lunes, 17 de marzo de 2008

Un demonio

- No empieces otra vez, abuelo - reprochaba en discreta voz baja Simón al viejo rabino, con una sonrisa de compromiso ante el venerable público que le rodeaba, mientras tiraba de la raída manga de su chaqueta.

- No lo olviden, mis queridos amigos -seguía el anciano, sermoneando - y ¡que Dios les bendiga!

- Adiós, buenas tardes a todos. Tenemos que irnos - añadió Simón, con tono de disculpa, poniendo fin a la tertulia de sus mayores.

Desde que tuvo el ataque de apoplejía, el rabino Shavit Horowitz, si bien restablecido físicamente hasta extremos notables, sufría cada vez con más frecuencia de severos ataques nerviosos, así como de un estado de excitación casi continua, poco recomendable para una salud de ochenta años. Su nieto Simón había tenido que ir en numerosas ocasiones a buscarle a la biblioteca de la sinagoga de Marienburger Strasse, en la que, ensimismado en insondables cavilaciones, estudiaba los textos sagrados hasta bien entrada la noche, sin permitir ser en ello interrumpido bajo circunstancia alguna. A los profanadores de su concentración en tan ascéticas ocasiones, obsequiaba con una sobrecogedora retahíla de maldiciones y terribles presagios, trance por el cual la señora Breslauer - encargada de la biblioteca - había decidido hacía tiempo no volver a pasar. Era entonces cuando optaba por acudir a la casa de los Horowitz, con la esperanza de que algún miembro de la honorable familia - en la mayoría de los casos, el siempre complaciente Simón - persuadiera al rabino de lo inadecuado y embarazoso de su conducta. Esta vez Simón - que no sin fastidio, estoicamente disimulado eso sí - agradeció al Todopoderoso no haber tenido que lidiar con su abuelo en la biblioteca, de donde incluso a él, su más caro nieto, le costaba ímprobos esfuerzos sacarle.

Aquella tarde sólo había llegado, caminando con su paso trastabillado, hasta el cercano parquecillo de Sperl, a lo largo de la ribera del canal, donde los ancianos de la comunidad judía de Viena solían pasar el rato jugando al ajedrez, o enfrascados en profundas discusiones.

- Simón, hijo mío, ¿por qué me interrumpes de esta manera? - preguntaba enojado, pero no sin un eco de dulzura en la voz - ¿Es que no ves que estaba conversando apaciblemente con mis amigos?

- Ya lo sé abuelo, y disculpa. Pero mamá está preocupada, nadie sabía dónde estabas.

- Estaba en el parque, Simón, ¿dónde iba a estar si no? Sabes que me gusta ver a los chicos jugar al ajedrez, voy todos los jueves...

- Sí abuelo, ya lo sé, pero hoy tenías una cita, ¿no lo recuerdas?

- ¿Una cita...? -se preguntaba entre dientes el anciano mientras sacudía la cabeza, confuso.

- Mamá me pedido que te lleve sin dilación a casa del señor Pressburger, el sastre.

- ¿Al sastre? ¿Por qué tengo que ir al sastre?

- Porque el sábado es el Bar-Mitzvah de Isaac, abuelo, y te tienen que arreglar las mangas de la chaqueta nueva; no querrás ir hecho un pordiosero.

- Ah, sí, no me acordaba - concedió el rabino - Sabes hijo, últimamente tengo la cabeza en otra parte...

- En eso te doy la razón.

- Es por aquello de lo que te hablé, Simón, lo que te dije el otro día, cuando viniste a verme a la biblioteca. Precisamente ahora se lo estaba comentando a Yehuda y a Ariel...

- No empieces otra vez, abuelo, haz el favor.

- Pero es que es importante: lo he visto claramente, todo está escrito. La cábala es una ciencia sutil y muy compleja, ¡pero nunca miente!

- Ya - dijo Simón, distraído y un punto jocoso.

- Sí, sí, tú ríete ¡Qué futuro nos espera, cuando los jóvenes no escuchan a sus mayores!

- No me río abuelo, es que me lo has contado ya docenas de veces. ¿Por qué no te olvidas de esa historia? Asustas a mamá, y también a tus amigos. Yehuda Weissmann por ejemplo: me ha dicho su hija Sarah que se despierta por las noches dando gritos, apenas descansa. Cada vez tiene la úlcera peor; dice ella que es por los nervios que le provocas.

- Yo sólo digo lo que las Escrituras me muestran. Es mi trabajo, Simón, sólo soy un humilde mensajero. Lo que el destino nos reserva no puedo cambiarlo.

- Pues si no puedes cambiarlo no le des más vueltas. ¿Y qué si viene el Golem? ¿O si se acaba el mundo? No vas a arreglar nada disgustando a nuestros vecinos.

- ¿Quién dice que el mundo se vaya a acabar? ¿Y eso del Golem? ¿Lo ves? Tratas de ridiculizarme, no haces caso de mis consejos, ¡ninguno lo hacéis!

- Nadie pretende ridiculizarte, abuelo. Lo que pasa es que todos estamos estos días demasiado ocupados como para pensar en el Apocalipsis. Mamá con la fiesta de Isaac, yo con mis exámenes. Y lo mismo te digo del señor Pressburger: sólo tiene esta tarde para atendernos.

- ¡Pues escúchame y no me hagas repetírtelo mil veces! Y no te mofes de lo que trato de advertiros, es un asunto muy serio - Simón soltó un desesperanzado suspiro - Yo no he dicho que el mundo se termine, lo que digo es que se aproxima una época oscura... una época de destrucción y muerte sin igual. Un Diablo ha sido liberado de las profundidades...

