escritos.
Me mantuvo atenta hasta la última línea.
La imagen está muy bien elegida.
Un saludo;)

francoix dijo...

gracias ladyluna, me alegra saber que he logrado mantener tu atención hasta el final, eso es una cosa que pocas veces se consigue.

hasta luego!!!

Manuel Mije dijo...

Está interesante la idea, Fran, pero me parece que tendrías que haberla rumiado y trabajado más. Quizá sea lo que dices del límite de palabras, algo jodido porque creo que con unas cuantas más podrías haberlo redondeado bastante.

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