Simón resoplaba mientras miraba los tranvías, tomando a su abuelo de la mano para cruzar la avenida. Trataba de distraerse, de encontrar una excusa para cambiar de tema, para evadirse mientras caminaba por las concurridas calles de la populosa Viena, resignado a la evidente demencia del anciano rabino.

- Ten cuidado con el escalón, no vayas a tropezarte.

- Simón, hijo mío, hijo querido. ¿Por qué no me escuchas?

- Te escucho abuelo. Vamos, date prisa, el señor Pressburger aprecia mucho la puntualidad; no querrás enojarle, ¿verdad?

- ¡¡Simón!! - exclamó el anciano, esta vez sin un ápice de dulzura en su voz; su nieto se detuvo atento, sorprendido por la vehemente gravedad en el rostro y el timbre del rabino - ¡Escúchame! Sé que todos pensáis que son cosas de viejo chiflado, pero llegará el día en que os acordaréis de lo que yo os dije: este mundo, esta era decadente y pecaminosa que nos ha tocado vivir, ha alumbrado a un Demonio que traerá penurias sin parangón en la historia, tanto a los hijos de la Torá como a los gentiles. A nosotros no obstante nos está reservado sufrir más que a ningún otro pueblo. El motivo me es oculto, pero esta predicción que ahora te hago sí me ha sido revelada. La Sagradas Escrituras no mienten, por ocultos y desentrañables que parezcan estar sus mensajes. El Demonio está aquí, entre nosotros, más cerca de lo que crees.

- Está bien, abuelo; te he escuchado, créeme. Y no me tomo a broma tus advertencias.

- ¿Me prometes que pensarás en ello, Simón, que no lo olvidarás?

- Te lo prometo, abuelo. Pensaré en lo que me dices.

- ¿Y que rezarás? ¿Rezarás por ti, por tu hermanito Isaac, por tu madre y por toda tu familia?

- Lo haré, te lo juro. Pero ahora vamos, hazme el favor, mamá está preocupada esperándonos.

La pareja prosiguió su lento caminar hasta la casa de los Pressburger. La Señora Horowitz esperaba en el portal junto al sastre, visiblemente enfadada con su suegro Shavit, al que dedicó una ejemplar reprimenda que, de forma no poco insólita, éste acepto mansamente. Simón regresó entonces solo a su casa, pocas manzanas más allá, en dirección al Ring.

En una de las plazas del gran anillo imperial, donde una fuente refrescaba el aire perfumado por las flores de los jardines de las grandes mansiones, se paró a contemplar a un joven pintor de acuarelas que recogía sus bártulos. Tan débil era ya la luz del atardecer, que no permitía al joven -un humilde muchacho de veinte y pocos años, cabellos negros, breve y mal recortado bigote, y remendada casaca bávara- seguir pintando sus postales. "Un Demonio está entre nosotros", reverberaban las palabras de su abuelo, el rabino, en su cabeza. -"Es posible"- pensó Simón. Contempló las bellas estampas que el artista aún tenía dispuestas sobre un paño en el suelo, mientras las guardaba en su enorme carpeta de cartón. Buganvillas, geranios multicolores, luminosas avenidas flanqueadas por tilos, límpidos estanques... - "Hay tantísima belleza en el mundo después de todo" -pensó - "¿Para qué recrearse en pensamientos oscuros y tenebrosos?" Y prosiguió su camino.

No reparó en la gélida mirada azul que el pintor de acuarelas clavó en su nuca, tras pasar de largo, indiferente, junto a él.


Autor: Ernesto Fernandez "Weis"
Correo Electronico: ernst1976(arroba)hotmail.com

4 comentarios:

Leila Sand dijo...

Me encanta, me encanta q hayais empezado un blog, enhorabuena!!!!!!!!!!.

Pero eh, a ver si me poneis a mí y a mis mosqueteras por aquí, nuestro blog nu es tan serio como este, es lo más parecido a un cajón desastre, pero sereis bienvenidos a nuestro "pisito de solteras":

http://entrepotinguesfogonesyalquimias.blogspot.com/

Bueno feo, me verás por aquí, diciendo alguna chorrada, q es lo mío, ya me conoces soy poco seria.

Kisses

Ángel Vela dijo...

Buenas decirte varias cosas, la primera que habiendo 8 mensajes mios, y 2 de un colega, vas y le escribes a él, jajajaa.

Osea que aclarar que el feo serí yo para que cuando lo lea no piense: ¿Quién leches es esta tia, que por un lado, me llama feo, y por otro me invita a un "pisito de solteras"?, jajajaja.

OK, ya os enlazo.

Un beso grande :-)

PD: estuve hablando con la otra mosquetera, la que conozco, por telefono recientemente, ya que te cuente ella.

Leila Sand dijo...

Jajajajja, yo es q soy así de original, era pa despistar más q nada.

Pues hablaré con la otra mosquetera q tas más liá q la pata un romano.

Me debes uno viernes feo.

Suerte con tu nueva andadura.

Kisses

Anónimo dijo...

Anda, y este fue aquel relato que nació de un cuento hiperbreve... ¿eh? ¿Te acuerdas, Ernesto? Qué tiempos tan nostálgicos, joder. Me habéis endiablado con los relatos antiguos en este blog, panda de...

xD

Nos leemos, y te mando abrazos, Weis.

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